Boris Vian
Vercoquin y el plancton
Título del original francés: Vercoquin et le plancton
Traducción: Juana Bignozzi
Cuando uno ha pasado su juventud recogiendo puchos en Deux-Magots, lavando copas en una trastienda sombría y grasienta, cubriéndose, en invierno, con diarios viejos para calentarse, en el banco helado que sirve a la vez de dormitorio, de vivienda y de cama, cuando a uno lo llevaron a la comisaría dos gendarmes por haber robado un pan en la panadería (no sabiendo aún que es más fácil robarlo de la bolsa de la matrona que vuelve del mercado); cuando uno ha vivido día a día trescientos sesenta y cinco veces y un cuarto por año, como el pájaro mosca en la rama del loto, en una palabra, cuando uno se ha alimentado con plancton, se tienen derechos como escritor realista, y la gente que lo lee piensa para sí misma: este hombre ha vivido lo que cuenta, ha sentido lo que pinta. Algunas veces piensan otras cosas, o absolutamente nada, pero no lo necesito para seguir.
Pero yo siempre dormí en una buena cama, no me gusta fumar, el plancton no me tienta, y si algo hubiera robado, habría sido carne. Y los carniceros, de naturaleza más sanguínea que los panaderos (cuya sangre más bien se parece a la morcilla) no llevan a la comisaría por un desgraciado bistec de pérdida -que no existe en las panaderías- sino que más bien se lo cobran sobre la persona con amplios puntapiés en los riñones.
Además, considero que esta obra magistral: Vercoquin y coetera no es una novela realista, en el sentido que todo lo que se cuenta realmente se ha producido. ¿Se podría decir lo mismo de las novelas de Zola?
En consecuencia, este prefacio es absolutamente inútil y, por eso mismo, cumple plenamente el fin deseado.
Boris Vian
A Jean Rostand
con mis disculpas
Primera parte. SWING EN LO DEL MAYOR
Como quería hacer las cosas correctamente, el Mayor decidió que esta vez sus aventuras empezarían en el preciso instante en que reencontrara a Zizanie.
Hacía un tiempo espléndido. El jardín estaba cubierto de flores recién abiertas, cuyas cortezas formaban en las avenidas, una alfombra crujiente bajo los pies. Un gigantesco rasca-menudo de los trópicos cubría con su sombra espesa el ángulo formado por el encuentro de las paredes sur y norte del parque suntuoso que rodeaba la vivienda -una de las múltiples casas- del Mayor. En esta atmósfera íntima, con el canto del cucú secular, es donde esa misma mañana Antioche Tambretambre, el brazo derecho del Mayor, había instalado el banco de madroño de vaca pintado de verde que se usaba en este tipo de ocasiones. ¿De qué tipo de ocasión se trataba? Ha llegado el momento de decirlo: era el mes de febrero, plena canícula, y el Mayor iba a tener veintiún años. Entonces, daba una surprise-party en su casa de Ville d'Avrille.
Sobre Antioche Tambretambre descansaba la entera responsabilidad de la organización de la fiesta. Tenía una gran práctica en este tipo de entretenimientos, lo que unido a un entrenamiento notable para consumir sin peligro hectolitros de bebidas fermentadas, lo señalaba como el mejor de todos para preparar la surprise-party. La casa del Mayor se prestaba perfectamente a los designios de Antioche, que quería dar a su fiestita un brillo deslumbrante. Antioche había previsto todo. Un pick-up de catorce lámparas, dos de acetileno en caso de corte de corriente, reinaba, instalado por sus cuidados, en el gran salón del Mayor, ricamente decorado con esculturas sobre glándulas endocrinas que el profesor Marcadet-Balagny, el célebre interno del Liceo Condorcet, mandaba hacer en la Enfermería Especial del depósito según los deseos de los dos amigos. En la amplia pieza, preparada para la circunstancia, sólo quedaban algunos divanes cubiertos de piel de madroño de vaca que largaba reflejos rosados bajo los rayos del sol, ya muy fuerte. Se veían además dos mesas sobrecargadas de golosinas: pirámides de postres, cilindros de fonógrafo, cubos de helado, triángulos de franc-masones, cuadrados mágicos, altas esferas políticas, ananás, arroz, etc. Botellas de nansú tunecino se codeaban con botellones de gin, Hijo Fúnebre (de Tréport), whisky lapupacé, vino Ordener, vermouth de Turingia y tantas otras bebidas delicadas que era difícil reconocerlas. Vasos de cristal tostado dispuestos en filas estrechas frente a las botellas estaban prontos a recibir las mixturas que Antioche se prepara a componer. Las flores adornaban las arañas y sus olores penetrantes casi hacían dar vuelta la cabeza; tan impresionado se sentía uno por su fragancia imprevista. Gusto de Antioche, siempre. En fin, unos discos, en altas pilas, ondeados en la superficie por reflejos simétricos y triangulares esperaban, llenos de indiferencia, el momento en que, desgarrándole la epidermis con su caricia aguda, la aguja del pick-up arrancara a su alma espiritada el clamor aprisionado muy en el fondo de su surco negro.
Estaban, en especial, Chant of the Booster , de Mildiou Kennington, y Garg arises often down South , por Krüger y sus Boers…
La casa estaba situada muy cerca del Parque de Saint-Cloud, a doscientos metros de la estación de Ville d'Avrille, en el número treinta y uno de la calle Pradier.
Una glicina de 30° químicamente pura sombreaba el porche majestuoso prolongado por una saliente de dos escalones que daba acceso al gran salón del Mayor. Para llegar al porche mismo era necesario subir doce escalones de piedra natural estrechamente imbricados unos en otros y que formaban de esta manera, debido a este artificio ingenioso, una escalera. El parque, de una superficie de diez hectáreas (descripto parcialmente en el primer capítulo) estaba poblado por esencias variadas, y aun en ciertos puntos por carburante nacional. Conejos salvajes andaban a toda hora sobre los céspedes, buscando gusanos de tierra a los que esos animales son particularmente afectos. Sus largas colas arrastraban detrás de ellos, produciendo ese rechinamiento característico cuya perfecta inocuidad los exploradores gustan reconocer.
Un mackintosh domesticado con un collar de cuero rojo guarnecido de alabastro, se paseaba por las avenidas con aire melancólico, añorando sus colinas natales donde brotan los bagpiper .
El sol posaba sobre todas estas cosas su clara mirada de ámbar hervido y la naturaleza de fiesta reía con todos sus dientes del mediodía, de los cuales tres de cada cuatro eran de oro.
Como el Mayor aún no encontró a Zizanie, sus aventuras tampoco han empezado y, en consecuencia, todavía no puede entrar en escena. Vamos a ir ahora a la estación de Ville d'Avrille en el minuto en que el tren de París desembocó del túnel sombrío destinado a proteger de la lluvia una parte de la vía férrea que une Ville d'Avrille con Saint-Cloud.
Mucho antes de que el tren se detuviera completamente, una multitud compacta empezó a chorrear de las puertas con cerradura automática de las que tanto se enorgullecían los habitués de la estación Saint Lazare -aunque no sirvieran para mucho- hasta que se pusieron en la línea de Montparnasse esos coches llamados inoxidables que unen a las puertas automáticas los estribos que se levantan (o se bajan, a voluntad) lo que no es un juego.
Esta muchedumbre compacta empezó a escurrirse a tirones por la única barrera guardada por Pustoc y sus pelos rojizos. Esta multitud compacta estaba constituida por un gran número de jóvenes de los dos sexos que unían a una falta total de personalidad una libertad de actitud tal, que el hombre de la barrera les dijo: "Para ir a lo del Mayor, atraviesen la pasarela, tomen la calle frente a la estación, después la primera a la derecha, la primera a la izquierda y ya están". "Gracias", dijeron los jóvenes, que estaban munidos de ambos muy largos y de compañeras muy rubias. Había una treintena. Otros llegaron en el tren siguiente. Otros llegaron en autos. Todos iban a lo del Mayor. Subieron la avenida Gambetta con pasos lentos, gritando como parisienses en el campo. No podían ver lilas sin gritar: "¡Oh!, lilas". Era inútil. Pero les hacía ver a las muchachas que ellos conocían botánica.
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