Boris Vian - El otoño en Pekín

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El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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Mascamangas se levantó el primero y corrió a descolgar. Cruc maniobraba para salir de la tierra y acabó por levantarse con el macetón en la cabeza, ya que había estado tirando del tronco de la palma confundiéndolo con su propio cuello. Descubrió su error, cuando toda la tierra de la maceta le cayó por la espalda.

Mascamangas regresó furioso del teléfono. Gritó a Cruc que detuviese el motor, que provocaba una algarabía infernal. Cruc se acercó, cerró la válvula y el motor se detuvo, produciendo un ruido de beso ruin, seco y aspirado.

– Me voy -dijo Mascamangas-. Me reclama un enfermo.

– ¿Uno de sus clientes?

– No, pero debo ir.

– Qué inoportunidad… -dijo Cruc.

– Puede usted seguir haciendo funcionar el motor.

– Oh, entonces, está bien. ¡Váyase! -dijo Cruc.

– Es usted un tunante -dijo Mascamangas-. O sea, que no le importa que me vaya.

– En absoluto.

Cruc se inclinó sobre el brillante cilindro, destornilló ligeramente el vástago y cambió de sitio para volver a poner en marcha el motor, que arrancó en el momento en que Mascamangas salía de la habitación. Cruc había variado la regulación de la compresión y, con un ronquido rabioso, la hélice arrancó la mesa del suelo; el conjunto fue a estrellarse contra la pared opuesta. Al ruido, Mascamangas había vuelto a entrar. Viendo lo que vio, cayó de rodillas y se santiguó. Cruc ya estaba rezando.

3

La criada de Cornelius Onte introdujo al profesor Mascamangas en el dormitorio del herido. Este, por matar el tiempo, tejía a ganchillo un cartón para tapiz, original de Paul Claudel, que había sacado de un número de «El Pensamiento Católico y El Peregrino Amontonados Pero No Revueltos».

– ¡Hola! -dijo Mascamangas-. Me ha interrumpido usted.

– ¿Sí? -dijo Cornelius-. Estoy afligido.

– Ya se ve. ¿Le duele?

– Tengo la cadera en cinco pedazos.

– ¿Quién le ha atendido?

– Perriljohn. Ahora voy muy bien.

– Entonces, ¿por qué me ha hecho usted venir?

– Tengo que proponerle una cosa -dijo Cornelius.

– Váyase usted a que le den… -dijo Mascamangas.

– Perfectamente. Voy.

Cornelius intentó levantarse, pero apenas puso un pie en el suelo, su cadera volvió a romperse. Limpiamente se desmayó. Mascamangas enganchó el teléfono y pidió una ambulancia, para trasladar a su servicio del hospital a Cornelius Onte.

4

– Le inyectará usted evipán todas las mañanas -dijo Mascamangas-. No quiero encontrarle despierto, cuando yo pase por el servicio. Está continuamente tomándome el pelo con… -se interrumpió; el interno le escuchaba atentamente-. En realidad, es algo que no le importa a usted. ¿Cómo va la cadera?

– Le hemos puesto clavos -dijo el interno-, unos clavos de tamaño grueso. Soberbia fractura, la que hay ahí.

– ¿Sabe usted quién es Lakeayaí? -preguntó Mascamangas.

– ¿Eh…? -dijo el interno.

– Pues si no sabe quién es, no hable de él. Se trata de un ingeniero finlandés, que ha inventado un tubo de escape para locomotoras.

– ¿Sí? -dijo el interno.

– Perfeccionado más tarde por Chaplon -completó Mascamangas-. Pero, después de todo, es algo que tampoco le importa a usted.

Se separó de la cabecera de la cama de Cornelius y su mirada se detuvo en la cama vecina. La mujer de la limpieza, aprovechando que ningún enfermo la ocupaba, había puesto encima de esa cama, para arreglar más cómodamente, una silla.

– ¿Qué es lo que tiene esa silla? -preguntó, guasón, Mascamangas.

– Tiene fiebre -contestó, no menos, el interno.

– Está usted cachondeándose de mí, ¿eh? -dijo Mascamangas-. Póngale el termómetro y veremos.

Se cruzó de brazos y esperó. El interno abandonó la habitación y regresó con un berbiquí y un termómetro. Puso la silla patas arriba y se dedicó a taladrar un agujero bajo el asiento, soplando al mismo tiempo para aventar el serrín.

– Dése prisa -dijo Mascamangas-. Me están esperando.

– ¿Para almorzar? -se interesó el interno.

– No -dijo Mascamangas-, para construir un modelo del Ping 903. Está usted muy curioso esta mañana.

El interno se enderezó y plantó el termómetro en el agujero. El mercurio se encogió sobre sí mismo, después brincó, escaló grado tras grado a una velocidad relampagueante y el extremo superior del termómetro comenzó a inflarse, como una pompa de jabón.

– ¡Rápido, quíteselo…! -dijo Mascamangas.

– ¡Jesús…! -dijo el interno.

La pompa se infló un poco más, y luego, una grieta se abrió en el tubo y un chorro de mercurio abrasador cayó en la cama. A su contacto, las sábanas enrojecieron. Sobre la blanca tela se dibujaron unas líneas paralelas que, no obstante, convergían hacia un charquito de mercurio.

– Déle la vuelta a esa silla y métala en la cama -dijo Mascamangas-. Llame a la señorita Palodegong.

La enfermera jefe llegó precipitadamente.

– Tómele la tensión a esa silla -dijo Mascamangas, observando cómo el interno la acostaba con prevención-. Es un caso muy curioso -murmuró-. ¡No se ponga usted a zarandearla así!

El interno, furioso, manipulaba brutalmente la silla, a la que arrancó un espantoso crujido. Sobrecogido por la mirada de Mascamangas, se afanó en torno a la silla, prodigándole los delicados gestos de un catahuevos profesional.

5

– Me parece preferible un morro tallado en el propio fuselaje -dijo Cruc.

– No -replicó Mascamangas-. Un revestimiento clásico, en madera de balsa, de quince décimos, le dará más ligereza.

– Con ese motor, como choque con algo, se jodió.

– Ya elegiremos un buen lugar.

Ambos trabajaban con arreglo a un plano a escala normal del Ping 903, que Mascamangas acomodaba teniendo en cuenta el tamaño reducido del motor.

– Resultará peligroso -observó Cruc-. Más valdría no ponerse delante.

– No me jorobe, Cruc. Tanto peor. Y después de todo, yo soy médico.

– Bueno. Voy a buscar las piezas que aún nos faltan.

– Elija de lo mejor, eh. Pagaré lo que sea necesario.

– Las elegiré como si fuesen para mí -dijo Cruc.

– ¡No!, prefiero que las elija como si fuesen para mí. Usted tiene muy mal gusto. Salgo con usted. Tengo que ver a mi enfermo.

– Vamos -dijo Cruc.

Se levantaron y abandonaron la habitación.

6

– Escuche -dijo Cornelius Onte.

Hablaba con una voz indecisa, confusa, y se le caían los párpados. Mascamangas puso gesto de extrema fatiga.

– Así que el evipán no es suficiente y, a pesar de él, quiere usted volver a empezar con sus célebres proposiciones.

– De ninguna manera -dijo Cornelius-. Se trata de esa silla…

– Y ¿qué pasa? La silla está enferma y sometida a nuestros cuidados. Usted sabe en qué consiste un hospital, ¿no?

– ¡Oh…! -gimió Cornelius-. ¡Llévesela de aquí…! Se ha pasado toda la noche sin parar de chirriar.

El interno, que permanecía de pie junto a Mascamangas, parecía encontrarse igualmente con los nervios a punto de estallar.

– ¿Es cierto? -le preguntó el profesor.

El interno hizo un gesto afirmativo y dijo:

– La podríamos tirar por la ventana. Es una silla vieja.

– Es una silla Luis XV -dijo Mascamangas-. Y, además, ¿ha sido usted o he sido yo quien ha dicho que tenía fiebre?

– He sido yo -dijo el interno, enfurecido como cada vez que Mascamangas se ocupaba de la silla.

– Entonces, cúrela.

– Yo me estoy volviendo loco… -gimió Cornelius.

– Tanto mejor -dijo Mascamangas-, así dejará usted de marearme con sus proposiciones. Siga inyectándole -añadió, volviéndose hacia el interno y señalando a Cornelius.

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