– Sirva la comida, Martín -rogó el arqueólogo, que hacía reinar una disciplina de hierro en su campo de excavaciones [4].
– Sí, maestro -respondió, sin vanos afanes de originalidad, Martín.
El factótum depositó la bandeja sobre la mesa y se sentó frente a Atanágoras; ambos entrechocaron estrepitosamente sus tenedores de cinco púas, al pinchar de común acuerdo en la gran lata de ragú condensado que acababa de abrir Dupont, el criado negro.
Dupont, el criado negro, preparaba en su cocina otra lata de conservas para la cena. Ante todo, tenía que proceder a la cocción, con el aderezo ceremonial y sobre un fuego laboriosamente mantenido, gracias a solemnes sarmientos [5]en estado de ignición; después alquitarar la soldadura, rellenar el bote de manjadura con la viandura cocida en agua abundante, no sin haber tirado antes el agua abundante en el pequeño fregadero; y, por último, soldar con la soldadura la tapa del bote de hojalata al estaño pero como si fuese con hierro, con lo cual había ya una lata de conservas para la cena.
Dupont, hijo de laboriosos artesanos, los había matado a fin de que parasen de una vez y pudiesen descansar en paz. Huyendo de las felicitaciones ostensibles, vivía retirado una vida de religión y sacrificio, esperando ser canonizado por el Papa antes de morir, como el párroco de Foucault mientras predicaba la cruzada. Por regla general sacaba el pecho, aunque en aquel momento estaba atareado apilando astillas en equilibrio inestable sobre el fuego, mechando atolondradamente unas sepias a la aguada, cuya tinta arrojaba a los cerdos antes de ahogarlas en el agua mineralógica, que hervía en un balde hecho con duelas, angostamente desunidas, de tulipero de Virginia de corazón rojo. Al contacto con el agua hirviente, las sepias tomaban un bonito color añil; el resplandor del fuego rebotaba contra la superficie temblorosa de los animales, provocando en el techo de la cocina reflejos en forma de cannabis indica, si bien el olor de las sepias apenas se distinguía del olor de las lociones aromáticas Patrelle, que se encuentran en los establecimientos de todos los buenos peluqueros, en André & Gustave particularmente.
La sombra de Dupont recorría el aposento con serpenteantes y fragmentados ademanes. Esperaba que Atanágoras y Martín acabasen de comer para quitar la mesa.
Mientras tanto, Martín relataba a su maestro, en forma de diálogo, los acontecimientos de aquella mañana.
– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó Atanágoras.
– Nada nuevo respecto al sarcófago -contestó Martín-. Seguimos sin sarcófago.
– Pero ¿continúan excavando?
– Continúan. En todas las direcciones.
– Nos limitaremos a una sola dirección, cuando podamos.
– Ha sido visto un hombre por la comarca -dijo Martín.
– ¿Qué hacía?
– Ha llegado en el 975. Se llama Amadís Dudu.
– Bien… -suspiró Atanágoras-, por fin han conseguido un viajero…
– Ya se ha instalado -dijo Martín-. Ha pedido prestada una mesa de oficina y está escribiendo cartas.
– ¿Quién le ha prestado una mesa de oficina?
– No lo sé. Parece trabajar de firme.
– Es curioso.
– ¿Lo del sarcófago?
– Oiga, Martín, no se haga a la idea de que todos los días vamos a encontrar un sarcófago.
– ¡Pero si aún no hemos encontrado ninguno…!
– Eso demuestra claramente lo que escasean -sentenció Atanágoras.
Martín sacudió la cabeza, disgustado, y dijo:
– El agujero ese no vale para nada.
– Acabamos apenas de echar el anzuelo -observó Atanágoras-. Es usted demasiado impaciente.
– Perdóneme, maestro.
– No tiene importancia. Me escribirá usted doscientos renglones para esta noche.
– ¿De qué estilo, maestro?
– Me traducirá usted al griego una poesía letrista de Isidore Isou. Elija una de las largas.
Martín retiró su silla y salió. Tenía, por lo menos, hasta las siete de la tarde y hacía mucho calor.
Atanágoras acabó de comer. Al salir de la tienda, volvió a coger su martillo arqueológico; deseaba vivamente desincrustar de una vez la vasija túrcica, pero tenía también la intención de despachar rápidamente el asunto, ya que aquel sujeto denominado Amadís Dudu empezaba a interesarle.
En el fondo de la vasija, de gran tamaño y de grosera porcelana, había pintado un ojo, medio cegado por la cal y por la sílice. Con diestros golpecitos, Atanágoras hizo saltar los restos petrificados, limpiando así el iris y la pupila. Visto por completo, se trataba de un ojo azul bastante bonito, un poco pétreo, con las pestañas agraciadamente curvadas. Atanágoras miraba más bien hacia otro lado para rehuir la insistente interrogación que implicaba aquel cara a cara cerámico. Cuando la limpieza estuvo terminada, rellenó de arena la vasija, para no ver más el ojo, la puso boca abajo y la rompió a martillazos, recogiendo después los esparcidos fragmentos. De esta manera, la vasija ocupaba muy poco sitio y cabía en una caja modelo standard, sin descomponer la regularidad de las colecciones del maestro, quien se sacó del bolsillo el receptáculo en cuestión.
Hecho esto, Atanágoras se desacuclilló y partió en dirección presunta hacia Amadís Dudu. Por si acaso mostraba aptitudes arqueológicas, merecía la pena interesarse por él. El infalible sentido de la orientación, que guiaba al arqueólogo durante sus trabajos, le dirigió sin error al lugar adecuado. Sentado, efectivamente, frente a una mesa de oficina, Amadís Dudu hablaba por teléfono. Bajo su antebrazo izquierdo, Ata vio una carpeta, en cuyo secante aparecían ya las huellas de un intenso trabajo; ante sí, tenía un pila de cartas dispuestas para ser enviadas y, en una bandeja de alambres, el correo recién llegado.
– ¿Sabe usted dónde se puede comer por aquí? -preguntó Amadís, tapando el teléfono con una mano, nada más avistar al arqueólogo.
– Trabaja usted demasiado y al sol -contestó Atanágoras-. Va a coger una insolación.
– Es una región encantadora -aseguró Amadís-. Hay mucho que hacer por aquí.
– ¿Dónde ha encontrado esa mesa de oficina?
– Siempre se encuentra una mesa de oficina. Sin mesa de oficina yo no puedo trabajar.
– ¿Ha venido usted en el 975?
El interlocutor telefónico de Amadís debía de impacientarse, ya que el auricular se retorcía. Con una maléfica sonrisa, Amadís cogió un alfiler del plumier y se lo plantó al auricular en uno de sus negros agujeritos. El auricular se enderezó y Amadís pudo colgarlo en el aparato.
– ¿Me decía usted? -inquirió Amadís.
– Le decía: ¿Ha venido usted en el 975?
– Sí. Es bastante cómodo. Yo lo tomo todos los días.
– Nunca le había visto a usted por aquí.
– Es que todos los días no cojo ese 975 en el que he venido. Como le decía antes, hay mucho que hacer por aquí. Accesoriamente, ¿podría usted indicarme dónde se puede comer?
– Quizá sea posible encontrar un restaurante -dijo Atanágoras-. Le confieso que desde que llegué a este lugar no me he preocupado de los restaurantes. Traje provisiones y, además, se puede pescar en el Giglyon.
– ¿Desde cuándo está usted aquí?
– Desde hace cinco años -precisó Atanágoras.
– Debe conocer bien la región, entonces.
– No demasiado mal. Preferentemente me dedico a lo de abajo. Existen plegamientos silúrico-devonianos, que son una maravilla. Me gustan también algunos agujeros del pleistoceno, en los que he encontrado restos de la ciudad de Gluro.
– No conozco -dijo Amadís-. Y ¿lo de arriba?
– Para esa zona, tendrá que pedirle a Martín que le sirva de guía. Es mi factótum.
– ¿Pederasta? -preguntó Amadís.
– Sí -contestó Atanágoras-. Le gusta Dupont.
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