Boris Vian - El otoño en Pekín

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El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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– ¡Largo de aquí, desgraciados! -berreó el capitán, en cuyo rostro, y justo donde Didiche había dirigido el golpe, apareció una mancha.

Gruesas lágrimas caían por las mejillas de Oliva, mientras se sostenía los pechos que el capitán acababa de pellizcarle. Descendió por la escalerilla de hierro. Didiche la siguió; se encontraba lleno de ira, furioso y humillado, sin saber por qué con exactitud, y experimentaba la sensación de que acababa de ser víctima de un embarque. El cormorán voló por encima de sus cabezas, lanzado de una patada por el capitán, y se estrelló ante ellos. Oliva, agachándose, lo recogió. Seguía llorando sin parar. Didiche le rodeó el cuello con un brazo, le separó, con la otra mano, los amarillos pelos que se le pegaban a la cara mojada y la besó en la mejilla con la mayor suavidad que pudo. Oliva dejó de llorar, miró a Didiche y bajó los ojos. Oliva mantenía estrechamente abrazado al cormorán y Didiche la abrazaba a ella.

VI

Angel subió al puente. El barco navegaba ahora en mar abierta y el viento de mar ancha lo recorría a lo largo, lo cual formaba una cruz, fenómeno normal ya que el reino del Papa se aproximaba.

Ana y Rochelle acababan de encerrarse en uno de sus camarotes y Angel había preferido marcharse; sin embargo, resultaba bastante agotador pensar en otra cosa. Ana seguía siendo tan amable como siempre con él. Lo más terrible era que Rochelle, también. Pero los dos, en el mismo camarote, no iban a hablar de Angel. No iban a hablar. No iban a… Quizá, sí… Quizás iban a…

El corazón de Angel latía muy fuerte, porque pensaba en Rochelle sin nada encima, tal como estaría allí abajo, en el camarote, con Ana, puesto que de haber sido con algo encima, no habrían cerrado la puerta.

Desde hacía varios días, Rochelle miraba a Ana de una manera que a Angel le resultaba muy desagradable, con unos ojos parecidos a los de Ana, cuando Ana la había besado en el coche, ojos un poco húmedos, horribles, ojos que babeaban, con párpados como flores ajadas de pétalos ligeramente aplastados, esponjosos y translúcidos.

El viento cantaba en las alas de las gaviotas y se enganchaba en esas cosas que sobresalen de los puentes de los barcos, dejando en cada rugosidad salpicaduras de vapor, como en la pluma del Mont-Blanc. El sol, al reflejarse en el mar parpadeante y a trozos blanca, hacía aguas. Y olía muy bien a estofado de foca con salsa blanca y a mariscos con vino blanco. En la sala de máquinas los pistones pistaban consistentemente y el casco vibraba con regularidad. Un vaho azul se elevaba a través de las láminas de la claraboya de ventilación de la sala de máquinas, que el viento desvanecía instantáneamente. Angel contemplaba todo aquello (la verdad es que darse una vuelta por el mar consuela algo) y, además, el suave siseo del agua, las veladuras de la espuma sobre el casco, los gritos de las gaviotas y los chasquidos de sus alas, se le subían a la cabeza y su sangre se aligeró y, a pesar de Ana, abajo, con Rochelle, se puso a burbujear como si fuese champán.

El aire era amarillo claro y azul turquesa pálido. Los peces seguían golpeándose de cuando en cuando contra el casco. A Angel le habría gustado bajar y ver si no abollaban peligrosamente las ya viejas chapas. Pero abandonó tal deseo y dejó de ver también, en imágenes, a Rochelle y Ana, porque el sabor del viento era maravilloso y el alquitrán mate que cubría el puente tenía grietas brillantes, como nervaduras de hojas caprichosas. Angel se dirigió hacia la proa, con intención de acodarse en la barandilla. Inclinados sobre ella, Oliva y Didiche observaban los graciosos haces de espuma, que ponían blancos bigotes al estrave, lugar curioso para unos bigotes. Didiche seguía teniendo abrazada por el cuello a Oliva y el viento enmarañaba los cabellos de los niños y les cantaba su canción al oído. Angel se detuvo y se acodó junto a ellos. Al percibir su presencia, Didiche le miró con un aire receloso, que se amansó poco a poco; sobre las mejillas de Oliva, Angel descubrió huellas secas de lágrimas, mientras que la niña aún se sorbía, con el brazo en las narices.

– ¿Qué? -preguntó Angel-. ¿Estáis contentos?

– No -contestó Didiche-. El capitán es un maricón.

– ¿Qué os ha hecho? -preguntó Angel-. ¿Os ha echado del puente de mando?

– Ha querido hacerle daño a Oliva. La ha pellizcado ahí.

Oliva puso una mano en el lugar designado por Didiche y sorbió con abundancia.

– Todavía me duele.

– Es un purco -dijo Angel, furioso contra el capitán.

– Yo le he arreado un buen golpe en los hocicos con el embudo -advirtió Didiche.

– Sí -dijo Oliva-, fue divertido.

Se echó a reír muy suavemente y Angel y Didiche rieron también, imaginándose la cara del capitán.

– Si vuelve a intentarlo, decídmelo a mí, que le parto la jeta.

– Usted, por lo menos -observó Didiche-, es de fiar.

– Quería besarme -dijo Oliva-, y olía a vino tinto.

– No irá a pellizcarla usted también… -se alarmó repentinamente Didiche, ya que de los adultos no se puede fiar uno de buenas a primeras.

– No tengas miedo -dijo Angel-. No la pellizcaré y no intentaré besarla.

– Oh -dijo Oliva-, me gustaría mucho que me besase usted. Pellizcos no, porque duelen.

– A mí -advirtió Didiche- no me hace ninguna gracia que bese usted a Oliva. Lo puedo hacer muy bien yo mismo.

– Estás celoso, ¿eh? -dijo Angel.

– En absoluto.

Las mejillas de Didiche adquirieron un bonito color púrpura, mientras miraba deliberadamente por encima de la cabeza de Angel, lo que le obligó a doblar el cuello hacia atrás hasta un ángulo muy incómodo. Angel, riendo, atrapó a Oliva por los sobacos, la levantó en el aire y la besó en ambas mejillas.

– Bueno -dijo, volviéndola a bajar al suelo-, ahora ya somos compinches. Chócala.

Didiche tendió su sucia garra de mala gana, pero la expresión de Angel le calmó.

– Se aprovecha, porque es más viejo que yo. Aunque, después de todo, me importa un rábano. Yo la he besado antes que usted.

– Te felicito. Eres un hombre de buen gusto. Es muy agradable besarla.

– Usted, ¿va también a Exopotamia? -preguntó Oliva, que prefería cambiar de conversación.

– Sí -respondió Angel-. He sido contratado como ingeniero.

– Nuestros padres -dijo Oliva, con orgullo-, son agentes ejecutivos.

– Ellos hacen todo el trabajo -sentenció Didiche-. Siempre están diciendo que, si a los ingenieros los dejasen completamente solos, los ingenieros no podrían hacer nada.

– Tienen razón -aseguró Angel.

– Y, por otra parte, también viene el capataz Arland -concluyó Oliva.

– Que es un cerdo asqueroso -precisó Didiche.

– Ya veremos -dijo Angel.

– ¿Es usted el único ingeniero? -preguntó Oliva.

Entonces Angel recordó que Ana y Rochelle estaban abajo, juntos en el camarote. Y el viento refrescó. El sol empezó a ocultarse. El barco se movía mucho más. Los gritos de las gaviotas se hicieron agresivos.

– No -dijo, con esfuerzo-. Viene también un amigo mío. Está abajo…

– ¿Cómo se llama? -preguntó Didiche.

– Ana -respondió Angel.

– Vaya coña… -observó Didiche-. Tiene nombre de perro.

– Es un bonito nombre -dijo Oliva.

– Es nombre de perro -repitió Didiche-. Resulta idiota, un tipo con nombre de perro.

– Resulta idiota -dijo Angel.

– ¿Quiere usted ver a nuestro cormorán? -le propuso Oliva.

– No -dijo Angel-, más vale no despertarlo.

– ¿Hemos dicho algo que le haya molestado? -preguntó quedamente Oliva.

– Claro que no -dijo Angel, que colocó una mano sobre los cabellos de Oliva, acarició su redonda cabeza y, después, suspiró.

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