Los ojos de Carlo se entrecerraban, sentía a lo largo de sus brazos todos los movimientos de la barrena de acero y la guiaba sin verla, instintivamente.
A sus espaldas se abría la gran lámina de sombra de la zanja ya excavada, cuyo suelo estaba burdamente nivelado. Y mientras, Carlo y Marin se sumergían cada vez más profundamente en la duna petrificada. Sus cabezas afloraban sobre el borde del terreno que iban cortando y durante unos instantes vislumbraron, allí lejos, en la cima de otra duna, las reducidas siluetas del arqueólogo y de la muchacha color naranja. Luego, los bloques se desprendieron y rodaron a sus pies. Tendrían que detenerse pronto, para sacar la enorme cantidad de tierra acumulada. Los camiones aún no habían vuelto. Los repetidos choques del émbolo de acero contra el vástago de la barrena y la trinchera con una fuerza insoportable, pero ni Marin, ni Carlo los oían ya. Ante sus ojos se extendían verdes y frescas praderas, sobre cuyo césped los esperaban lozanas muchachas desnudas.
Amadís Dudu releyó la comunicación que acababa de recibir y que llevaba el membrete de la Oficina Central y las firmas de dos miembros del Consejo de Administración, uno de los cuales era el presidente. Sus ojos se demoraron en algunas palabras, con una golosa satisfacción, y mentalmente empezó a preparar algunas frases que impresionasen al auditorio. Tenía que reunirlos en el salón principal del hotel Barrizone y cuanto antes, mejor. Preferentemente, al término de la jornada laboral; no preferentemente, con toda seguridad. Y averiguar antes si Barrizone disponía de un estrado. Uno de los apartados de la comunicación concernía al propio Barrizone y a su hotel. Los trámites, cuando una empresa potente anda por medio, van rápidos. Estaban prácticamente terminados los planos del ferrocarril, pero seguían sin balasto. Los camiones buscaban incansablemente; a veces se recibían noticias suyas o uno de ellos surgía de improviso, con su camión, para volver a partir casi de inmediato. Amadís se encontraba algo irritado con aquella historia del balasto, pero no por eso dejaba de tenderse la vía, si bien a cierta distancia del suelo, calzada sobre cuñas. Carlo y Marin no hacían nada, aunque afortunadamente Arland lograba sacar de ellos el máximo provecho y, entre los dos, llegaban a colocar cada día treinta metros de vías. Cuarenta y ocho horas después empezarían a cortar el hotel por la mitad.
Llamaron a la puerta.
– ¡Entre! -ordenó ásperamente Amadís.
– Bon giorno -dijo La Pipa, al entrar.
– Buenos días, Barrizone. ¿Quería usted hablar conmigo?
– Sí. ¿A qué viene que esa putería ferrocarrilera tenga que colocarse exactamente delante de mi hotel? ¿Por qué tengo que joderme yo?
– El ministro acaba de firmar el pertinente decreto de expropiación -dijo Amadís-. Había pensado comunicárselo esta noche.
– No me venga con todas esas historietas diplomáticas y mayúsculas. ¿Cuándo van a quitar de ahí delante la morralla?
– No va a haber más remedio que demoler el hotel, para que pueda pasar por en medio el ferrocarril. He sido encargado de comunicárselo.
– ¿Cómo? -dijo Pippo-. ¿Demoler el famoso hotel Barrizone? Pero si el que prueba una vez mis spaghettis a la boloñesa ya no se olvida de La Pipa en toda su vida…
– Lo lamento, pero el decreto ha sido firmado. Tenga usted en cuenta que se le requisa el hotel por causa de utilidad pública.
– Y yo ¿qué? ¿Qué carajo tengo yo que ver con todo eso? O sea, que no me queda otra que volver de trinchador jefe, eh.
– Se le indemnizará a usted. No inmediatamente, por supuesto.
– ¡Serán purcos…! -susurró Pippo.
Volvió la espalda a Amadís y salió sin cerrar la puerta. Amadís se lo recordó:
– ¡Ciérreme la puerta!
– ¡Ciérresela usted mismo, que para eso ya es suya! -replicó La Pipa, furioso, y se alejó, mascullando maldiciones de claras resonancias meridionales.
Amadís pensó que debía haber requisado también a Pippo al mismo tiempo que el hotel, pero, al ser el procedimiento más complejo, la tramitación habría durado demasiado. Se levantó y, cuando daba una vuelta al despacho, se tropezó con Angel, que había entrado sin llamar y por las buenas.
– Buenos días, señor -dijo Angel.
– Buenos días -contestó Amadís, sin tenderle la mano y volviéndose a sentar, después de haber terminado de dar la vuelta-. Ciérreme la puerta, por favor. ¿Desea usted hablar conmigo?
– Sí -dijo Angel-. ¿Cuándo nos van a pagar?
– Mucha prisa tienen ustedes.
– Necesito dinero y tendríamos que haber cobrado ya hace tres días.
– ¿No se da usted cuenta de que estamos en un desierto?
– En un auténtico desierto no hay ferrocarril.
– Eso es un sofisma -opinó Amadís.
– Será todo lo que usted quiera, pero el 975 pasa con frecuencia.
– Sí, pero no puede confiarse una remesa de fondos a un conductor loco.
– El cobrador no está loco.
– He viajado con él y le aseguro a usted que no es normal.
– No se enrolle -dijo Angel.
– Escuche… -dijo Amadís-. Es usted un chico dispuesto… Físicamente, quiero decir. Tiene usted… un cutis bastante agradable. Por eso mismo, le diré algo que hasta esta noche no va a saber usted.
– Mentira, puesto que me lo va a decir ahora.
– Se lo diré, si realmente resulta usted un muchacho dispuesto. Acérquese.
– Le aconsejo que ni me toque -dijo Angel.
– ¡Ay, mírelo…, cómo se mosquea en seguida…! -gorjeó Amadís-. ¡Vamos, hombre, no se me ponga tan estirado!
– A mí eso no me dice nada.
– Es usted joven. Aún tiene mucho tiempo para cambiar.
– Bueno, me dice usted lo que tenga que decirme o me largo.
– Pues bien…, se les va a rebajar el sueldo en un veinte por ciento.
– ¿A quiénes?
– A usted, a Ana, a los agentes ejecutivos y a Rochelle. A todos, menos a Arland.
– ¡Valiente cerdo el Arland ese! -bufó Angel.
– Si usted me hubiese dado alguna prueba de buena voluntad, lo habría evitado.
– Estoy lleno de buena voluntad. He terminado mi trabajo tres días antes de lo que usted me señaló y casi tengo terminado el cálculo de la estructura de la estación principal.
– No quiero insistir sobre lo que yo entiendo por buena voluntad -dijo Amadís-. Para más aclaraciones, puede usted dirigirse a Dupont.
– ¿Quién es Dupont?
– El cocinero del arqueólogo. Un muchacho dispuesto, el Dupont, pero ¡más puta…!
– Ah, sí; ya sé quién dice usted.
– No. Lo confunde usted con Lardier, que es repugnante.
– Sin embargo… -insinuó Angel.
– De verdad que no; Lardier me repugna. Por otra parte, ha estado casado.
– Comprendo.
– Usted no me puede ni oler, ¿eh? -preguntó Amadís a Angel, que no contestó-. Lo sé muy bien. Sé que les molesta. No acostumbro a hacer confidencias a cualquiera, ya sabe, pero voy a confesarle que me doy perfectamente cuenta de lo que todos ustedes piensan de mí.
– Y ¿qué?
– Que me lo paso por la entrepierna… Sí, soy pederasta. Y ¿qué quieren cambiar ustedes?
– Yo no quiero cambiar nada. En cierto sentido, lo prefiero.
– ¿Por Rochelle?
– Sí -asintió Angel-, por ella. Prefiero que a usted no le interese Rochelle.
– ¿Tan seductor soy? -preguntó Amadís.
– No. Usted es repulsivo, pero es usted su jefe.
– Tiene usted una curiosa manera de quererla.
– La conozco. Por mucho que la quiera, no dejo de ver cómo es.
– ¿Cómo puede querer a una mujer? -Amadís parecía hablar consigo mismo-. ¡Es inconcebible! Con esas cosas blandas que tienen por todas partes…, esa especie de repliegues húmedos… -se estremeció-: ¡Horrible…! -Angel se echó a reír y Amadís añadió-: En fin, de todas maneras no le diga nada a Ana de la disminución del suelo. Se lo he dicho a usted confidencialmente. De mujer a hombre.
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