Boris Vian - El otoño en Pekín

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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– Eso no tiene ninguna importancia -dijo Atanágoras.

– Ah, ¿no? Y ¿el reloj de fichar la entrada y la salida?

– Pero ¿no viene con el material?

– Sí -dijo Amadís-, pero, mientras no llegue, yo mismo haré de reloj fichador.

Atanágoras le contempló con estupefacción.

– Pero ¿qué estómago tiene usted?

– Uno normal, lleno de porquerías, como el de todo el mundo -dijo Amadís, volviéndose hacia la dirección contraria-, de tripas y de mierda. Ahí están los otros -anunció.

– ¿Vamos a su encuentro? -propuso Atanágoras.

– Es imposible. Vienen en direcciones opuestas.

– ¿No podríamos ir cada uno por un lado?

– ¡Vaya idea, hombre…!, para que se ponga usted a contarles chismes… Ante todo, tengo órdenes que cumplir. Debo recibirlos yo, personalmente.

– Perfecto -dijo Atanágoras-. Me voy y déjeme en paz de una puñetera vez.

Y dejó allí plantado a un Amadís aturdido, cuyos pies comenzaron a echar raíces, ya que, bajo la capa superficial de arena, en aquel terreno todo prendía rápido. Después, Atanágoras descendió la duna, dirigiéndose al encuentro del convoy más numeroso.

Mientras tanto, el vehículo del profesor Mascamangas avanzaba a gran velocidad entre hoyos y montículos. El interno, doblado en tres a causa de sus náuseas, apretaba la cara contra una toalla mojada, hipado con la más abyecta inconveniencia. Mascamangas, que no se dejaba abatir por tan poca cosa, canturreaba alegremente una cancioncilla americanoide, titulada Show me the way to go home, totalmente apropiada a la circunstancia tanto por su letra como por su música. En la cima de una gran elevación del terreno, encadenó hábilmente con Taking a chance for love, de Vernon Duke, y el interno gimió como para compadecer a un traficante de cañones contra el granizo. Luego, Mascamangas aceleró durante la bajada y el interno enmudeció, ya que no le era posible gemir y vomitar al mismo tiempo, grave carencia debida a una educación demasiado burguesa.

Con un último ronquido del motor y un último estertor del interno, Mascamangas frenó por fin ante Amadís, que seguía, con mirada enfurecida, la progresión del arqueólogo hacia el convoy.

– Buenos días -dijo Mascamangas.

– Buenos días -dijo Amadís.

– Gruahaaa… -dijo el interno.

– Ha llegado usted a su hora -testimonió Amadís.

– No -dijo Mascamangas-, he llegado con anticipación. Al grano, ¿por qué no lleva usted camisas amarillas?

– Son horribles -dijo Amadís.

– Sí -dijo Mascamangas-, reconozco que con ese color terroso que tiene usted sería un desastre. Únicamente se lo pueden permitir los hombres guapos.

– ¿Se considera usted un hombre guapo?

– Ante todo, podría usted darme el título que me corresponde. Soy el profesor Mascamangas y no un cualquiera.

– Cuestión accesoria. En todo caso, yo encuentro a Dupont más guapo que a usted.

– Profesor -completó Mascamangas.

– Profesor -repitió Amadís.

– O doctor, como quiera. Supongo que es un pederasta, ¿no?

– ¿Es que no le pueden gustar a uno los hombres sin ser pederasta? -dijo Amadís-. En el fondo, son todos ustedes unos mierdas…

– Y usted es un grosero indecente -dijo Mascamangas-. Afortunadamente no estoy a sus órdenes.

– Usted está a mis órdenes.

– Profesor -dijo Mascamangas.

– Profesor -repitió Amadís.

– No -dijo Mascamangas.

– ¿Cómo que no? -dijo Amadís-. Digo lo que usted me dice que diga y a continuación me dice usted que no diga lo que digo.

– Que no, que yo no estoy a sus órdenes.

– Sí.

– Sí, profesor -dijo Mascamangas y Amadís lo repitió-. Tengo un contrato y no estoy a las órdenes de nadie. Es más, soy yo quien da las órdenes desde el punto de vista sanitario.

– No me habían advertido, doctor -dijo Amadís, poniéndose lisonjero.

– Ah -dijo el profesor-, ya veo que se me está usted acaramelando.

Amadís se pasó la mano por la frente; comenzaba a tener mucho calor. El profesor Mascamangas se acercó a su coche y ordenó:

– Venga a ayudarme.

– Imposible, profesor -contestó Amadís-. El arqueólogo me ha dejado aquí plantado y no puedo trasplantarme.

– No diga idioteces. Eso es sólo una manera de escribir las cosas.

– Usted ¿cree? -dijo Amadís, con ansiedad.

– ¡Uuu…! -dijo el profesor, soplando bruscamente la cara de Amadís, quien, lleno de miedo, salió corriendo-. ¡¿Lo ve usted?! -le gritó Mascamangas.

Amadís volvió a aproximarse, con expresión envenenada.

– ¿Puedo ayudarle, profesor? -propuso.

– ¡Por fin se comporta usted convencionalmente! Coja eso -y le lanzó a los brazos una enorme caja.

Amadís recibió la caja, se tambaleó y la dejó caer sobre su pie derecho. Un minuto después ofrecía al profesor una imitación realmente convincente del flamenco gomoso posado sobre una pata.

– Bien -dijo Mascamangas, colocándose de nuevo frente al volante-. Bájela usted hasta el hotel y allí nos volveremos, a encontrar -zarandeó al interno, que acababa de amodorrarse-. ¡Eh, usted, que ya hemos llegado!

– ¡Ah…! -suspiró el interno, con una expiración en su rostro de gozo beatífico.

Y luego el coche bajó en tromba la duna y el interno volvió a zambullirse precipitadamente en su repugnante toalla. Amadís les vio alejarse y, cojeando, intentó cargarse la caja sobre los hombros. Por desgracia, tenía curva la espalda.

VIII

Atanágoras caminaba al encuentro del convoy con pasos menudos, que hacían juego con sus puntiagudos zapatos, cuya caña de paño amarillento dotaba a estos soportes de una dignidad de tiempos ya idos. Su calzón corto, de tejido invernal, ofrecía a sus rodillas huesudas el triple del espacio necesario para entrar sin dificultad y su camisa caqui, descolorida por los malos tratos, se le ablusaba en la cintura. Nada de casco colonial, que permanecía siempre colgado en la tienda, razón por la cual Atanágoras no lo llevaba nunca. Pensaba en la insolencia de Amadís y en cómo el mozo merecía una lección, o muchas, y, aun así, resultarían inútiles. Iba mirando al suelo, como es costumbre entre los arqueólogos, gente que no puede andar descuidada, porque con frecuencia un hallazgo es fruto del azar y el azar por lo regular corretea a ras de tierra, tal como testimonian los escritos del monje Ortopompa, quien vivió en el siglo x, en un convento de barbudos del que llegó a ser el superior, puesto que era el único que sabía caligrafiar. Atanágoras recordaba el día en que Lardier le descubrió la presencia en la región del tal Amadís Dudu y el destello de esperanza que se le encendió en la sesera, si es ahí donde se enciende, mantenido por el posterior descubrimiento del restaurante y que su última conversación con Amadís acababa de reducir -al destello- a su inicial estado de extinción.

Ahora, aquel convoy venía a levantar un poco el polvo de Exopotamia, a traer cambios, gentes simpáticas quizá. A Atanágoras le costaba muchísimo discurrir, ya que es costumbre que se pierde muy rápidamente en el desierto; y ésta era la causa de que sus ideas se revistiesen de expresiones cursis, en el estilo de destellos de esperanza, esperanzas encendidas, y todo lo demás a la altura de su caletre.

Así pues, mientras iba sin perder de vista al azar y al ras de tierra, mientras pensaba en el monje Ortopompa y en los próximos cambios, percibió un trozo de piedra medio cubierto de arena. Y que estuviese medio cubierto permitía conjeturar que tenía continuación, tal como descubrió cuando, arrodillándose, trató inútilmente de arrancarlo, ya que excavó alrededor sin encontrarle el final. Propinó un seco martillazo al granito liso y de inmediato colocó una oreja sobre la superficie templada por el sol, uno de cuyos rayos de tipo medio acababa de caer un poco antes sobre aquel lugar. Oyó cómo el sonido se divertía y se extraviaba por lejanas prolongaciones de la piedra y comprendió que encontraría allí grandes cosas. Para poderlo hallar de nuevo, localizó el sitio con arreglo a la posición del convoy y cuidadosamente volvió a recubrir de arena la deteriorada esquina del monumento. Apenas había terminado, cuando pasó frente a él el primer camión, cargado de cajas. El segundo venía muy cerca, cargado también con equipajes y materiales para las obras. Se trataba de enormes camiones, de varias decenas de mensuras de longitud, y producían un ruido jovial; los carriles y las herramientas repiquebailaban a sacudidas entre los adrales entoldados. El trapo rojo, atrás, danzó ante los ojos del arqueólogo. Un tercer camión avanzaba, un poco retrasado, cargado de gente y de equipajes, y por último, un taxi amarillo y negro, cuya bandera bajada desanimaba al más desconsiderado. Atanágoras vislumbró a una guapa muchacha dentro del taxi y saludó con la mano. Un poco más allá el taxi se detuvo, con aire de esperarle. Atanágoras se apresuró.

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