– ¿Dónde está Dupont?
Lardier se despertó y rompió a llorar. Había oído dentro de su somnolencia la pregunta de Ata.
– No estaba aquí. Se ha ido.
– Vaya, vaya… Y ¿sabe usted dónde estará ahora?
– Con esa zorra de Amadís seguramente -sollozó Lardier-. Me las pagará, la pazpuerca esa.
– Vamos, Lardier -dijo Atanágoras, con severidad-. Después de todo, usted y Dupont no están casados.
– Claro que sí -dijo Lardier acremente, dejando de llorar-. Cuando llegamos aquí rompimos juntos un puchero, como en Nuestra Señora de París, y el puchero se rompió en once pedazos. Está casado conmigo y lo estará durante seis años más.
– En primer lugar -dijo el arqueólogo-, hace usted mal en leer Nuestra Señora de París, porque es un viejo novelón, y, en segundo lugar, eso del puchero es un matrimonio igual que yo obispo. A mayor abundamiento, ya me estoy hartando de oír sus jeremiadas. Me copiará usted el capítulo primero del mencionado libro, escribiendo con la zurda y de derecha a izquierda. Y, por último, dígame dónde está la botella de cointreau.
– En el aparador -dijo Lardier, tranquilizado.
– Ahora, a dormir -Atanágoras, acercándose a la cama, remetió la sábana y le pasó a Martín una mano por el pelo-. Quizá haya ido, sencillamente, a hacer un recado.
Lardier se sorbió los mocos, sin decir nada. Parecía un poco más sosegado.
El arqueólogo encontró en el aparador la botella de cointreau sin ninguna dificultad, junto a un bocal de langostas verdes en tomate. Cogió tres vasitos de gracioso diseño, descubiertos unas semanas antes en el curso de una excavación fructífera, y de los que pensaba que, hacía unos miles de años, habían sido utilizados por la reina Neferáspid como lavaojos para lavatorios calmantes. Dispuso elegantemente el conjunto sobre una bandeja. A continuación preparó un grueso sándwich para Cobre, lo añadió al resto de la impedimenta y, enarbolando la bandeja, regresó a la tienda.
El abad, sentado en la cama, le había entreabierto la camiseta a Cobre y miraba dentro con una persistente atención.
– Es muy interesante esta joven -comentó, al ver entrar a Atanágoras.
– Ah, ¿sí? -dijo el arqueólogo-. Y ¿con respecto a qué especialmente?
– Dios mío -dijo el abad-, no se puede decir respecto a qué especialmente. Por su conjunto, quizá. Pero indudablemente, también por sus diversas partes constitutivas.
– ¿Se ha firmado usted una revocación para el reconocimiento? -preguntó Ata.
– Disfruto de una autorización permanente -dijo el abad-. Resulta necesaria en mi profesión.
Cobre reía, despreocupada. No se había vuelto a abrochar la camiseta. Atanágoras, sin poder contener una sonrisa, colocó la bandeja en la mesa y ofreció el sándwich a Cobre.
– ¡Qué vasitos más pequeños! -exclamó el abad-. Da lástima haber malgastado para esto una hoja de mi talonario. Tanquam adeo fluctuar nos mergitur.
– Et cum spiritu tuo -contestó Cobre.
– Rompe los cepillos y embólsate las limosnas -remataron a coro Atanágoras y el abad.
– ¡Como me llamo Petitjean, que me place encontrar a gente tan religiosa como ustedes!
– Nuestro oficio nos obliga a conocer tales cosas -explicó Atanágoras-. Aunque nosotros más bien somos incrédulos.
– Me tranquiliza usted -dijo Petitjean-. Empezaba a sentirme en estado de pecado volátil. Pero ya se me ha pasado. Vamos a ver si este cointreau no está avinagrado.
Atanágoras destapó la botella y llenó los vasos. Levantándose de la cama, el abad cogió uno, observó, olió y se lo bebió de un trago.
– ¡Hum! -dijo, tendiendo de nuevo el vasito.
– ¿Qué le parece? -preguntó Atanágoras, volviéndoselo a llenar.
El abad bebió una segunda copa y meditó.
– Inmundo. Sabe a petróleo.
– Entonces -dijo el arqueólogo-, es que me he equivocado de botella. Como las dos son iguales…
– No se disculpe. Incluso, es soportable.
– Es petróleo del bueno -aseguró el arqueólogo.
– ¿Me permite que salga a vomitar? -solicitó Petitjean.
– Se lo ruego. Yo voy a buscar la otra botella.
– Dése prisa. Lo horrible es que el petróleo me pasará otra vez por la boca. A cerrar los ojos y a aguantar…
El abad escapó despendolado. Cobre, tumbada en la cama y con las manos cruzadas en la nuca, reía. Sus negros ojos y sus dientes perfectos enganchaban al vuelo los fulgores de la lámpara. Atanágoras, que dudaba aún, oyó los espasmos de Petitjean y su rostro apergaminado se desarrugó totalmente.
– Es simpático.
– Es idiota -dijo Cobre-. Pero realmente, ¿es cura? Bueno, parece un pillo y es bastante hábil con las manos.
– Tanto mejor para ti -dijo el arqueólogo-. Voy a buscar el cointreau. Pero espera, a pesar de todo, hasta que hayas visto a Angel.
– Claro que sí -dijo Cobre.
El abad apareció de nuevo.
– ¿Puedo entrar? -preguntó.
– Sin duda alguna -dijo Atanágoras, echándose a un lado para dejarle pasar y saliendo después con la botella de petróleo en una mano.
El abad se sentó en una silla de lona.
– No me coloco junto a usted -explicó-, porque huelo a vomitona. He puesto perdidos mis elegantes zapatos de hebillas. Vergonzoso. ¿Qué edad tiene usted?
– Veinte años -contestó Cobre.
– Es demasiado -se quejó el abad-. Diga tres.
– Tres.
Una vez más, Petitjean se desgranó tres rosarios con la rapidez de una desgranadora de guisantes. Cuando estaba terminando, regresó Atanágoras.
– ¡Veamos -exclamó el abad- si este nuevo cointreau es capaz de ganarse mi adhesión, adhiriéndose a mi estómago!
– Vaya un chiste tan malo… -opinó Cobre.
– Perdóneme -dijo el abad-. No se puede ser ingenioso a chorro continuo, sobre todo cuando cada tanto uno se dedica a echar el bofe.
– Muy cierto -dijo Cobre.
– Muy justo -dijo Atanágoras.
– ¡Bebamos, pues! Que, luego, tengo que ir a buscar a Claude Léon.
– ¿Le podemos acompañar? -propuso el arqueólogo.
– Pero… ¿no piensan ustedes dormir esta noche?
– Nosotros dormimos poco -explicó Atanágoras-. Eso de dormir hace perder muchísimo tiempo.
– Exacto. Ignoro por qué se lo he preguntado, ya que yo tampoco duermo nunca. Quizá me ha molestado, porque creía que era el único -meditó-. Me ha molestado realmente. Pero, en fin, lo puedo soportar. Sírvame cointreau.
– Aquí lo tiene -dijo Atanágoras.
– ¡Bien! -dijo el abad, colocando su vaso al trasluz fotofórico-, la cosa marcha -bebió un sorbo-. Por lo menos, esto es lo que debe ser. No obstante, después del petróleo, sabe a meada de burro -acabó la copa y, con un gesto de asco, dictaminó-: Vomitivo. A ver si así aprendo a no firmarme revocaciones a tontas y a locas.
– ¿No está bueno? -preguntó, sorprendido, Atanágoras.
– Sí, por supuesto -respondió Petitjean-, pero no tiene más de cuarenta y tres grados. ¿Qué me dice de un Arcabuzazo de noventa y cinco o de uno de esos magníficos alcoholes para desinfectar heridas? Cuando estaba en San Felipe de la Plegadera, esto sólo lo utilizaba como vino de misa. Bien es cierto que me salían unas misas de las que echan fuego, créanme.
– ¿Por qué no se quedó allí? -preguntó Cobre.
– Porque me dieron la patada. Me nombraron inspector. A eso se le llama traslado forzoso como yo me llamo Petitjean.
– Pero ese nombramiento le permite a usted viajar -dijo Atanágoras.
– Sí -dijo el abad-, estoy muy contento. Vamos a buscar a Claude Léon.
– Vamos -dijo Atanágoras.
Cobre se levantó. El arqueólogo colocó una mano sobre la llama del fotóforo, la aplastó suavemente y, moldeándola, le dio la forma de una lamparilla. Luego, los tres abandonaron la oscura tienda.
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