Boris Vian - El otoño en Pekín

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El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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Rochelle abandonaba también su apartamento, apresurándose por llegar a la estación antes de que el maquinista efectuase el disparo de salida. Por razones de economía, los Ferrocarriles Nacionales utilizaban pólvora vieja y mojada y apretaban el gatillo con media hora de antelación, para que el disparo se produjese aproximadamente a la hora fijada; ahora bien, algunas veces retumbaba casi al instante. Rochelle había tardado mucho en arreglarse para el viaje; el resultado era excepcional.

A través de la abertura de su ligero abrigo de una lana que rizaba el rizo, se vislumbraba un vestido verde tilo de corte muy simple. Las piernas de Rochelle se insertaban apretadamente dentro de un par de fino nylon y unos zapatos encuadernados en cuero salvaje servían de pedestal a sus delicados pies. A unos pasos de distancia la seguía su maleta, sostenida por su hermanito, que había acudido a prestarle benevolente ayuda y a quien Rochelle, para recompensarlo, le había confiado aquel trabajo de precisión.

El metro bostezaba allí cerca, absorbiendo con sus negras fauces a grupos de imprudentes. A intervalos, se producía el movimiento inverso y, penosamente, vomitaba un hato de individuos, pálidos y apocados llevando en sus ropas el olor de las entrañas del monstruo, que hieden vigorosamente.

Rochelle movía la cabeza a derecha e izquierda, buscando un taxi, ya que la posibilidad de ir en metro la espantaba. Con un ruido de succión, éste chupó ante los ojos de Rochelle a cinco personas, tres de las cuales eran de campo porque llevaban gansos en unas canastas, lo que obligó a Rochelle a cerrar los ojos para recuperarse. No aparecía un solo taxi. La oleada de coches y de autobuses que bajaban por la calle en pendiente le provocó un vértigo en tromba. Su hermanito la alcanzó en el momento en que, destrozada, iba a dejarse atrapar por una dentellada de la escalera insidiosa y consiguió retenerla, cogiéndola por el bajo del vestido. Este movimiento tuvo por efecto desvelar los arrebatadores muslos de Rochelle y algunos hombres cayeron desvanecidos. Rochelle remontó el escalón fatal y besó, agradecida, a su hermanito. Felizmente para ella, el cuerpo de uno de los que se habían conmovido cayó ante las ruedas de un taxi libre, cuyos neumáticos empalidecieron y se detuvieron.

Rochelle se abalanzó, dio la dirección al taxista y cogió la maleta que le arrojó su hermanito, quien se quedó viéndola alejarse y a quien, con la mano derecha, Rochelle enviaba besos a través de la ventanilla trasera, sobre cuyo cristal colgaba un perro de peluche macabro.

La reserva de asiento, adquirido por Angel la víspera, poseía unos números característicos y el conjunto de las indicaciones que suministraron sucesivamente cinco empleados a Rochelle concordó con la idea general que ella dedujo de la lectura de los letreros señalizadores. De esta manera, encontró sin dificultad su compartimento. Ana, que acababa de llegar, colocaba su maleta en la red de equipajes, con el rostro cubierto de sudor y, como su chaqueta yacía ya encima del asiento, Rochelle pudo admirar sus bíceps a través de las rayas de su camisa de lana. Ana la saludó besándole la mano, con una mirada resplandeciente de satisfacción.

– ¡Es maravilloso!, ha llegado usted puntual.

– Yo soy muy puntual -dijo Rochelle.

– Y, sin embargo, no tiene usted costumbre de trabajar.

– ¡Oh!, espero no adquirir demasiado de prisa esa costumbre.

Ana descubrió, de pronto, que Rochelle cargaba aún con la maleta y se la quitó de las manos, para colocarla en la red.

– Perdone, la estaba contemplando…

Rochelle sonrió. Le gustaba aquella disculpa.

– Ana…

– ¿Qué?

– ¿Será muy largo el viaje?

– Muy largo. Luego, tendremos que coger un barco y, después, otro tren y, a continuación, un coche para atravesar el desierto.

– Es maravilloso -dijo Rochelle.

– Es muy maravilloso.

Se sentaron uno junto a otro.

– Angel ha llegado ya -dijo Ana.

– Ah…

– Está comprando cosas de leer y de comer.

– ¿Cómo puede pensar en comer, cuando nosotros dos estamos aquí juntos…? -murmuró Rochelle.

– Eso a él no le produce el mismo efecto.

– Le aprecio mucho, pero no es nada poético.

– Está un poco enamorado de usted.

– No se preocuparía de las cosas de comer, entonces.

– No creo que piense en sí mismo -dijo Ana-. Quizá sí, pero yo no lo creo.

– A mí me resulta imposible pensar en algo que no sea en este viaje…, con usted…

– Rochelle… -dijo Ana, en voz muy baja.

– Ana…

– Me gustaría besarla.

Rochelle silenciosamente se apartó un poco.

– Ya lo ha estropeado. Es usted igual que todos los hombres.

– Quizá prefiriese oír que no me produce usted ningún efecto.

– Tampoco usted es poético -dijo Rochelle, con tono desilusionado.

– Es imposible ser poético con una muchacha tan bonita como usted.

– Lo que demuestra, como yo me imaginaba, que le gustaría besar a cualquier idiota.

– No sea así, Rochelle.

– ¿Cómo?

– Así… mezquina.

Ana se aproximó ligeramente, pero Rochelle permanecía enfurruñada.

– Yo no soy mezquina.

– Usted es adorable.

Rochelle deseaba mucho que Ana la besase, pero tenía que amaestrarlo un poco. No se puede dejarles hacer todo lo que quieran.

Ana no la tocaba, no quería precipitarse. Mejor, poco a poco. Y, además, ella era muy sensible. Muy dulce. Tan joven… Enternecedora. Nada de besarla en la boca. Vulgar. Caricias. Quizás en las sienes, quizás en los ojos. Detrás de la oreja. Lo primero, rodearla la cintura con un brazo.

– Yo no soy adorable.

Rochelle puso cara de ir a retirarle el brazo, que Ana acababa de pasarle por la cintura. Ana apenas se opuso. Si Rochelle hubiese querido, él lo habría retirado.

– ¿La molesto?

Ella no había querido.

– No me molesta. Es usted igual que todos los hombres.

– No es cierto.

– Resulta facilísimo adivinar lo que va a hacer.

– No -dijo Ana-, no la voy a besar, si usted no quiere.

Rochelle no contestó y bajó los ojos. Los labios de Ana estaban muy cerca de sus cabellos. Le hablaba al oído. Rochelle sentía su aliento, leve y contenido. Nuevamente se separó.

A Ana no le gustaba aquello. La última vez, en el coche, la cosa había ido sobre ruedas. Rochelle había consentido, pero ahora se estaba poniendo tarasca. No se puede chafar a un tipo cada vez que le entran las ganar de besar. Para ponerla en situación de receptividad, se acercó deliberadamente, le tomó la cabeza entre las manos y colocó los labios sobre su rosada mejilla. Sin apretar. Rochelle resistió poco y durante poco tiempo.

– No… -susurró.

– No quiero molestarla -dijo Ana inspiradamente.

Rochelle giró la cara y le abandonó su boca. Por jugar, le mordisqueó. Un muchacho tan grandullón… Hay que educarles. Oyó un ruido cerca de la puerta y, sin cambiar de posición, Rochelle miró qué podía ser. La espalda de Angel se alejaba por el pasillo del vagón.

Rochelle acariciaba la cabeza de Ana.

IV

"…Sólo de vez en cuando sacaré alguna que otra de esas pequeñas máquinas, porque se está convirtiendo en un truco de mierda."

(Boris Vian, Pensamientos inéditos .)

Por la carretera volaba el profesor Mascamangas en un vehículo personal, ya que se dirigía a Exopotamia por sus propios medios. El resultado de dichos medios, en el límite de la exageración, desafiaba cualquier clase de descripciones, pero una de ellas recogió el guante y he aquí el resultado:

Aquello tenía: a la derecha y delante una rueda,

delante y a la izquierda, una rueda,

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