Boris Vian - El otoño en Pekín

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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En lo alto, el sol dudaba en volver a salir.

VII

"…no siempre es malo echarle un poco de agua al vino…"

(Marcelle Véton, Tratado de calefacción, Dunod editor, Tomo I, página 145.)

Alguien golpeaba la puerta de Amadís Dudu desde hacía ya sus buenos cinco minutos. Amadís miraba su reloj, calculando cuánto tiempo debía aún transcurrir antes de que su paciencia se agotase. A los seis minutos con diez segundos se irguió y pegó un formidable puñetazo sobre la mesa.

– ¡Entre! -rugió, con voz rabiosa.

– Soy yo -dijo Atanágoras, empujando la puerta-. ¿Le molesto?

– Naturalmente -dijo Amadís, haciendo sobrehumanos esfuerzos para calmarse.

– Perfecto -dijo Atanágoras-, así no olvidará usted mi visita. ¿No ha visto usted a Dupont?

– No, por supuesto que no he visto a Dupont.

– ¡Oh, está usted bueno…! ¿Por dónde andará entonces?

– ¡Cristo…! -dijo Amadís-. ¿Soy yo o es Martín quien se beneficia a Dupont? ¡Pregúntele a Martín!

– ¡Está bien!, eso es todo lo que quería saber -respondió Ata-. ¿Así que no ha conseguido usted todavía seducir a Dupont?

– Escuche, no tengo tiempo que perder. Los ingenieros y el material llegan hoy y estoy en pleno follón.

– Habla usted como Barrizone. Debe de ser usted influenciable.

– Váyase a tomar por detrás. Sólo porque he tenido la desgracia de plagiar a Barrizone una expresión diplomática, me acusa usted de ser influenciable… ¿Influenciable yo? Me hace usted regocijarme, mire -Amadís se puso a regocijarse, pero Atanágoras le contemplaba y eso le enfureció de nuevo-. En lugar de quedarse ahí, mejor haría ayudándome a prepararlo todo, para recibirlos.

– ¿Preparar qué? -preguntó el arqueólogo.

– Preparar los despachos. Vienen aquí a trabajar. ¿Cómo quiere usted que trabajen, si no tienen despachos?

– Yo trabajo bien sin despacho -dijo Atanágoras.

– ¿Que usted trabaja…? ¿Usted…? Espero que reconozca que sin un despacho no es posible un trabajo serio.

– Tengo la impresión de que trabajo tanto como cualquiera -dijo Atanágoras-. ¿Cree usted que no pesa un martillo arqueológico? Y pasarse el día rompiendo vasijas para meterlas luego en cajas standard, según usted, ¿qué es?, ¿una broma? Y vigilar a Lardier y maldecir a Dupont y escribir mi diario de a bordo y estudiar la dirección en que hay que excavar, ¿qué?, ¿todo eso no es nada?

– Todo eso no es serio -dijo Amadís Dudu-. Redactar notas de servicios y enviar informes, ¡eso es lo bueno! Pero ¿hacer agujeros en la arena…?

– Y ¿qué es lo que va a conseguir, a fin de cuentas, con sus notas y con sus informes? Pues va a fabricar un despreciable ferrocarril, hediondo y herrumbroso, que llenará todo de humo. No digo que no servirá para nada, pero tampoco fabricar un ferrocarril es un trabajo de despacho.

– Podría considerar usted más bien que el proyecto ha sido aprobado por el Consejo de Administración y por Ursus de Janpolent -dijo Amadís, con suficiencia-. Y que no es usted quien para juzgar su utilidad.

– Me tiene usted harto -dijo Atanágoras-. En el fondo, usted es un homosexual. Yo no debería frecuentarlo.

– No corre ningún peligro -dijo Amadís-. Es usted demasiado viejo. Dupont, ¡ése es otra cosa!

– ¡Qué pesadez con Dupont! Bueno, ¿qué está esperando hoy?

– A Angel, Ana, Rochelle, un capataz, dos agentes ejecutivos con sus familias y el material. El doctor Mascamangas llegará por sus propios medios, con un interno, y dentro de poco se incorporará un mecánico llamado Cruc. Reclutaremos sobre el terreno a los otros cuatro agentes ejecutivos indispensables, si hay ocasión, pero tengo el convencimiento de que no habrá ocasión.

– Pues representa una considerable cantidad de trabajadores.

– En caso de necesidad -advirtió Amadís-, corromperemos a los de su equipo, ofreciéndoles mayores salarios.

Atanágoras miró a Amadís y se echó a reír.

– Resulta usted divertido con la manía de su ferrocarril.

– ¿Qué tengo yo de divertido? -preguntó Amadís, contrariado.

– ¿Cree que podrá corromper a mi equipo así, por las buenas?

– Con toda seguridad. Les ofreceré una prima por aumento de productividad, beneficios sociales, un comité de empresa, un economato y una enfermería.

Afligido, Atanágoras sacudió su cabeza encanecida. Tanta maldad le confundía con la pared y Amadís creyó verle desaparecer, si está permitido expresarse así. Con un esfuerzo de acomodación, le hizo surgir de nuevo en medio de su baldío campo visual.

– No lo conseguirá usted -aseguró Atanágoras-. Mis hombres no están locos.

– Ya lo verá -dijo Amadís.

– Trabajan conmigo por nada.

– Razón de más.

– Aman la arqueología.

– Amarán la construcción de ferrocarriles.

– Basta -dijo Atanágoras- y conteste sí o no: ¿ha hecho usted la carrera de Ciencias Políticas?

– Sí -contestó Amadís.

Atanágoras permaneció silencioso durante algunos instantes y, por fin, dijo:

– A pesar de todo. Usted tiene que estar predispuesto. Las Ciencias Políticas no son una explicación suficiente.

– No sé lo que quiere decir, pero tampoco me interesa. ¿Me acompaña? Llegan dentro de veinte minutos.

– Le acompaño -dijo Atanágoras.

– ¿Puede decirme si estará esta tarde Dupont en su campamento?

– ¡Oh! -dijo Atanágoras, abrumado-. Déjeme usted en paz de una puñetera vez con Dupont.

Amadís refunfuñó y se puso en pie. Su oficina ocupaba ahora una habitación en el primer piso del restaurante Barrizone, desde cuya ventana se veían las verdes y rígidas hierbas, a las que se adherían pequeños caracoles de color amarillo encendido y lucíferas de arena de cambiantes irisaciones.

– Venga -dijo a Atanágoras y pasó insolentemente el primero.

– Le sigo -dijo el arqueólogo-, pero eso no impide que hiciese usted de menos a sus superiores cogiendo el 975…

Amadís Dudu se sonrojó, lo cual, mientras bajaban por la fresca y penumbrosa escalera, iluminó algunos objetos de cobre brillante.

– ¿Cómo lo sabe?

– Soy arqueólogo. Para mí no existen secretos enterrados.

– Usted es arqueólogo, de acuerdo -asintió Amadís-, pero usted no es vidente.

– No me discuta -dijo Ata-. Es usted un joven mal educado… Quiero ayudarle a recibir a su personal, pero está usted mal educado. No se puede hacer nada, porque usted lo está mal, pero también está educado. Ese es el inconveniente.

Llegaron al pie de la escalera y atravesaron el pasillo. En el vestíbulo, Pippo, como siempre, leía el periódico, sentado detrás del mostrador de recepción, y movía la cabeza, rezongando en su dialecto.

– Hola, La Pipa -dijo Amadís.

– Buenos días -dijo Atanágoras.

– Bon giorno -dijo Pippo.

Amadís y Atanágoras salieron del hotel. Hacía un calor seco y el aire ondulaba sobre las dunas amarillas.

Se dirigieron hacia la más alta, una sólida giba de arena, coronada de matojos verdes, desde la que se distinguía una gran extensión a la redonda.

– ¿Por dónde vendrán? -se preguntó Amadís.

– Oh, pueden llegar por cualquier lado. Basta con que se hayan equivocado de camino -girando sobre sí mismo, el arqueólogo observó con atención y se detuvo, cuando el plano de simetría cortó la línea de los polos-. Por allí -dijo, señalando al norte.

– ¿Dónde queda eso? -preguntó Dudu.

– Abra bien sus relicarios -dijo Ata, utilizando la jerga arqueológica.

– Ya veo -dijo Amadís-. Sólo viene un coche. Debe de ser el del profesor Mascamangas -no se distinguía todavía nada más que un brillante puntito verde y, detrás, una polvareda-. Llegan puntuales.

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