Oliva había visto caer al cormorán y corrió a preguntar si podía cogerlo entre sus brazos. Didiche seguía caminando cabeza abajo y pidió a Oliva que se fijase en lo que iba a hacer, pero Oliva ya no estaba allí. Didiche se puso en pie y maldijo sin ostentación, mediante una palabrota soez, pero muy proporcionada a las circunstancias; luego, fue a buscar a Oliva, sin apresurarse, porque las mujeres siempre exageran. Cada dos pasos aproximadamente, palmeaba con su sucia mano la batayola -o barandilla de madera- que resonaba en toda su longitud, produciendo una vibrante batahola, y que al mismo tiempo le sugirió la idea de cantar cualquier cosa.
Al capitán, a quien le horrorizaba el autoritarismo, le gustaba mucho que fuesen a molestarlo cuando se encontraba en la pasarela, porque allí estaba rigurosamente prohibido hablar con el conductor. Sonrió a Oliva, de quien apreciaba sus torneadas piernas, sus rígidos y rubios cabellos, y su jersey excesivamente ceñido, con aquellas dos recientes hinchazones en la parte delantera, que Jesusito-de-mi-vida acababa de regalarle hacía tres meses. Justo en esos momentos, el barco costeaba La Peonza y el capitán se llevó a los labios la bocina de órdenes, deseoso de provocar la admiración de Oliva y de Didiche, cuya cabeza acababa de aparecer por la escalerilla de hierro. Se puso a dar grandes gritos. Oliva no comprendía nada de lo que gritaba el capitán y el cormorán tenía ya un espantoso dolor de cabeza.
El capitán apartó la bocina de su boca y se volvió hacia los niños, con una sonrisa satisfecha.
– ¿A quién llama usted, señor? -preguntó Oliva.
– Llámame capitán -dijo el capitán.
– Pero usted -repitió Oliva-, ¿a quién llama?
– Al náufrago -explicó el capitán-. Hay un náufrago en La Peonza.
– ¿Qué es La Peonza, capitán? -preguntó Didiche.
– Ese enorme arrecife -respondió el capitán.
– Y ¿está siempre ahí? -preguntó Oliva.
– ¿Qué? -preguntó el capitán.
– El náufrago -explicó Didiche.
– Sin duda alguna -dijo el capitán.
– ¿Por qué? -preguntó Oliva.
– Porque es idiota -contestó el capitán-. Y también, porque sería muy peligroso ir a buscarlo.
– ¿Muerde? -preguntó Didiche.
– No, pero es muy contagioso -contestó el capitán.
– ¿Qué es lo que tiene? -preguntó Oliva.
– No se sabe -informó el capitán, quien levantó de nuevo la bocina hasta sus labios, gritó dentro de ella y, a un cable de distancia -o ciento veinte brazas-, cayeron fulminadas unas moscas marinas.
Oliva y Didiche, acodados a la barandilla de la pasarela, observaban a unas voluminosas medusas que giraban a gran velocidad sobre ellas mismas, provocando vórtices en los que terminaban por ser atrapados los peces imprudentes, método inventado por las medusas australianas y que esa temporada se había puesto de moda en la costa.
El capitán dejó la bocina a su alcance y se entretuvo viendo cómo el viento dividía los cabellos de Oliva mediante una línea blanca a lo largo de su redonda cabeza. Intermitentemente la falda se le subía hasta medio muslo y restallaba en torno a sus piernas.
El cormorán, entristecido porque no le hacían caso, gimió dolorosamente. Oliva recordó de repente a qué había venido a la pasarela y se dirigió hacia el pobre herido.
– Capitán -preguntó-, ¿puedo cogerlo?
– ¡Naturalmente! -contestó el capitán-, si no tienes miedo de que te muerda.
– Pero los pájaros no muerden -dijo Oliva.
– ¡Vaya, vaya, vaya! -dijo el capitán-. Ese no es un pájaro corriente.
– Entonces, ¿qué es? -preguntó Didiche.
– No lo sé -respondió el capitán-, lo cual prueba suficientemente que no es un pájaro corriente, porque a los pájaros corrientes los conozco bien. A saber: la picaza, la mosquita muerta y el escobén, y la codorniz cuajada y, además, la molienda, el gavilucho y el milculo, la abutarda y el cantropo, y el verderón de playa, el rompeojos y la conchita; aparte de éstos, pueden citarse la gaviota y la gallina vulgar, que en latín la llaman cocota deconans.
– Caray… -murmuró Didiche-. Cuántas cosas sabe usted, capitán.
– Porque he estudiado -dijo el capitán.
Oliva, por su cuenta, había cogido el cormorán entre sus brazos y lo mecía, diciéndole gansadas para consolarlo. Completamente satisfecho, el cormorán se ovillaba en sus propias plumas y ronroneaba como un tapir.
– Ya ve usted, capitán, lo mono que es -dijo Oliva.
– Entonces es un gavilucho -dijo el capitán-. Los gaviluchos son pájaros encantadores, como todo el mundo sabe. Viene en el anuario ornitológico.
Jactancioso, el cormorán compuso, con la cabeza, una actitud graciosa y distinguida. Oliva lo acarició.
– ¿Cuándo llegaremos, capitán? -preguntó Didiche, que quería mucho a los pájaros, pero no tanto.
– Queda lejos -contestó el capitán-. Todavía nos falta un buen rato. Vosotros, ¿adónde vais?
– Vamos a Exopotamia -dijo Didiche.
– ¡Leñe! -dijo el capitán-. Voy a dar, en vuestro honor, un golpe de timón -lo hizo tal como lo había prometido y Didiche le dio las gracias-. ¿Están a bordo vuestros padres?
– Sí -contestó Oliva-. Carlo es el papá de Didiche y Marin es mi padre propio. Yo tengo trece años y Didiche tiene trece años y medio.
– ¡Vaya, vaya! -dijo el capitán.
– Van a construir un ferrocarril completamente ellos solos.
– Y nosotros vamos también.
– Menuda potra que tenéis -dijo el capitán-. Si yo pudiera, me iba con vosotros. Estoy harto de este barco.
– ¿No es divertido ser capitán?
– ¡Oh, no! -dijo el capitán-. Es un oficio de contramaestre.
– Como el capataz Arland, que ése sí que es un cerdo asqueroso -aseguró Didiche.
– Te van a regañar -dijo Oliva-. No se deben decir esas cosas.
– No tiene importancia -dijo el capitán-. Yo no voy a ir repitiéndolo por ahí. Estamos entre hombres.
Y acarició las nalgas de Oliva, quien, halagada por haber sido equiparada a un hombre, lo consideró como una de esas pruebas de amistad que se testimonian entre sí los machos. La cara del capitán estaba totalmente roja.
– Véngase con nosotros, capitán -propuso Didiche-. Seguramente les alegrará que usted forme parte del equipo.
– Sí -dijo Oliva-, será muy divertido. Nos contará usted historias de piratas y jugaremos a los abordajes.
– ¡Buena idea! -dijo el capitán-. ¿Tú crees que tienes bastante fuerza para esa clase de juegos?
– Ah, ya le entiendo -dijo Oliva-. Toque, tóqueme los brazos.
El capitán la atrajo hacia sí y la manipuló los hombros.
– Puede valer -dijo el capitán, pronunciando con dificultad.
– Es una chica -dijo Didiche-. No podrá pelear.
– ¿En qué conoces tú que es una chica? -dijo el capitán-. No será por esos dos pequeñitos artilugios.
– ¿Qué artilugios? -preguntó Didiche.
– Estos… -dijo el capitán, tocándolos para señalárselos a Didiche.
– Tampoco son tan pequeños -dijo Oliva.
Como demostración y después de haber colocado a su lado al cormorán dormido, Oliva abombó el pecho.
– Claro que no son tan pequeños -rezongó el capitán y, con un gesto, le ordenó se acercase-. Si tú tiras de estas cositas todas las mañanas -dijo, bajando la voz-, engordarán aún más.
– ¿Cómo? -dijo Oliva.
A Didiche no le gustaba que el capitán se pusiese tan rojo como se estaba poniendo y que las venas le resaltasen en la frente. Miró hacia otro sitio con aire molesto.
– Así… -dijo el capitán.
Y, luego Didiche oyó que Oliva, llorando, se quejaba de que el capitán la pellizcaba. Oliva forcejeaba y el capitán la sujetaba haciéndole daño. Didiche cogió la bocina y, con todas sus fuerzas, le propinó un golpe en la cara al capitán, quien soltó a Oliva, renegando.
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