– Tiene un lavatorio a su derecha… -agregó Antioche en el momento en que el desdichado se levantaba bajo la ventana que su verdugo acababa de abrir. La ventana sintió el golpe y el cráneo también.
Después Antioche volvió a bajar.
Como era de esperarse, Jacqueline estaba en el buffet, rodeada por dos individuos que luchaban por servirle de beber. Antioche tomó el vaso que habían logrado llenar y lo tendió a Jacqueline.
– ¡Gracias! -dijo ella sonriendo y siguiéndolo al medio de la pista que, por milagro, Corneille acababa de abandonar.
Él la abrazó nuevamente. Los dos, que habían quedado en el buffet, ponían caras insolentes.
– ¡Mire eso!… -bromeó Antioche-. ¡Todavía tiene placenta en las narices y quiere ganarle a un profesional de mi categoría!…
– ¿Sí? -respondió Jacqueline, sin comprender bien-. ¡Oh! ¿Quién es ése?
Fromental acababa de aparecer en la puerta del salón.
Felizmente Mushrooms in my red nostrils empezaba, y la batahola de los bronces cubrió el rugido provocador del desdichado; se arrastró hasta el buffet y vació dos tercios de un botellón de gin antes de tomar aliento.
Olvidando todo de golpe, paseó sobre la asistencia una sonrisa tonta, de cabra que hubiera descubierto heno en sus pezuñas.
Descubrió en un rincón de la sala a una pequeña rubia escotada hasta la punta de los senos y se dirigió hacia ella con paso seguro. Sin esperarlo ella alcanzó la puerta. La siguió, corriendo detrás, pegando de tanto en tanto un salto de dos metros siete de altura para atrapar una mariposa amarilla. Ella se perdió -no para todo el mundo- en un macizo de laurel y las ramas se cerraron sobre Fromental, que la había seguido.
Al cabo de media hora de sueño, el Mayor, sacado de su sopor por un rugido lejano -fue en el momento en que Fromental penetró en el salón- se despertó bruscamente. Zizanie se despertó también.
La miró con amor y constató que su vientre se redondeaba en proporciones alarmantes.
– ¡Zizanie! -gritó-. ¿Qué pasa?
– ¡Oh!, ¡querido! -dijo ella-, ¿es posible que usted se comporte de esa manera al dormir y que eso no le deje recuerdos?
– ¡Qué cosa! -dijo trivialmente el Mayor-, no noté nada. Excúseme, mi amor, pero va a ser necesario regularizar.
El Mayor era muy ingenuo para las cosas del amor e ignoraba que se necesitan por lo menos diez días para que empiece a notarse.
– Es muy simple -dijo Zizanie-. Hoy es jueves. Son las siete. Antioche va a ir a pedir mi mano para usted, a mi tío que está en su escritorio.
– ¿No me tuteas, mi esplendor gregoriano? -dijo el Mayor, emocionado hasta las lágrimas y al que un temblor irregular agitaba desde el hombro hasta el isquion.
– Pero sí, mi querido -respondió Zizanie-. Después de todo he reflexionado bien…
– Es de locos lo que uno puede hacer durmiendo -interrumpió el Mayor.
– He reflexionado bien y pienso que jamás podría encontrar un marido mejor…
– ¡Oh, ángel de mi vida! -exclamó el Mayor-…Al fin tú me has tuteado. ¿Pero por qué no pedirle directamente la mano a tu padre?
– No tengo.
– ¿Pero es alguno de los tuyos?
– Es el hermano de mi madre. Pasa la vida en su escritorio.
– ¿Y tu tía qué dice?
– No se preocupa. Tampoco le permite vivir con él. Ella vive en un pequeño departamento donde, a veces, se reúnen.
– Condenada -dijo el mayor.
– Yo preferiría bis-sobrina [5]… -murmuró Zizanie frotándose contra él-, ya que es mi tío.
El Mayor notó con un placer muy poco disimulado que tres botones saltaron y casi dejan tuerta a Zizanie.
– Vamos a buscar a Antioche -propuso esta última, un poco más calmada.
Pasando cerca del macizo de laurel en el interior del cual acababa de hundirse Fromental, el Mayor recibió sucesivamente en la cabeza, una media, un zapato izquierdo, un slip, un pantalón, con el cual reconoció la identidad del proyectante, otra media, un zapato derecho, un tirador, un chaleco, una camisa y una corbata todavía unidas. Fueron seguidos instantáneamente por un vestido, un corpiño, dos zapatos de mujer, un par de medias, un pequeño cinturón de puntillas verosímilmente destinado a sostener dichas medias, y un anillo de sesenta y nueve aristas formado por un fragmento de menhir apolillado, dorado en los cantos y montado en un engranaje de agujas.
El Mayor dedujo de esta avalancha:
lº) Que habían utilizado el saco de Fromental como alfombra para el suelo.
2º) Que la compañera no tenía slip y en consecuencia que sabía que iba a una surprise-party simpática.
Hubiera podido deducir un montón de otras cosas pero se detuvo ahí.
En su casa se divertían, eso le producía placer. Se sentía feliz también de ver que Fromental ya no pensaba en su auto.
Por otra parte, Fromental no lo había visto todavía.
El Mayor, usufructuando la propiedad del vestido de Zizanie que desde el principio había atraído la atención de Antioche, prosiguió su camino con prisa rápida.
El rendimiento era excelente.
Subió los escalones de la entrada y gritó:
– ¡Antioche!
Éste no contestó y el Mayor comprendió, rápidamente, que no estaba allí. El Mayor entró, pues, y se dirigió al cuartito. Dejó a Zizanie en el umbral.
Encontró a Antioche que se levantó, aliviado, pues era la undécima vez y parecía no bastar. Jacqueline bajó pausadamente su pollera y se levantó, llena de alegría.
– ¿Baila conmigo? -propuso al Mayor, largándole una mirada de 1.300 grados.
– Un minuto… -imploró el Mayor.
– Vamos, voy a tratar de encontrar a algún otro… -dijo alejándose, llena de tacto y de pelos de cabra que provenían del diván del bulín.
– ¡Antioche! -murmuró el Mayor cuando ella dobló.
– ¡Presente! -respondió Antioche poniéndose tieso en una parada de atención impecable, el torso plegado en ángulo recto y el índice sobre la carótida.
– Es necesario que me case en seguida… Ella está…
– ¿Qué? -se asombró Antioche-. ¡Ya!
– Sí… -suspiró modestamente el Mayor-. Ni yo mismo me di cuenta. Lo hice durmiendo.
– ¡Eres un tipo extraordinario! -dijo Antioche.
– Gracias, viejo -dijo el Mayor-. ¿Puedo contar contigo?
– ¿Para pedir su mano al padre sin duda?
– No, a su tío.
– ¿Dónde habita ese vertebrado? -preguntó Antioche.
– En su escritorio, en medio de preciosos documentos reunidos por sus cuidados y que conciernen a todas las actividades ininteresantes de la industria humana.
– ¡Y bueno! -dijo Antioche-, iré mañana.
– ¡En seguida! -insistió el Mayor-. Mira su cintura.
– ¿Entonces? -dijo Antioche entreabriendo la puerta del cuartito para contemplarla-. ¿Qué tiene de extraordinario?
Efectivamente, Zizanie estaba muy delgada, como pudo notar a su vez el Mayor.
– ¡Diablos! -dijo-. Me ha hecho el ejercicio del píloro.
Era un ejercicio practicado por los fakires, en el cual se entrenaba desde hacía años, y que consistía en sacar su estómago de una manera cuasi inhumana.
– Puede ser, simplemente, que te alucinaste… -dijo Antioche-. Comprendes, después de un encuentro como ése…
– Debes tener razón -admitió el Mayor-. Mis nervios están en tirabuzón. Mañana habrá tiempo de encontrar a su tío.
En la sala, donde los bailarines seguían evolucionando, el Mayor retomó la posesión de Zizanie, pero Antioche no reencontró a Jacqueline. Salió al parque y vio en el rincón de un árbol cuadrado un pie que sobresalía… en el extremo de ese pie encontró a un primer invitado exangüe, agotado… más lejos, otro en el mismo estado, después otros cinco, en un grupo confuso, y aun dos aislados.
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