Boris Vian - El otoño en Pekín

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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Así pues, el Consejo empezó. Sólo faltaba uno de sus miembros, impedido de asistir y que se personó dos días más tarde a presentar sus excusas; pero el ujier fue severo.

5)

– Señores, nuestro abnegado secretario tiene la palabra.

– Señores, antes de comunicarles los resultados brutos de las obras durante estas primeras semanas, quiero dar lectura por mí mismo, al hallarse ausente el informante, del informe felizmente enviado desde Exopotamia dentro del plazo señalado, por lo que deseo rendir aquí homenaje a tanta prudencia, que tanto honra tanta capacidad previsora, ya que nadie está libre de un contratiempo.

– ¡Completamente de acuerdo!

– ¿De qué se trata?

– De lo que usted bien sabe.

– ¡Ah, sí!, ya me acuerdo.

– Señores, he aquí el informe en cuestión: «A pesar de las dificultades de todo orden, los esfuerzos y la destreza del director técnico Amadís Dudu han conseguido la instalación de todo el material necesario, sin que sea preciso insistir en la capacidad de sacrificio y de abnegación, junto a la audacia y a la pericia profesional, del director técnico Dudu, ya que las enormes dificultades encontradas, así como la solapada cobardía y la malignidad de los agentes ejecutivos, de los ingenieros y de los elementos en general, con la excepción del capataz Arland, han hecho que esta tarea, casi imposible, únicamente haya podido ser llevaba a cabo gracias a él.»

– Completamente de acuerdo.

– Es un informe excelente.

– No he cogido nada. ¿De qué se trata?

– De lo que usted bien sabe.

– ¡Ah, claro que sí! Páseme sus postales.

– Señores, se ha presentado una circunstancia, que no ha podido resolverse mediante un remedio de urgencia o una modificación improvisada. Se trata de la existencia sobre el terreno y justamente en el eje de la futura vía de un llamado hotel Barrizone y que, según propone nuestro director Dudu, es necesario expropiar y, después, destruir parcialmente con arreglo a los medios más convenientes.

– ¿Sabe usted qué es una lucífera?

– ¡Fíjese qué postura, es para caerse de espaldas!

– Creo que debemos dar nuestra aprobación.

– Señores, se va a proceder a una votación a mano alzada.

– Es inútil.

– Todos estamos completamente de acuerdo.

– Señores, Barrizone, por lo tanto, será expropiado. Nuestro secretario se ocupará de los trámites a seguir. Dado que se trata de una obra de utilidad pública la tramitación del expediente expropiatorio será rápida y sencilla.

– Señores, propongo un voto de felicitación al autor del informe que se acaba de leer y que no es otro sino que nuestro director técnico Amadís Dudu.

– Señores, creo que estarán todos ustedes de acuerdo en que se dirija una comunicación a Dudu felicitándole, como ha propuesto nuestro eminente colega Marion.

– Señores, de conformidad con los términos del informe, la actitud de los subordinados de Dudu resulta nefanda. Opino que sería atinado rebajarles el sueldo en un veinte por ciento.

– Se podría aplicar esa cantidad que nos ahorramos a la nómina del señor Dudu, en concepto de mejora de su plus de distancia.

– Señores, Dudu se negará, con toda certeza, a aceptar nada en tal sentido.

– Completamente de acuerdo.

– Y, encima, eso que nos ahorramos.

– ¿Tampoco le subimos a Arland?

– No hace ninguna falta. Esa clase de hombres, ante todo tienen conciencia de su propia conciencia.

– Pero, naturalmente, a los otros se les rebaja el sueldo.

– Señores, todos estos acuerdos adoptados serán consignados por el secretario en el acta de la reunión. Siguiendo con el orden del día, ¿hay algún ruego, o alguna pregunta, que hacer?

– ¿Qué me dice usted de esta postura?

– ¡Que es para caerse de espaldas!

– Señores, se levanta la sesión.

IV

Cogidos del brazo, Cobre y Atanágoras seguían a paso largo el camino abierto por las huellas, en dirección al hotel Barrizone. Brice y Bertil se habían quedado en la galería, ya que no querían salir antes de haber explorado completamente la inmensa sala, descubierta unos días antes. Las máquinas excavaban incesantemente y aparecían nuevos pasadizos, nuevas salas que se comunicaban a lo largo de avenidas blanqueadas de columnas, y que desbordaban de objetos preciosos, tales como horquillas para el pelo, hebillas y broches de jabón y de bronce maleable, estatuillas votivas, con sus urnas o sin, y montones de vasijas. El martillo de Atanágoras no paraba. Pero el arqueólogo necesitaba descansar un poco y distraerse, y Cobre lo había acompañado.

Subían y bajaban las torneadas pendientes y el sol los envolvía en oro. Percibieron la fachada del hotel, sembrada de rojas flores, en lo alto de la duna desde la que también se dominaba el tajo de las obras del ferrocarril. Los agentes ejecutivos se ajetreaban en torno a las inmensas pilas de carriles y de traviesas. Cobre distinguió las siluetas, más gráciles, de Didiche y de Oliva, que jugaban sobre los maderos apilados. Sin detenerse, Cobre y el arqueólogo entraron en el bar del hotel.

– Hola, La Pipa -dijo Atanágoras.

– Bon giorno -dijo Pippo-. ¿Se faccé la barba questto mañino a las seis horarias?

– No -contestó Atanágoras.

– ¡Maldita puta la que parió a Benedetto…! -exclamó Pippo-. ¿No le da vergüenza, patrón?

– No -dijo Atanágoras-. ¿Cómo va el negocio?

– Pura miseria. Una miseria como para volverse loco. ¡Había que ver qué posición la mía, cuando yo estaba de trinchador jefe en Spa…! Pero aquí… ¡Aquí no hay más que purcos!

– ¿Qué es lo que hay? -preguntó Cobre.

– Purcos, gorrinos, cerdos…

– Danos algo que beber -pidió el arqueólogo.

– Como yo les meta uno de esos pregones retahileros y diplomáticos, los mando hasta Versuvia -dijo Pippo, ilustrando la amenaza con el gesto adecuado, que consistió en extender la mano derecha, con el pulgar doblado sobre la palma.

Atanágoras sonrió.

– Pon dos rossitas.

– Como éstos, patrón.

– Pero ¿qué le han hecho a usted? -se interesó Cobre.

– ¿A mí? -contestó Pippo-. Quieren mandarme la choza a los santos cielos. Sanseacabó. Muerta está -y empezó a cantar:

Cuando Guillermo se olió

Que Vittorio le iba a dar,

A Roma mandó a Bülow

Con recado de pactar.

– Qué bonita canción -dijo el arqueólogo.

Trento, Trieste y el Trentino

Dile a Vittorio que son

Regalos que yo le mando

Y le mando en avión.

Gabriel D'Annunzio cantaba,

Como pájaro que era:

Chi va piano va sano…

– ¿Dónde he oído yo eso? -dijo el arqueólogo.

Chi va piano va lontano

Chi va forte va alla morte.

Evviva la libertá!

Pippo, que tenorizaba con lo que le quedaba de una voz medianamente ronca, fue muy aplaudido por Cobre. Sonaron en el techo unos golpes apagados.

– Y ¿eso qué es? -preguntó el arqueólogo.

– El otro purco -contestó Pippo, con su acostumbrado aire simultáneamente enfurecido y alegre-, Amapolís Dudu. No le gusta oírme cantar.

– Amadís -le corrigió Cobre.

– Amadís, Amapolís o Amadú, ¿qué carajo nos importa?

– ¿Qué cuento es ese de la choza por los aires? -preguntó Ata.

– Es uno de esos cuentos diplomáticos de Amapolís -dijo Pippo-. Me quiere exteriorizar. Como es tan puta, sólo suelta palabras como ése, ¡el muy purco! Ahora va y dice que él no lo había pensado.

– ¿Expropiarte?

– Así se dice. Esa es la palabra terrestre.

– Ya no tendrás que trabajar más -dijo Ata.

– Y ¿qué coño voy a hacer yo con tantas vacaciones?

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