– Gracias. ¿No sabe cuándo llegará el dinero?
– No lo sé. Estoy a la espera.
– Bueno -Angel agachó la cabeza, se miró los pies, no les encontró nada especial y volvió a levantar la cabeza-. Hasta luego.
– Hasta luego -dijo Amadís-. Y no piense en Rochelle.
Angel, que había salido ya, volvió a entrar de inmediato.
– ¿Dónde está?
– La he mandado a la parada del 975 a llevar el correo.
– Bueno -dijo Angel, cerrando la puerta al salir.
"¿Por qué esa clase de invariante había escapado al cálculo tensorial regular?"
(G. Whitrow , La estructura del Universo, Gallimard, página 144.)
– ¡Preparado! -dijo el interno.
– ¡Hágala girar! -dijo Mascamangas.
Con un movimiento enérgico, el interno impulsó la hélice de madera dura. El motor estornudó, soltó un eructo malintencionado y dio contramarcha. El interno aulló y se cogió la mano derecha con la mano izquierda.
– ¡Ya está! -dijo Mascamangas-. ¿No le había advertido que no se confiase?
– ¡Me cago en mis muertos! -opinó el interno-. ¡Me cago en la mierda de mis muertos! ¡Me duele tanto que voy a vomitar!
– Déjeme que le eche un vistazo -el interno le tendió su mano derecha, cuyo índice exhibía una uña totalmente negra-. No es nada -diagnosticó Mascamangas-. Sigue usted teniendo dedo. Hay que esperar a la próxima.
– No habrá próxima.
– Sí -dijo Mascamangas-. O se decide usted a poner atención en lo que hace.
– Pero si estoy atento… No paro de estar atento y esa porquería de mierda de motor me arranca siempre en el momento en que voy a retirar las manos. Me tiene ya hasta el coco.
– Si no hubiese hecho usted lo que hizo… -le sermoneó el profesor.
– Basta ya de chulearme con lo de aquella silla.
– ¡Está bien!
Mascamangas se echó atrás, tomó impulso y le lanzó al interno un directo en plena mandíbula.
– ¡Ay…! -gimió el interno.
– ¿A que ahora ya no le duele la mano?
– Grujj… -comentó el interno, que parecía dispuesto a morder.
– ¡Hágala girar! -ordenó Mascamangas, pero el interno, deteniéndose, se puso a llorar-. ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! Se pasa usted el día llorando. Y se le va a convertir en una manía. Déjeme en paz de una puñetera vez y déle vueltas a esa hélice… No me conmueven ya sus lágrimas.
– Pero si jamás le han conmovido… -objetó, ofendido, el interno.
– Precisamente por eso no me explico que tenga usted tanta caradura para insistir.
– Bueno, está bien. Ya no insistiré más -el interno revolvió en sus bolsillos y apareció un pañuelo francamente asqueroso.
– ¿Termina de una vez o qué coño hacemos? -se impacientó Mascamangas.
El interno se sonó y volvió a guardarse el pañuelo. Después, se aproximó al modelo y, con aire reticente, se dispuso a impulsar la hélice.
– ¡Adelante! -ordenó Mascamangas.
La hélice dio dos vueltas, de repente el motor gargajeó, arrancó y las barnizadas paletas desaparecieron dentro de un gris torbellino.
– Aumente la compresión -dijo Mascamangas.
– ¡Que me voy a abrasar! -protestó el interno.
– ¡Es usted un…! -gritó, harto, el profesor.
– Gracias -dijo el interno, y reguló la pequeña palanca.
– ¡Párelo! -gritó Mascamangas.
El interno cortó la entrada de gasolina, girando el tope de la válvula de distribución y, balanceándose torpemente la hélice, el motor se paró.
– Está bien -dijo el profesor-. Vayamos a probarlo -el interno persistía en su gesto ceñudo-. ¡Andando! ¡Y más vivacidad, demonio, que no vamos de entierro!
– Todavía no -precisó el interno-, pero ya llegará.
– Coja el avión y compórtese.
– ¿Lo vamos a dejar volar libremente o sujeto?
– Libre, indudablemente. ¿De qué nos vale, si no, estar en un desierto?
– Nunca me he sentido menos solo que en este desierto.
– Basta de jeremiadas. Por estos alrededores hay una chica guapa, ya sabe… Tiene un color raro de piel, pero no hablemos de su tipo…
– ¿Sí? -preguntó el interno, con aspecto más comprensivo.
– Claro que sí -dijo Mascamangas.
Mientras el interno recogía las piezas esparcidas del avión que iban a montar al aire libre, el profesor examinaba el desván con complacencia.
– Bonita esta pequeña enfermería que hemos montado aquí…
– Sí -confirmó el interno-, para lo que sirve… Nadie se pone enfermo nunca en este condenado lugar. Se me está olvidando todo lo que sabía.
– Así resultará usted menos peligroso -afirmó Mascamangas.
– Yo no soy peligroso.
– No todas las sillas opinan lo mismo.
El interno se puso azul de París, al tiempo que en sus sienes las venas le latían espasmódicamente.
– Escuche, como vuelva a decirme una sola palabra sobre esa silla, yo…
– Usted ¿qué? -se chungueó el profesor.
– Que mato otra silla…
– Cuando quiera. Pero, realmente, ¿cree usted que a mí me importa? Venga, vámonos.
Mascamangas salió y su camisa amarilla proyectó sobre la escalera del granero la suficiente luminosidad para no dar un traspié en los escalones desparejos. Pero el interno sí lo dio y aterrizó sobre las nalgas, afortunadamente para el avión. Llegó al final del tramo casi al mismo tiempo que el profesor.
– ¡Qué malvado es usted…! -dijo Mascamangas-. ¿No puede usar los pies para bajar las escaleras?
El interno se restregó las nalgas con una sola mano. Con la otra, sostenía las alas y el fuselaje del Ping 903.
Siguieron bajando hasta llegar a la planta baja. Pippo, detrás del mostrador de recepción, vaciaba metódicamente una botella de licor torinés.
– ¡Hola! -saludó el profesor.
– Buenos días, patrón -contestó Pippo.
– ¿Cómo va el negocio?
– Amapolís me echa a la puta calle.
– Espero que no sea cierto.
– Me exterioriza. Y, encima, con mayúsculas. Es la pura verdad.
– ¿Te expropia?
– Así es como él habla -observó La Pipa-. Me exterioriza.
– Y ¿qué vas a hacer?
– No lo sé. No me queda más que encerrarme en el retrete y se acabó, muerta está, la vida.
– Pero ese tío es idiota -dijo Mascamangas.
– ¿Vamos a probar el avión o no? -preguntó, impaciente, el interno.
– ¿Vienes con nosotros, La Pipa? -dijo el profesor.
– ¡Me la paso por el culo esa porquería de avión!
– Bueno, pues hasta pronto -dijo Mascamangas.
– Hasta luego, patrón. Es bonito como una cereza, el avión ese.
Mascamangas salió, seguido por el interno, que le preguntó:
– ¿Cuándo vamos a verla?
– ¿A qué se refiere usted?
– A la chica guapa.
– Deje usted de marearme -dijo Mascamangas-. Ahora se trata de poner en marcha el avión, y basta.
– Con usted no hay manera, leñe -dijo el interno-. Me la pone delante de los ojos y, luego, fu…, desapareció. Es usted un duro.
– Y ¿usted?
– Coño, reconozco que yo también soy un hombre duro. Llevamos aquí ya tres semanas, ¡tres semanas!, ¿se da usted cuenta?, y no lo he hecho ni una sola vez.
– ¿Seguro? -dijo Mascamangas-. ¿Ni siquiera con las mujeres de los agentes ejecutivos? ¿Qué es lo que hace usted en la enfermería por las mañanas, cuando yo estoy durmiendo?
– Me la… -dijo el interno.
Mascamangas le miró sin comprender y, después, rompió a reír.
– ¡Maldita sea! O sea que usted…, usted… ¡Es tan gracioso…! Por eso está usted siempre de tan pésimo humor…
– Pero ¿cree que…? -preguntó el interno, algo inquieto.
Читать дальше