Boris Vian - El otoño en Pekín

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El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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Atanágoras, tragando saliva con esfuerzo, desembragó el contacto y la máquina fue deteniéndose poco a poco, con el sonido languideciente de una sirena que enmudece.

Los dos hombres y la mujer se volvieron y, al ver a Atanágoras, se acercaron a él. Reinaba en esos momentos un expresivo silencio sobre el final de la galería.

– La han encontrado -dijo Atanágoras, quien estrechó, una tras otra, las manos que los hombres le tendían y atrajo hacia sí a la muchacha-. ¿Estás contenta, Cobre?

La muchacha sonrió en silencio. Tenía negros los cabellos y los ojos, y la piel, de un extraño color terroso oscuro. Las puntas, casi violetas, de sus pechos, se erguían agudas en la vanguardia de los dos globos bruñidos y duros.

– Asunto terminado -dijo Cobre-. La hemos encontrado, a pesar de todo.

– Ahora ya podréis salir los tres -dijo Atanágoras, acariciando aquella espalda desnuda y cálida.

– Ni hablar -dijo el de la derecha.

– Y ¿por qué, Bertil? -preguntó Atanágoras-. Quizás a tu hermano le apetezca salir.

– No -contestó Brice-. Yo también prefiero seguir excavando.

– ¿Han encontrado alguna otra cosa? -preguntó Lardier.

– Están en ese rincón -contestó Cobre-. Algunas vasijas, unas lámparas y un pernucleto.

– Ya veremos todo eso más tarde -dijo Atanágoras y añadió dirigiéndose a Cobre-: Vente conmigo.

– Sí -dijo la muchacha-, me apetece mucho. Y sin que sirva de precedente.

– Tus hermanos hacen mal. Deberían tomar un poco de aire.

– Con el de aquí tenemos bastante -contestó Bertil-. Y, además, queremos ver qué hay ahí.

Su mano, tanteando la máquina, buscó el contacto. Apretó el botón negro. La máquina emitió un gruñido blando, ambiguo, que se consolidó y adquirió potencia, al tiempo que se transformaba en una nota aguda.

– ¡No se maten a trabajar! -gritó Atanágoras por encima del estruendo.

Los dientes acerados volvían a arrancar al revoque un polvo espeso, absorbido de inmediato por los aspiradores.

Brice y Bertil movieron la cabeza, sonriendo.

– Esto marcha -dijo Brice.

– Hasta luego -se oyó aún decir al arqueólogo, que después de haber dado media vuelta, se alejaba.

Cobre, que le había seguido, se cogió de su brazo. Caminaba con paso grácil y atlético; cuando cruzaba ante las lámparas eléctricas, brillaba su piel naranja. Martín Lardier les seguía, impresionado, a pesar de sus costumbres, por las curvas de la grupa de la muchacha.

Anduvieron en silencio hasta la glorieta en la que confluían todas las galerías. Cobre, soltándose del brazo de Atanágoras, se acercó a una especie de nicho y sacó algunas ropas. Se quitó la corta falda de trabajo y se puso una camiseta de seda y unos blancos pantalones cortos. Atanágoras y Martín se volvieron de espaldas, el primero por decoro, el segundo para no engañar a Dupont ni siquiera con el pensamiento, ya que, bajo la falda. Cobre no llevaba nada. Y es que, efectivamente, allí no necesitaba llevar nada.

Tan pronto como estuvo dispuesta, reemprendieron su rápido avance y se introdujeron a contrapelo por el pozo de entrada. Martín pasó el primero y Atanágoras cerraba la marcha.

Al salir a la superficie, Cobre se desperezó. A través de la fina seda se distinguían los parajes más oscuros de su busto, hasta el punto de que Atanágoras rogó a Martín que dirigiese hacia otra parte el haz de la linterna eléctrica.

– Qué tiempo tan bueno hace… -murmuró Cobre-. Está todo tan tranquilo aquí, en el exterior… -el eco de un lejano choque metálico resonó prolongadamente sobre las dunas-. ¿Qué ha sido eso?

– Hay novedades -dijo Atanágoras-. Tenemos un montón de recién llegados. Vienen a construir un ferrocarril.

Se acercaban a la tienda.

– ¿Cómo son? -preguntó Cobre.

– Hay dos hombres -dijo el arqueólogo-. Dos hombres y una mujer. Y, además, obreros, niños y Amadís Dudu.

– ¿Cómo es Amadís Dudu?

– Un inmundo pederasta… -dijo Atanágoras y se interrumpió.

Había olvidado que Martín estaba allí. Pero no, Martín acababa de dejarlos, para reunirse en la cocina con Dupont. Atanágoras dio un suspiro de alivio.

– Como comprenderás, no me gusta vejar a Martín.

– Y ¿esos dos hombres?

– Uno está muy bien. La mujer ama al otro. Pero el que está muy bien ama a la mujer. Se llama Angel. Es guapo.

– Es guapo… -dijo Cobre lentamente.

– Sí -confirmó el arqueólogo-. Pero ese tipejo de Amadís… -tuvo un estremecimiento-. Ven a tomar algo. Vas a coger frío.

– Estoy bien -murmuró Cobre-. Angel… Es un nombre divertido.

– Sí, todos ellos tienen nombres divertidos.

El fotóforo lucía a plena potencia sobre la mesa y la entrada de la tienda, cálida y acogedora, los recibía con la boca abierta.

– Pasa -dijo Atanágoras, impulsando a Cobre.

Cobre entró.

– Hola -dijo el abad Petitjean, que estaba sentado a la mesa y que, al ver a Cobre, se levantó.

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– ¿Cuántas balas de cañón son necesarias para destruir la ciudad de Lyon? -prosiguió el abad, dirigiéndose a rienda suelta al arqueólogo, que acababa de entrar en la tienda detrás de Cobre.

– Once -contestó Atanágoras.

– Leñe, no; son demasiadas. Diga tres.

– Tres -repitió Atanágoras.

El abad cogió su rosario y lo rezó tres veces seguidas a toda velocidad. Luego, lo dejó colgar de nuevo. Cobre se había sentado en la cama de Ata, mientras éste miraba, estupefacto, al cura.

– ¿Se puede saber qué hace usted en mi tienda?

– Acabo de llegar -explicó el abad-. ¡Vamos a jugar a remoquetes y galanteos!

– ¡Oh, qué monería! -exclamó Cobre, aplaudiendo-. ¡Juguemos a remoquetes y galanteos!

– Yo no debería dirigirle la palabra -dijo el abad-, ya que es usted una criatura impúdica, pero, ¡condenación!, qué pechos tiene usted…

– Gracias -dijo Cobre-. Ya lo sé.

– Estoy buscando a Claude Léon, que debió de llegar hace unos quince días aproximadamente. Yo soy el inspector regional. Les dejaré mi tarjeta de visita. En esta región no escasean los ermitaños, pero bastante lejos de aquí. Por el contrario, Claude Léon debe encontrarse muy cerca.

– Yo no lo he visto -dijo Atanágoras.

– Eso espero -dijo el abad-. Según el reglamento, un ermitaño no puede abandonar su ermita, salvo que esté formalmente autorizado mediante dispensa especial del inspector regional competente -y proclamó-: Ese soy yo. Uno, dos y tres, al escondite inglés…

– Cuatro, cinco, seis, me esconderé tras usted -concluyó Cobre, que no había olvidado el catecismo.

– Gracias -dijo el abad-. Como iba diciendo, es probable que Claude Léon no se encuentre lejos de aquí. Vayamos todos juntos a buscarlo.

– Habría que tomar algo antes de salir -dijo Atanágoras-. Tú no has comido nada, Cobre, y eso no es razonable.

– Me apetece mucho un sándwich -dijo Cobre.

– ¿Bebería usted un cointreau, señor abad?

– Ni hablar de cointreau, mi religión me lo prohíbe -dijo el abad-. Pero me firmaré una revocación, si ustedes no tienen inconveniente.

– Faltaría más… -dijo Atanágoras-. Yo voy a buscar a Dupont. ¿Necesita papel y pluma?

– Utilizo impresos -dijo el abad-. Llevo siempre conmigo un talonario con matriz y, de esa manera, puedo saber cómo van mis asuntos.

Atanágoras salió y giró a la izquierda. La cocina estaba muy cerca. Abrió la puerta sin llamar y encendió su mechero, a cuya parpadeante luz vislumbró la cama de Dupont y, durmiendo en ella, a Lardier. Las mejillas de Lardier mostraban dos patentes y secos regueros y, como suele decirse, gruesos sollozos henchían su pecho. Atanágoras se inclinó sobre él.

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