– Con toda certeza. Eso es muy malsano.
– Vaya, vaya… Usted no lo ha hecho nunca, ¿eh?
– Jamás solo -dijo Mascamangas.
El interno enmudeció, pues escalaban una duna alta y necesitaba todo su aliento. Mascamangas volvió a reír.
– ¿Qué pasa? -preguntó el interno.
– Nada. Únicamente que estaba imaginando la cara que debe de poner usted.
Reía tanto que se desplomó sobre la arena. Gruesas lágrimas brotaban de sus ojos y la voz se le estranguló en un alarido de regocijo. El interno, enfadado, volvió la cabeza, colocó sobre la arena los trozos del avión y, de rodillas, se dedicó a ensamblarlos como Dios le daba a entender. Mascamangas se fue calmando.
– Además, tiene usted muy mala cara.
– ¿Está seguro?
El interno se sentía cada vez más inquieto.
– Completamente seguro. Usted no es el primero, como puede imaginar.
– Yo creía que… -murmuró el interno, mientras estudiaba las alas y la carlinga-. Así que usted piensa que hay tipos que lo han hecho antes que yo.
– Naturalmente.
– Ni que decir tiene que yo también lo había pensado. Pero ¿en idénticas circunstancias? ¿En el desierto y por falta de mujeres?
– Sin ninguna duda. ¿Qué significado cree usted que tiene el símbolo de San Simeón Estilita? La columna y el tipo constantemente preocupado por su columna… ¡Es de una transparencia meridiana! Supongo que usted habrá leído a Freud.
– En absoluto. Está pasado de moda. Sólo los retrasados mentales siguen creyéndose esos inventos.
– Una cosa es que esté pasado de moda Freud -dijo Mascamangas-, y otra cosa es la columna. A pesar de todo, existen las representaciones mentales y las transferencias, como dicen los filósofos, y los complejos y las represiones y, en su caso particular, también el onanismo.
– Evidentemente -dijo el interno-, usted va a decirme ahora que yo sólo soy un cretino.
– Claro que no -dijo Mascamangas-. Usted no es muy inteligente, no hay que darle vueltas. Lo cual es disculpable.
El interno, que había ya encajado las alas al fuselaje, colocaba con un cierto buen gusto los estabilizadores. Durante unos instantes se quedó quieto, para reflexionar sobre las palabras de Mascamangas.
– Pero usted -le preguntó al profesor-, ¿cómo se las arregla?
– Como me las arreglo ¿para qué?
– No sé…
– Me ha hecho usted una pregunta poco clara. Tan poco clara, me atrevo a decir, que resulta indiscreta.
– No he querido ofenderle.
– Oh, por supuesto que no. Pero tiene usted el don de meterse en lo que no le importa.
– Yo me encontraba mejor allí -dijo el interno.
– También yo -dijo Mascamangas.
– Tengo la negra.
– Se le pasará. Es por la arena.
– No es por la arena. Aquí no hay enfermedades, ni internos, ni enfermos…
– Ni tampoco sillas, ¿eh?
El interno sacudió la cabeza y una expresión de amargura fue extendiendo manchas sobre su rostro.
– ¿Verdad que durante toda mi vida no dejará usted de reprocharme la muerte de aquella silla?
– No ha pasado mucho tiempo todavía -dijo Mascamangas- y, además, usted no llegará a viejo. Tiene costumbres demasiado malas.
El interno dudó, abrió la boca y, sin decir nada, volvió a cerrarla. Se puso a enredar con el cilindro y el motor. Mascamangas le vio dar un salto y, en seguida, igual que había hecho media hora antes, examinar su mano, en cuya palma sangraba una amplia incisión. Se volvió hacia Mascamangas. No lloraba, pero estaba lívido y tenía verdes labios.
– Me ha mordido… -susurró el interno.
– Pero ¿qué le ha hecho usted ahora?
– Yo… nada… -dijo el interno, dejando el avión en la arena-. Me duele -le tendió la mano.
– Veamos -dijo Mascamangas-. Deme su pañuelo.
El interno le entregó aquel repugnante trapo y Mascamangas, como Dios le dio a entender, le vendó la mano, sin ahorrar ningún gesto de manifiesta repulsión.
– ¿Va bien así?
– Va bien -dijo el interno.
– Lo lanzaré yo mismo -anunció el profesor, cogiendo el avión, cuyo motor puso hábilmente en marcha-. ¡Sujéteme por la cintura! -gritó al interno, tratando de dominar el ruido del aparato.
El interno lo agarró con todas sus fuerzas. El profesor reguló la rosca de admisión y la hélice comenzó a girar a tal velocidad que los extremos de las paletas fueron adquiriendo un color rojo oscuro. El interno se aferraba a Mascamangas, que se tambaleaba sacudido por el furioso viento de la hélice.
– Que lo suelto -dijo Mascamangas.
El Ping 903 partió como una bala y, en unos segundos, se desvaneció. Sobrecogido, el interno, que seguía tirando del profesor, lo soltó de repente y rodó por tierra. Se quedó sentado, con la mirada vacía, orientada hacia el punto por donde el avión acababa de desaparecer. Mascamangas rezongó.
– Me duele la mano -dijo el interno.
– Quítese ese pingajo.
La herida bostezaba y a su alrededor se levantaban unos rebordes verdosos; en el centro, de color carmesí, borbotaban ya unas diminutas y veloces burbujas.
– ¡Vaya…! -exclamó Mascamangas, cogiendo al interno por un brazo-. ¡Hay que curarle eso!
El interno se levantó y comenzó a galopar sobre sus flojas piernas. Ambos corrían hacia el Hotel Barrizone.
– Y ¿el avión? -dijo el interno.
– Parece que marcha -dijo Mascamangas.
– ¿Volverá?
– Así lo creo. Está calculado para volver.
– Vuela muy rápido.
– Sí.
– ¿Cómo se parará?
– No lo sé -dijo Mascamangas-. No había pensado en eso.
– Es por la arena… -dijo el interno.
Oyeron un ruido agudo y a un metro por encima de sus cabezas algo pasó silbando. Luego, se produjo una especie de explosión y en la vidriera del salón de la planta baja del hotel se abrió un agujero, cuyos bordes reproducían nítidamente la forma del Ping 903. Escucharon cómo, en el interior del salón, caían una tras otra las botellas y se estrellaban contra el suelo.
– Yo me adelanto -dijo Mascamangas.
El interno, que se había detenido, contempló la negra figura del profesor bajando en tromba la pendiente. El cuello de su camisa amarillo rabioso fulguraba sobre la levita pasada de moda. El profesor abrió la puerta y desapareció dentro del hotel. Luego, el interno examinó su mano herida y reanudó su agitado y torpe galope.
Angel esperaba encontrar a Rochelle y acompañarla de vuelta hasta el despacho de Amadís. Caminaba apresurado por las dunas, subiéndolas de prisa y bajándolas a la carrera, con largas zancadas, que le hundían los pies profundamente en la arena y producían un rumor amortiguado y compacto. A veces, caía sobre una mata de hierbas y percibía el crujido de los duros tallos y un olor a resina fresca.
La parada del 975 se encontraba a dos medidas aproximadamente del hotel. Al paso de Angel, no estaba demasiado lejos. Vio a Rochelle, que regresaba ya, cuando la muchacha apareció en la cima de una duna. Angel, que se encontraba en la hondonada, intentó subir corriendo, pero sólo consiguió reunirse con Rochelle a la mitad de la cuesta.
– ¡Buenos días! -dijo Rochelle.
– He salido a buscarla.
– ¿Ana está trabajando?
– Supongo.
Ambos se quedaron callados; la cosa empezaba mal. Por fortuna, Rochelle se torció un pie y se cogió del brazo de Angel para seguir caminando.
– Estas dunas no son nada cómodas -dijo Angel.
– No, sobre todo con zapatos de tacón alto.
– ¿Nunca sale sin ellos?
– La verdad es que salgo muy poco. Por lo general me quedo con Ana en el hotel.
– Le quiere usted mucho, ¿verdad? -preguntó Angel.
– Sí -dijo Rochelle-. Es muy limpio y está muy sano y muy bien hecho. Me gusta enormemente acostarme con él.
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