Boris Vian - El otoño en Pekín

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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Una vez más, Angel se inclinó sobre el tablero. Así era, no cabía la menor duda, si aplicaba los datos que le había proporcionado Amadís Dudu. Sacudió la cabeza y abandonó el tiralíneas. Se desperezó y con paso cansino se dirigió hacia la puerta.

– ¿Se puede?

Al oír la voz de Angel, Ana levantó la cabeza.

– Adelante. Hola, viejo.

– Buenos días -dijo Angel-. ¿Cómo llevas eso?

– Ya está casi terminado.

– Yo me he tropezado con una pega fenomenal.

– ¿Qué pega? -preguntó Ana.

– Será necesario expropiar a Barrizone.

– ¿Hablas en serio? -dijo Ana-. Pero ¿estás seguro?

– Segurísimo. He revisado dos veces este lío.

Ana examinó los cálculos y el trazado.

– Tienes razón. La vía va a pasar exactamente por en medio del hotel.

– ¿Qué se puede hacer? -dijo Angel-. Habrá que desviarla.

– Amadís se negará.

– ¿Vamos a preguntárselo?

– Vamos -dijo Ana, que irguió su pesado cuerpo y echó atrás la silla-. Vaya tomadura de pelo…

– Sí -dijo Angel, saliendo detrás de Ana.

Al otro lado de la puerta de Amadís sonaba la gritería de su voz y las secas explosiones de la máquina de escribir. Ana dio dos golpes.

– ¡Entre! -rugió Amadís.

La máquina se detuvo. Ana y Angel entraron y Angel cerró la puerta.

– ¿Qué pasa? -preguntó Amadís-. No me gusta que me interrumpan.

– El asunto, que no marcha -dijo Ana-. Según los datos que nos ha dado usted, la vía va a cortar el hotel por la mitad.

– ¿Qué hotel?

– Este. El hotel Barrizone.

– Bueno -dijo Amadís-, y eso ¿qué importa? Se procederá a la expropiación.

– ¿No se la podría desviar?

– Amigo mío, usted está loco. ¿Quiere decirme qué necesidad tenía Barrizone de instalarse en pleno centro del desierto, sin considerar las molestias que podía causar a la gente?

– El hotel no molestaba a nadie -argumentó Angel.

– Ya está usted viendo que sí -rearguyó Amadís-. Señores, a ustedes se les paga para que hagan cálculos y planos. ¿Están hechos?

– Estamos con ellos -dijo Ana.

– Pues bien, si aún no han acabado, termínenlos de una vez. Someteré este asunto al Gran Consejo de Administración, pero queda fuera de duda que el trazado previsto ha de ser mantenido -se volvió hacia Rochelle-. Sigamos, señorita.

Angel miró a Rochelle. A la luz filtrada por la cortina, tenía una expresión suave y normal, pero la fatiga le desorbitaba un poco los ojos. Rochelle sonrió a Ana. Los dos muchachos abandonaron el despacho de Amadís.

– Y ¿ahora? -dijo Angel.

– Ahora, a continuar con la tarea -dijo Ana, levantando los hombros-. En el fondo, ¿qué importa?

– Nada, claro está -murmuró Angel.

Deseó entrar en el despacho de Amadís, matarlo y besar a Rochelle. El entarimado sin barnizar del pasillo olía a lejía y por sus junturas rebosaba la arena amarilla. En el otro extremo del pasillo, frente a la ventana, una pesada rama de hepotriopo era agitada por una débil corriente de aire. Angel experimentó de nuevo aquella sensación de despertarse, que había sentido la noche de la visita a Claude Léon.

– Estoy harto -dijo Angel-. Vamos a dar un paseo.

– ¿Ahora?

– Olvídate de los cálculos. Vente a dar una vuelta.

– Hay que terminarlos, a pesar de todo.

– Ya los terminaremos luego.

– Estoy hecho migas -dijo Ana.

– Tú tienes la culpa.

– Yo tengo la culpa -Ana sonrió con fruición-, pero no toda. Se trata de un juego de dos.

– Con no haberla traído… -dijo Angel.

– Menos sueño tendría.

– No estás obligado a acostarte con ella todas las noches.

– A Rochelle le gusta -dijo Ana.

Angel dudó antes de hablar.

– A Rochelle le gustaría con cualquiera.

– Creo que no -opinó Ana y, después de pensar durante un instante, añadió sin vanidad-: Preferiría que lo hiciese un poco con cualquiera y que me dejase indiferente. Pero sólo quiere hacerlo conmigo. Y, además, no me dejaría indiferente.

– ¿Por qué no te casas con ella?

– Bueno -dijo Ana-, porque llegará un momento en que me dejará indiferente. Estoy esperando ese momento.

– Y ¿si no llega?

– Podría no llegar, si ella fuese la primera mujer en mi vida. Pero siempre se produce una especie de degradación. A la primera la amas mucho, pongamos que durante dos años. Y después, llega el momento ese y descubres que ya no te hace el mismo efecto.

– ¿Por qué? -dijo Angel-. Si la sigues amando…

– Te lo aseguro es así. Puede durar incluso más de dos años, o menos, si elegiste mal. Te das cuenta entonces de que otra te hace el efecto que te hacía la primera. Pero la segunda vez sólo dura un año. Y así sucesivamente. Puedes ver siempre a la primera, fíjate, seguir queriéndola y acostarte con ella, pero ya no es lo mismo. Se convierte en una especie de acto reflejo.

– No me interesan tus manejos -dijo Angel-. No creo estar hecho de esa pasta.

– Por mucho que te empeñes, todos somos así, como yo te digo. De hecho, nadie necesita a ninguna mujer concreta.

– Quizá físicamente, no.

– No -dijo Ana-, no sólo físicamente; incluso intelectualmente, ninguna mujer es insustituible. Son demasiado cuadradas.

Angel calló. Permanecían en el pasillo, Ana apoyado en la jamba de la puerta de su despacho. Angel lo miró, respiró hondo y dijo:

– Y ¿eres tú quien dice esas cosas…? ¿Eres tú, Ana?

– Sí -dijo Ana-. Estoy convencido.

– Si Rochelle fuese mía -dijo Angel-, si ella me amase, jamás tendría necesidad del amor de ninguna otra mujer.

– Al cabo de dos, tres o cuatro años, sí. Y si para entonces ella aún te siguiese amando de la misma manera, serías tú el que te las arreglarías para cambiar.

– Para cambiar ¿qué?

– Para que ella dejase de amarte.

– Yo no soy como tú -dijo Angel.

– Carecen de imaginación -dijo Ana- y creen ser suficientes para llenar una vida. Pero existen muchas otras cosas.

– No -dijo Angel-. Yo también hablaba así, antes de conocer a Rochelle.

– Nada ha cambiado. Lo que era verdad no ha dejado de ser verdad, porque tú hayas conocido a Rochelle. Existen tantas cosas… Existe, por ejemplo, esa hierba verde y puntiaguda. Y tocarla y sentir cómo cruje entre tus dedos la concha de uno de esos caracoles amarillos y coger un puñado de esa cálida y seca arena y observar los granos brillantes de que se compone y sentirlos fluir entre tus manos. O ver un raíl, azul y desnudo y gélido, que resuena con un sonido claro, o ver cómo escapa por una tobera un chorro de vapor, o…, o ¿qué sé yo…?

– Y ¿eres tú quien dice esas cosas, Ana…?

– O ese sol y lo que haya dentro, ¿quién sabe?, de sus zonas negras… O los aviones del profesor Mascamangas, o una nube, o excavar la tierra y encontrar cosas. O escuchar una canción.

Angel cerró los ojos.

– Déjame a Rochelle -suplicó-. Tú no la amas.

– La amo -dijo Ana-. Pero no puedo hacer nada más, ni prescindir de todo lo que existe. Te la dejo, si tú quieres. Pero ella no quiere. Ella quiere que siempre esté pensando en ella, que sólo viva en función de ella.

– Aun así… -dijo Angel-. Confiesa lo que de verdad le interesa a Rochelle.

– Que el mundo entero, salvo ella y yo, estuviese muerto, abrasado. Que todo se hundiese y sólo quedásemos ella y yo en el mundo. Que yo ocupase el puesto de Amadís Dudu, para poder ser mi secretaria.

– Pero tú la estás destruyendo…

– ¿Te gustaría ser tú quien la destruyeses?

– Yo no la destruiría -dijo Angel-. Ni siquiera la tocaría. La besaría únicamente y la colocaría desnuda sobre un lienzo blanco.

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