Antioche lanzó un suspiro de nostalgia. Era demasiado viejo para esos trucos y su slip se desempeñaba decididamente mal.
Reanudó su conversación con el Mayor.
– ¿Por qué no la invitas? -preguntó.
– No me animo… -dijo el Mayor-, me intimida. Es demasiado bien.
Antioche se aproximó a la chica cuyos grandes ojos ojerosos lo vieron volver con un placer no disimulado.
– Escucha -le dijo-, es necesario que bailes con el Mayor; te ama.
– ¡Oh! ¡no vas a decirme eso ahora! -dijo Zizanie, emocionada e inquieta.
– Te aseguro que valdría más… Es muy gentil, tiene guita, es completamente idiota, es el marido soñado.
– ¿Qué? ¿Es necesario que me case?
– ¡Por supuesto! -dijo Antioche… con un aire evidente.
Fromental que había decidido levantarse se aproximaba a la casa del Mayor. Sólo tenía que recorrer nueve kilómetros 800. La pierna izquierda le dolía. Tal vez estaba un poco más cargada que la otra, porque el sastre de Fromental siempre había considerado a su cliente normalmente constituido.
Entró en Versalles un poco antes de las seis y media y ganó diez minutos sobre su recorrido pedestre teórico tomando una serie complicada de pequeños tranvías azules y grises de temperamento excesivamente ruidoso.
El último lo depositó no lejos de los comienzos de la célebre costa de Picardía. Decidió intentar el auto-stop. Levantó pues desesperadamente el brazo al cielo al paso de un viejo Zébraline de tres caballos, piloteado por una gruesa dama. Se detuvo delante de él.
– Gracias, señora -dijo Fromental-. ¿Pasa por Ville d'Avrille?
– No, señor -dijo la dama-. ¿Por qué tendría que ir a Ville d'Avrille si yo vivo aquí?
– Tiene razón, señora -convino Fromental.
Se alejó despechado.
Cien metros más adelante, recién estaba en la tercera parte de la pendiente y empezaba a fatigarse. Se detuvo directamente.
Pasó un auto. Era un Duguesclin modelo 1905, con válvulas sobre el radiador y puente trasero desmembrado.
Se detuvo en menos de un metro (subía) y un viejo muy barbudo sacó la cabeza por la ventanilla.
– Sí, joven -dijo aun antes de que Fromental tuviera tiempo de colocar una pica-, suba, pues, pero antes de vuelta la manivela un poco.
Durante doce minutos dio vuelta la manivela, y el auto partió como una flecha en el momento en que iba a abrir la puerta para subir. El viejo recién logró detenerlo en lo alto de la costa.
– Discúlpeme -dijo a Vercoquin que lo había alcanzado con paso gimnástico-. Se pone un poco nervioso cuando es lindo día.
– Muy natural -dijo Fromental-. La vuelta de los años, sin duda.
Se instaló a la izquierda del viejo y el Duguesclin bajó la costa a fondo.
Al llegar abajo, los dos neumáticos del lado izquierdo estallaron.
– Tendré que cambiar de sastre -pensó Fromental sin razón valedera y con una increíble falta de lógica.
El viejo estaba furioso.
– ¡Usted es muy pesado! -gritó-. Es culpa suya. No había pinchado desde 1911.
– ¿Con las mismas gomas? -preguntó Fromental, interesado.
– ¡Por supuesto! Recién desde el año pasado tengo auto. Las gomas son nuevas.
– ¿Y usted nació en 1911? -preguntó Fromental, que quería entender.
– ¡No agregue la injuria al pinchazo! -dijo el viejo-, y arregle esas gomas.
En ese mismo momento el Mayor, enlazando tiernamente la cintura de Zizanie, bajaba la escalinata con pasos lentos. Dobló por la avenida de la derecha y ganó el fondo del parque, sin apurarse, buscando febrilmente en su cabeza un tema de conversación.
El muro del parque en ese lugar era bastante bajo y once individuos con traje azul marino y medias blancas vomitaban por encima de dicho muro, al cual estaban cómodamente acodados.
– ¡Tipos bien educados! -señaló el Mayor al pasar-. Prefieren hacerlo en lo de mi vecino. Pero es una lástima perder tanto alcohol bueno.
– ¡Qué mezquino es usted! -dijo Zizanie, con un reproche en su dulce voz.
– ¡Mi querida -dijo el Mayor-, por usted daría todo lo que tengo!
– ¡Qué generoso es usted! -dijo Zizanie sonriendo y apretándose contra él.
El corazón del Mayor nadaba en la alegría con gran ruido de salpicadura como una marsopla. Era el ruido del vomitorium de campo, pero él no se daba cuenta.
Su presencia parecía molestar a los once, cuyas espaldas adoptaron un tono de reproche y el Mayor y la bella rubia se alejaron suavemente por la avenida del parque.
Se sentaron sobre el banco dispuesto por Antioche a la mañana, bajo la sombra del rasca-menudo Zizanie se adormeció un poco. El Mayor dejó caer su cabeza sobre el hombro de su compañera, la nariz perdida en sus cabellos de oro, de los que se escapaba un perfume insidioso, como un moho de la rue Royale y la place Vendôme. Se llamaba Brouyards y era de Lentherité.
El Mayor tomó las manos de su dulce amiga entre las suyas y se perdió en un sueño interior poblado de felicidades turbadoras.
Sobresaltándose por un contacto húmedo y frío en la mano derecha lanzó un grito de éxtasis. Zizanie se despertó.
El mackintosh que lamía la mano del Mayor, saltó también a doce pies de alto al escuchar el grito del Mayor, y se alejó, resentido, haciendo "¡Pssh!"
– ¡Pobre! -dijo el mayor-; lo asusté.
– Pero es a usted a quien asustaron, mi querido -dijo Zizanie-. Es idiota su mackintosh.
– Es tan joven -suspiró el Mayor-. Me ama tanto. ¡Pero, Dios mío, usted me ha dicho "mi querido"!
– Sí, discúlpeme -dijo Zizanie-. Me desperté sobresaltada, sabe.
– ¡No se disculpe! -dijo el Mayor en un murmullo ferviente-. Soy su cosa.
– ¡Durmamos, mi cosa! -concluyó Zizanie volviendo a tomar una posición cómoda.
Antioche, solo, acababa de recibir a un trío de retrasados que incluía, ¡oh maravilla!, a una espléndida pelirroja de ojos verdes. La otra fracción del trío, un tipo y una tipa sin interés, se alejaba ya hacia el bar. Antioche invitó a la pelirroja.
– ¿No conoce a nadie aquí? -dijo.
– ¡No! -dijo la hermosa pelirroja-; ¿y usted?
– ¡No a todo el mundo, desgraciadamente! -suspiró Antioche apretándola contra su corazón de manera insistente.
– ¡Me llamo Jacqueline! -dijo ella tratando de insinuar uno de sus muslos entre las piernas de Antioche, que actuó en consecuencia y la besó en la boca durante todo el final del disco; era Baseball after midnight , uno de los últimos éxitos de Crosse y Blackwell.
Antioche bailó las dos piezas siguientes con su nueva compañera, a la que se cuidaba de no dejar durante los cortos lapsos que separaban el fin de un disco y el comienzo del siguiente.
Se disponía a bailar el tercero cuando un buen mozo con traje pata de pollo, vino hasta él con aire inquieto y lo arrastró al primer piso.
– ¡Mire! -dijo mostrándole la puerta de los water-closets-. Los gabinetes desbordan.
Trató de alejarse.
– ¡Un minuto!… -dijo Antioche reteniéndolo por la manga-. Venga conmigo. No es divertido estar solo.
Entraron en el buen-retiro. En efecto, desbordaban. Se distinguían perfectamente las pelotas de diarios que rodaban.
– Entonces si es así -dijo Antioche arremangándose-, vamos a destapar. ¡Arremánguese!
– Pero… usted ya está listo…
– ¡No! Es para romperle la jeta si no está terminado de aquí a cinco vueltas de minutero. Comprende -agregó Antioche-, no es a un viejo circunloquio como yo que se le enseña a doblar el cabo de Hornos…
– ¿Ah?… -dijo el otro hundiendo sus dedos en algo blando que adornaba el fondo del sifón, lo que lo hizo temblar de pies a cabeza y ponerse instantáneamente blanco cremoso.
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