En la huerta, vio por fin a la pelirroja que había arrancado un puerro y se ejercitaba en la manteada bizantina.
La llamó de lejos. Dejó caer su pollera y, llena de ímpetu, se dirigió hacia él.
– ¿Siempre swing? -preguntó él.
– Sí, naturalmente, ¿y usted?
– Un poco todavía, pero tan poco…
– Pobre amigo… -murmuró afectuosamente alzándose para besarlo.
Se escuchó un crujido siniestro y Antioche introdujo sucesivamente la mano derecha en cada una de las piernas de su pantalón para retirar las dos mitades de un slip atrozmente desgarrado.
– No tengo los medios… -aceptó-. Pero a falta de mi persona tal vez otro pueda satisfacerla.
Manteniéndola del brazo pero a distancia respetable llegó al macizo de laurel al abrigo del cual Fromental, absolutamente desnudo, parecía fornicar con el suelo. Se había entregado tan sinceramente que su conquista, bajo su presión repetida, había desaparecido poco a poco bajo una espesa capa de humus, hundiéndose cada vez más en el terreno grasoso.
Antioche la sacó de su incómoda posición y, después de reanimarla en la hierba fresca, hizo las presentaciones.
En la tentativa ciento catorce, Fromental, vencido, se desplomó sobre el cuerpo oloroso de Jacqueline que olía una ramita de laurel con aire dubitativo.
La surprise-party llegaba a su fin. Janine había logrado disimular en su corpiño los veintinueve discos elegidos con cuidado durante la tarde. Corneille había partido hacía mucho tiempo para comer una papilla, luego había regresado y vuelto a partir y nadie sabía dónde estaba. Sus padres, enloquecidos, daban vueltas en círculo en medio de la sala y todo el mundo creía que se trataba de un baile swing inédito.
Antioche subió a los pisos superiores. Extirpó dos parejas de la cama del Mayor, otras dos y un pederasta de la suya, tres del armario de las escobas, una del armario de los zapatos (era una parejita). Encontró siete chicas y un muchacho en la carbonera, absolutamente desnudos y cubiertos de vómitos malvas. Sacó a una morochita de la caldera que por suerte no estaba del todo apagada lo que la salvó de la neumonía, recuperó diez francos cuarenta y cinco en monedas de cobre, sacudiendo una araña en la cual dos individuos borrachos, de sexo indeterminado, jugaban al bridge desde la tarde, sin que se los viera, recogió los pedazos de setecientos sesenta y dos vasos de cristal tallado rotos durante la recepción. Encontró restos de masas hasta debajo de las sillas, una polvera entre el papel higiénico, un par de medias de lana a cuadros, desparejas, en el horno eléctrico, devolvió la libertad a un perro de caza -no lo conocía- encerrado en el aparador y apagó seis principios de incendio provocados por la ignición persistente de los puchos sueltos. Tres divanes de los cuatro de la sala de baile estaban manchados de porto; el cuarto, de mayonesa. El pick-up había perdido el motor y el brazo. Sólo quedaba el interruptor.
Antioche volvió a la sala en el momento en que partían los invitados.
Sobraban tres impermeables.
Les dijo hasta pronto a todos y se fue hasta la verja donde, para vengarse, bajó a uno de cada cuatro a ráfagas de ametralladora a medida que salían. Después subió por la avenida y volvió a pasar delante del macizo de laurel.
El mackintosh a caballo sobre Jacqueline desvanecida largaba grititos de placer.
Antioche le dio unos sopapos, vistió a Fromental siempre inerte y a su compañera del principio que dormía en el césped, y los despertó a patadas en el trasero.
– ¿Dónde está mi auto? -preguntó Fromental recobrando el sentido.
– Ahí -dijo Antioche mostrándole un montón de desperdicios de los que surgía un volante todo retorcido.
Fromental se sentó frente al volante e hizo subir a la chica a su lado.
– Un Cardebrye parte siempre en un cuarto de vuelta -bramó. Tiró de una palanca y el volante partió arrastrándolo tras él…
La rubiecita lo seguía corriendo…
Segunda Parte. A LA SOMBRA DE LOS RONEOS
El Sub-Ingeniero principal Léon-Charles Miqueut celebraba su consejo hebdomadario en medio de sus seis adjuntos en el escritorio hediondo que ocupaba en el último piso de un edificio moderno de piedra tallada.
La pieza estaba amueblada con gusto perfecto con seis clasificadores de roble sodomizado pintados con barniz burocrático, tirando a caca de ganso, muebles de acero con cajones rodantes donde se alineaban los papeles particularmente confidenciales, mesas sobrecargadas de documentos urgentes, un planning de tres metros por dos con un sistema de fichas multicolores jamás al día. Una decena de tablas soportaban los frutos de la actividad laboriosa del servicio, concretados en fasciculitos gris ratón, que intentaban reglamentar todas las formas de la actividad humana. Se los llamaba Nothons. Intentaban, orgullosamente, organizar la producción y proteger a los consumidores.
En el orden jerárquico, el Sub-Ingeniero principal Miqueut estaba colocado inmediatamente después del Ingeniero principal Toucheboeuf. Los dos se ocupaban de los problemas técnicos.
El cuidado de las cuestiones administrativas incumbía, naturalmente, al Director administrativo, Joseph Brignole, y, por otra parte, al Secretario general.
El Presidente-Director general Émile Gallopin coordinaba las actividades de sus subordinados. Una decena de administradores de todo pelo completaban el conjunto, que se intitulaba CONSORTIUM NACIONAL DE LA UNIFICACIÓN, o, por abreviatura, el C.N.U.
El inmueble abrigaba, además, algunos Inspectores generales, ex soldadotes jubilados, que se pasaban lo mejor de su tiempo roncando en las reuniones técnicas, y el resto, recorriendo la zona con el nombre de misiones que les daba el pretexto para esquilmar a los adherentes cuyas cotizaciones permitían al C.N.U. subsistir, tan bien como mal.
Para evitar abusos, el Gobierno, no pudiendo frenar de golpe el encarnizamiento de los Ingenieros principales Miqueut y Toucheboeuf para elaborar Nothons, delegó, para representarlo y supervisar al C.N.U., a un brillante politécnico, Delegado Central del Gobierno, Requin, cuya tarea consistía en retardar lo más posible la salida de Nothons. Lo lograba sin esfuerzo, convocando numerosas veces por semana a las cabezas del C.N.U. a su escritorio, para discusiones cien veces repetidas pero las que gracias a la costumbre se hicieron imprescindibles. Por otra parte, el señor Requin cobraba en varios ministerios, y firmaba obras técnicas que oscuros ingenieros elaboraban durante horas penosas.
A pesar del Gobierno, a pesar de los obstáculos, a pesar de todo, al fin de cada mes uno se enfrentaba con esta evidencia: algunos Nothons más habían visto la luz. Sin las sabias precauciones tomadas por los industriales y los comerciantes, la situación se hubiera vuelto peligrosa: ¿qué pensar de un país donde se dan cien centilitros por litro y donde un perno garantido para resistir quince toneladas aguanta una carga de 15.000 kilos? Felizmente, las profesiones interesadas tenían, apoyadas por el Gobierno, una parte importante en la creación de los Nothons, y los establecían de tal manera que se necesitaban años para descifrarlos: al final de ese tiempo se preparaba su revisión.
Miqueut y Toucheboeuf, para congraciarse con el Delegado, también habían intentado moderar el celo de sus subordinados y contener la producción de Nothons, pero después que se había reconocido la inocuidad de éstos se limitaban a dar recomendaciones frecuentes de prudencia, y siguiendo el ejemplo del Delegado Requin multiplicaban las reuniones, que hacían perder el máximo de tiempo. Además los Nothons, gracias a una hábil propaganda, tenían entre el público -al que pretendían proteger- una muy mala reputación.
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