Boris Vian - El otoño en Pekín

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El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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– Pero, desde el punto de vista intelectual… -comenzó a decir Angel, que trataba de no pensar en las palabras que acababa de pronunciar Rochelle, mientras Rochelle reía.

– Desde el punto de vista intelectual, bastante tengo y me sobra. Cuando termino de trabajar con Dudu, ni se me ocurre mantener conversaciones intelectuales.

– Dudu es idiota.

– En todo caso, conoce su profesión. Y le aseguro que, en cuanto a trabajar, no hay quien le gane.

– Es un guarro.

– Esos tipos así son muy amables con las mujeres.

– Me estomaga.

– Usted sólo piensa en lo físico.

– No es verdad -dijo Angel-. Con usted, sí.

– No sea cargante -dijo Rochelle-. Me gusta mucho hablar con usted, me gusta mucho acostarme con Ana y me gusta mucho trabajar con Dudu. Pero no puedo ni imaginar que usted y yo llegásemos a acostarnos. Me parece obsceno.

– ¿Por qué?

– Le da usted tanta importancia a eso…

– No, le doy importancia a eso con usted.

– No diga esas cosas. Me fastidian…, me empalagan…

– Pero yo la amo.

– Sí, sí, usted me ama, no cabe duda. Y me gusta que me ame. También yo le quiero; como a un hermano, ya se lo he dicho. Pero no puedo acostarme con usted.

– ¿Por qué?

– Después de estar con Ana -Rochelle rió brevemente-, de lo único que una tiene ganas es de dormir.

Angel permaneció callado. Resultaba pesado sujetarla, porque Rochelle caminaba dificultosamente con aquellos zapatos. Observó su perfil. Llevaba un jersey de punto fino, que resaltaba sus pezones, un poco postrados, pero todavía incitantes. Tenía una barbilla vulgar, que a Angel le gustaba más que nada.

– ¿Qué le manda hacer Amadís?

– Me dicta cartas, informes… Siempre tiene trabajo para mí. Comunicaciones sobre el balasto, sobre los agentes ejecutivos, sobre el arqueólogo, sobre cualquier cosa.

– No quisiera que usted… -pero se detuvo a tiempo.

– Que yo ¿qué?

– Nada… Si Ana se marchase, ¿se iría con él?

– ¿Por qué quiere que Ana se vaya? Falta mucho para terminar las obras.

– Bueno -dijo Angel-, no es que yo quiera que Ana se marche. Pero y ¿si dejara de quererle?

Rochelle rió.

– Si usted lo viese, no diría eso.

– No quiero verlo.

– No cabe duda que le resultaría desagradable. A veces, no nos comportamos juiciosamente.

– ¡Cállese! -pidió Angel.

– No sea cargante. Siempre está usted triste. Resulta molestísimo.

– Pero ¡yo la quiero…!

– Sí, sí, sí… Cargante, desde luego. Le mandaré recado, cuando Ana se harte de mí -Rochelle volvió a reír-. ¡Usted va a seguir soltero durante mucho tiempo todavía…!

Angel no contestó. Se aproximaban al hotel, cuando, de repente oyeron un raudo silbido y una estruendosa explosión.

– ¿Qué habrá sido eso? -preguntó distraídamente Rochelle.

– Lo ignoro -dijo Angel.

Se detuvieron para escuchar mejor. Sólo oyeron un amplio y majestuoso silencio y, después, un impreciso tintineo de vidrios.

– Algo ha ocurrido -dijo Angel-. ¡Apresurémonos!

Era un pretexto para estrecharla un poco más.

– Déjeme… -dijo Rochelle-. Adelántese usted a ver qué ha pasado. Yo no puedo andar más de prisa.

Angel, suspirando, apretó el paso, sin volver la cabeza. Rochelle avanzaba con mil precauciones sobre sus tacones demasiado altos. Ahora se distinguían ya sonidos de voces.

Angel vio en la vidriera de la planta baja un agujero de forma singular. El suelo estaba sembrado de pedazos de vidrios. Dentro del salón se movían agitadamente algunas personas. Angel empujó la puerta y entró. Allí estaban Amadís, el interno, Ana y el doctor Mascamangas. Ante el mostrador de recepción yacía el cuerpo de José Barrizone. Le faltaba la mitad superior de la cabeza.

Angel levantó los ojos y descubrió, clavado en el muro frontero a la fachada de vidrio, el Ping 903, que se había incrustado hasta el tren de aterrizaje en los ladrillos. En la superficie superior del ala izquierda había quedado la otra mitad del cráneo, que fue escurriendo suavemente hasta el afilado extremo del ala, desde donde se estrelló contra el suelo, produciendo un sonido sordo, amortiguado por los negros y ensortijados cabellos de Barrizone.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Angel.

– Ha sido el avión -explicó el interno.

– Precisamente me proponía comunicarle -dijo Amadís- que mañana por la tarde los agentes ejecutivos empezarán a cortar el hotel. Quedaban cosas que arreglar. Oiga, esto no hay quien lo aguante.

Amadís parecía dirigirse a Mascamangas. Mascamangas se mesaba nerviosamente la perilla.

– Hay que llevárselo de aquí -dijo Ana-. Ayúdenme.

Ana cogió por los sobacos el cadáver y el interno, por los pies. Ana se dirigió a reculones hacia la escalera, que empezó a subir lentamente. Mantenía todo lo alejada que le era posible la cabeza sangrante de Pippo, cuyo cuerpo se les doblaba y casi arrastraba por los escalones, inerte y desmadejado. Al interno le seguía doliendo mucho la mano.

Amadís, después de una ojeada al salón, miró al doctor Mascamangas. Y a Angel. Rochelle entró muy silenciosamente.

– ¡Ah!, al fin ha llegado usted. ¿Había correspondencia?

– Sí -dijo Rochelle-. ¿Qué ha pasado?

– Nada -contestó Amadís-. Un accidente. Venga conmigo, tengo que dictarle unas cartas urgentes. Ya le explicarán todo esto.

Amadís se dirigió rápidamente hacia la escalera, seguido de Rochelle, a quien la mirada de Angel no abandonó mientras estuvo visible. Luego Angel miró aquella mancha negra ante el mostrador de recepción. El cuero blanco de una de las sillas estaba completamente salpicado de gotitas irregulares en hileras dispersas.

– Venga conmigo -dijo Mascamangas.

Angel y el profesor dejaron la puerta abierta, al salir.

– ¿Ha sido el modelo reducido? -preguntó Angel.

– Sí. Y funciona bien.

– Demasiado.

– No, demasiado no. Yo sabía, cuando dejé mi consultorio, que venía al desierto. ¿Cómo quiere usted que yo supiese que en pleno centro del desierto había un restaurante?

– Ha sido una casualidad. Nadie le reprocha nada.

– Usted ¿cree…? -dijo Mascamangas-. Verá, los que nunca han construido un modelo a escala reducida se figuran que se trata de un entretenimiento un poco infantil. Pero eso no es exacto. Hay algo más. ¿Usted nunca ha construido uno?

– No.

– Pues, entonces, no puede darse cuenta. El aeromodelismo produce una auténtica borrachera. Correr tras un modelo reducido, que vuela delante de usted en una inflexible línea recta, ascendiendo imperceptiblemente, o que gira alrededor de su cabeza con un ligero temblor, envarado y torpe, y que, sin embargo, vuela, vuela… Supuse que el Ping iría rápido, pero no tan rápido. Ha sido el motor -se interrumpió bruscamente-. Me he olvidado del interno.

– Le espero -dijo Angel.

El profesor Mascamangas emprendió una marcha a paso gimnástico y Angel estuvo contemplándolo hasta que entró en el hotel.

Radiantes e impetuosas, las flores de hepotriopo se abrían generosamente bajo la influencia de las cortinas de luz amarilla que se abatían sobre el desierto. Angel se sentó en la arena. Tenía la sensación de vivir a ritmo lento. Se arrepintió de no haber ayudado al interno a cargar con Pippo.

Desde allí, Angel oía amortiguados los tremendos martillazos, que Marin y Carlo daban sobre las grandes escarpias de cabeza curvada, destinadas a sujetar los raíles en las sólidas traviesas. De vez en cuando, uno de los martillos pegaba contra el raíl y arrancaba del acero un largo grito vibrante, que taladraba el pecho de Angel. Aún desde más lejos le llegaban las alegres risas de Didiche y Oliva, que, para variar, se dedicaban a cazar lucíferas.

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