Boris Vian - Vercoquin y el plancton

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Vercoquin empieza con una surprise-party y termina con otra, por eso en la parte central se recorren hasta el mareo las estupideces y repeticiones de las oficinas del C.N.U. (Consortium Nacional de la Unificación) Nada menos parecido sin embargo a la mala costumbre de la autobiografía. El lenguaje burbujea con la velocidad del chisteo la genialidad. Se demuestra además que Vian fue el Otro Lado del existencialismo: si bien conversaba en los cafés con Sartre, entre el Ser y la Nada, no elegía nada.

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– Disculpe -dijo Levadoux pasando la cabeza por la abertura del postigo-, [7]pero ¿sabe qué hace Miqueut luego?

– Creo que tiene reunión con Troude -dijo Vidal-, pero sería prudente que se asegurara.

– ¡Gracias! -dijo Levadoux volviendo a cerrar la puerta.

– Volvamos a lo que nos importa -dijo Antioche-. Me parece que tuve suerte en no encontrar a Miqueut esta mañana. Siempre es mejor antes conocer un poco a la gente con la que se va a tratar un negocio.

– Tiene razón -dijo Vidal-. Pero ignoraba que Miqueut tuviera una sobrina.

– Es bastante simpática… -confesó Antioche, pensando en la surprise-party.

– No se parece en absoluto a su tío, en ese caso.

Tenía en efecto, una faz de bobo entrecano cruzado con chino, acentuado por un guiño de los ojos muy desagradable para ver; sufría de miopía, y por coquetería se mostraba a menudo sin anteojos.

– Usted me aterra un poco -dijo Antioche-. En fin, el Mayor se arreglará.

– ¡Ah! ¿Es para el Mayor? -dijo Vidal.

– ¿Lo conoce?

– Como si lo hubiera parido. ¿Quién no ha oído hablar del Mayor? En fin… No quiero darle más charla sobre mi jefe venerado porque detesto hablar mal de las personas. ¿Quiere que pida una cita para usted, luego? ¿A las tres? Entonces estará aquí.

– ¡De acuerdo! -dijo Antioche-. Me quedo en el barrio. Subiré a verlo antes de ir a lo de él. Hasta luego, mi amigo y ¡gracias!

– ¡Hasta luego! -dijo Vidal levantándose de nuevo para estrecharle la mano.

Antioche salió y se cayó sobre un chico de cinco o seis años que galopaba en el corredor como un onagro en la pampa canadiense.

Era un joven espía contratado por Levadoux para vigilar a Miqueut noche y día y saber en qué momentos era posible irse sin que se dieran cuenta a tomar un trago, o yirar un poco. De día Levadoux lo escondía en su escritorio.

René Vidal, sentado de nuevo frente a su mesa, volvió a sacar a la luz del sol el montón de papelotes que había hundido en el cajón de la izquierda.

Cinco minutos después, escuchó un paso de conejo en el corredor y la puerta de Miqueut golpeó. Había vuelto.

Capítulo VI

Vidal entreabrió la puerta de comunicación y dijo a su jefe:

– Señor, he recibido recién una visita que le estaba destinada.

– ¿Por qué asunto? -preguntó el Sub-Ingeniero principal.

– Es el señor Tambretambre, creo, desearía citarse con usted. Se lo he propuesto para luego a las tres. Usted me dijo que estaría libre.

– En efecto… -dijo Miqueut-. Tuvo razón, pero… en principio, no es cierto, le recuerdo que debe consultarme siempre antes de arreglar citas para mí. Sabe que tengo un empleo del tiempo muy cargado y, eventualmente, podría pasar que no estuviera libre; usted comprende, para el exterior, produciría mal efecto. Debemos ser muy prudentes. En fin, esta vez, nótelo bien, lo apruebo, pero en el futuro, en suma, ponga mucha atención.

– Sí, señor -dijo Vidal.

– ¿No tiene nada más para mostrarme?

– He redactado bajo la forma de Nothon el estudio del informante Cassegraine sobre tontos.

– Perfecto. Me lo mostrará. No enseguida, pues espero una visita… mañana, por ejemplo.

Abrió su portafolios y sacó una ficha especial en la que escribía el día, la hora y el lugar de sus citas.

– Mañana… -murmuró-… no, a la mañana voy con Léger a la Oficina del Caucho atormentado y a la tarde… Pero de hecho, esta tarde, no puedo recibir a ese visitante… Ve, Vidal, ya le decía yo de no comprometerse sin haberme consultado. Esta tarde voy a la casa de los Engomadores castigados para una conferencia del profesor Viédaze. No podría recibirlo… El caucho se mueve mucho en este momento.

– Voy a telefonearle entonces -dijo Vidal, que no tenía la más mínima intención de hacerlo.

– Sí, pero, ve, más hubiera valido, en suma, consultarme. Comprende, se hubiera evitado una pérdida de tiempo, siempre perjudicial para el buen funcionamiento del servicio…

– ¿Para qué día puedo citarlo? -dijo Vidal.

Miqueut consultó sus fichas. Pasó un buen cuarto de hora.

– ¡Y bien! -dijo-, el diecinueve de marzo, entre las tres y siete y las tres y trece… Recomiéndele que sea puntual.

Era el once de febrero…

Capítulo VII

René Vidal se apresuró a no telefonear. No conocía el número de Antioche y su proposición tendía únicamente a evitar un fastidioso sermón de Miqueut sobre la necesidad de pedirles a las personas con las que se estaba en relación los datos necesarios para tomar contacto cuando pudiera ser útil en ciertos casos. Un momento después Miqueut volvió a abrir la puerta.

– Mi teléfono está averiado -dijo-, es abrumador. ¿Quiere enviarme a Levadoux?

– Acaba de salir de su escritorio, señor -respondió Vidal (que sabía pertinentemente que Levadoux había desaparecido hacía más de una hora)-. Lo oí.

– Cuando vuelva, entonces, adviértale y envíemelo…

– Comprendido, señor -dijo Vidal.

Capítulo VIII

Durante estos acontecimientos, el Mayor, vestido con un ambo pie de gallina al arroz y llevando su sombrero más chato, recorría a grandes pasos las avenidas de su jardín con aire melancólico. Esperaba el regreso de Antioche, portador de la buena nueva.

El mackintosh lo seguía a tres metros, con un aire más melancólico aún, mordisqueando una hoja de papel de cigarrillos.

A menudo el Mayor escuchaba atentamente. Reconoció el ronquido característico de la Kanibal-Super de Antioche, que se desplazaba siempre en moto: tres largos, tres breves y un silencio en sol mayor.

Antioche subió las avenidas a toda velocidad y se reunió con el Mayor.

– ¡Victoria! -gritó-. He…

– ¿Has visto a Miqueut? -cortó el Mayor.

– No… Pero lo veo esta tarde.

– ¡Ah! -suspiró amargamente el Mayor-. ¿Quién sabe?…

– Me fastidias -dijo Antioche.

– Sé clemente -imploró el Mayor-. ¿A qué hora lo ves?

– ¡A las tres! -respondió Antioche.

– ¿Puedo acompañarte?

– No lo he pedido…

– Telefonea, te lo ruego. Quiero ir.

– Ayer no querías.

– ¿Qué importa? Era ayer… -dijo el Mayor con un profundo suspiro.

– Voy a telefonear… -accedió Antioche.

Antioche volvió un cuarto de hora después.

– ¡De acuerdo, puedes venir! -dijo.

– ¡Voy a prepararme! -gritó el Mayor saltando por el exceso de alegría.

– No vale la pena… Es recién para el diecinueve de marzo…

– ¡Mierda! -concluyó el Mayor-. Me molestan.

Siempre lamentaba tarde su grosería.

– Entonces -dijo con un suspiro emocionante-, no puedo ver a Zizanie hasta dentro de más de un mes…

– ¿Por qué? -preguntó Antioche.

– Promesa de no verla antes de haber pedido la mano a su tío… -explicó el Mayor.

– ¡Promesa estúpida! -comentó Antioche.

El mackintosh, aparentemente de la misma opinión, sacudió la cabeza con aire disgustado esbozando un ¡"Psssh"! despreciativo.

– Lo que me roe el treponema -agregó el Mayor-, es no saber qué hace este monstruoso y testarudo crápula de Fromental.

– ¿Eso qué importa -preguntó Antioche-, si ella te ama?

– Estoy inquieto y perturbado… -dijo el Mayor-. Tengo miedo…

– ¡Aflojas! -dijo Antioche que recordaba la insuficiencia notoria de la que había hecho gala su amigo en el peligroso episodio de la persecución del rufián.

Y pasó el tiempo…

Capítulo IX

El dieciséis de marzo, Miqueut llamó a Vidal a su escritorio.

– Vidal -le dijo-, es usted quien recibió, creo, a ese señor… Tambretambre, creo, ¿no es cierto? Debió anotar, como se lo he recomendado siempre, el objeto de su visita. Prepáreme pues una notita… resumiendo los puntos esenciales a recordar y con, no es cierto, al frente la respuesta a dar… ve, en suma… algo corto, pero suficientemente explícito…

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