Boris Vian - Vercoquin y el plancton

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Vercoquin empieza con una surprise-party y termina con otra, por eso en la parte central se recorren hasta el mareo las estupideces y repeticiones de las oficinas del C.N.U. (Consortium Nacional de la Unificación) Nada menos parecido sin embargo a la mala costumbre de la autobiografía. El lenguaje burbujea con la velocidad del chisteo la genialidad. Se demuestra además que Vian fue el Otro Lado del existencialismo: si bien conversaba en los cafés con Sartre, entre el Ser y la Nada, no elegía nada.

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– …Lo escucho, señor Presidente.

Entonces empezó a proferir a intervalos regulares unos "Simm… Señor Presidente" comprensivos inclinando cada vez ligeramente la cabeza, por deferencia sin duda, y rascándose con la mano izquierda la parte interior de los muslos. Después de una hora y siete minutos, les hizo señas a sus adjuntos de que se fueran, contando con retomar la sesión del consejo más tarde. Troude se despertó sobresaltado, empujado por Emmanuel y Miqueut se quedó solo con su teléfono en la mano. De vez en cuando hundía la siniestra en su cajón y sacaba una costilla, una tostada, una rodaja de salchichón, y diversos ingredientes que masticaba mientras escuchaba…

Capítulo XI

En la tarde del mismo día, a las tres menos cinco, Antioche Tambretambre descendió de su Kanibal y penetró en el Consortium. Desde el sexto, René Vidal escuchó el ruido sordo del motor del ascensor, que hacía vibrar todo el edificio. Se preparó a levantarse para recibir al visitante.

Al fin de su carrera, Antioche enfiló por el corredor estrecho que servía para los escritorios del sexto y se detuvo ante la segunda puerta de la izquierda, que llevaba el número 19. Sólo había once locales en el piso, pero su numeración empezaba en el 9 sin que nadie hubiera podido jamás comprender el porqué.

Golpeó, entró, y estrechó afectuosamente la mano de Vidal, hacia el que se sentía atraído por una simpatía irresistible.

– ¡Buenos días! -dijo Vidal-. ¿Cómo anda?

– No mal, gracias -respondió Antioche-. ¿Se puede ver al Sub-Ingeniero principal Miqueut?

– ¿El Mayor no debía acompañarlo? -preguntó Vidal.

– Sí, pero a último momento no se animó.

– Hizo bien -dijo Vidal.

– ¿Por qué?

– Porque, desde las nueve y veintidós de esta mañana, Miqueut habla por teléfono.

– ¡Diablos! -dijo Antioche admirado-. ¿Pero, va a terminar pronto?

– ¡Vamos a ver! -dijo Vidal.

Se dirigió hacia la puerta del escritorio de Victor y Levadoux.

Victor, solo, escribía.

– ¿Levadoux no está? -preguntó Vidal.

– Acaba de salir de su escritorio -dijo Léger-. No sé donde está.

– Comprendido -dijo Vidal-. No se preocupe por mí.

Volvió con Antioche.

– Levadoux no está, hay una pequeña posibilidad de que Miqueut deje de hablar por teléfono y lo llame, pero nada es menos seguro. No quiero engañarlo.

– Espero un cuarto de hora -dijo Antioche-, y me voy.

– ¿Quién lo corre? -preguntó Vidal-. Quédese con nosotros.

– Estoy -dijo Antioche-, absolutamente obligado a ir a ver a mi dentista, con el que tengo hora.

– Me gustan las corbatas lindas… -señaló inocentemente Vidal, ojeando con una mirada aprobadora el cuello de Antioche.

Era de foulard azul cielo con dibujitos rojos y negros.

– ¡Usted lo dijo! -aprobó Antioche, ruborizándose apenas.

Charlaron todavía algunos minutos y Antioche se fue. Miqueut seguía hablando por teléfono.

Capítulo XII

Antioche vino por las novedades el lunes siguiente, alrededor de las diez y media.

– ¡Buenos días, mi amigo! -exclamó entrando en el escritorio de René Vidal. Pero discúlpeme, lo molesto…

Vidal reinaba en su escritorio rodeado de otros cinco adjuntos.

– ¡Entre! ¡justamente falta uno! -dijo.

– No comprendo… -dijo Antioche-. ¿Miqueut continúa hablando por teléfono?

– ¡Justo! -cloqueó Léger.

– Y es por eso -continuó Adolphe Troude- que celebramos nuestro consejo hebdomadario.

Levadoux que parecía una reencarnación de Miqueut tomó la palabra.

– Quisiera… eh… hoy, tratar un problema que me ha parecido lo suficientemente importante como para constituir el objeto de uno de nuestros pequeños consejos hebdomadarios… es el problema de los teléfonos.

– ¡Ah no!, ¡basta! -dijo Troude-. Ya tenemos suficiente con eso.

– ¡Y bien! -dijo Vidal-, no perdamos tiempo y vamos derecho al grano: ¿Vienen a tomar un trago?

– No tengo ganas de bajar… -dijo Emmanuel.

– Entonces sigamos aburriéndonos -dijo Léger.

– No, ¿qué dirían ustedes -propuso Vidal-, de un concurso literario? De fábulas express por ejemplo.

– Vamos, dígalas… -sugirió Troude.

– "Un solo ser os falta y todo está despoblado"… -declamó Vidal.

– ¡No es de usted! -aseguró Léger.

– ¿Moraleja? -continuó Vidal…

Siguió un silencio.

– ¡Concéntrica!… -susurró simplemente.

Victor enrojeció y se rascó el bigote.

– ¿Tiene otras? -preguntó Pigeon.

– ¡Ya las encontraremos! -dijo Vidal.

– "Un caballo, mal herrado, con una herradura llena de defectos. Hizo tres agujeros en la ruta al andar al galope".

Moraleja:

"A tal herradura, tal camino".

– ¡Aprobado por unanimidad! -dijo Pigeon, resumiendo en tres palabras toda la aprobación de la asamblea.

– Pero lo mismo -prosiguió después de un silencio que se interrumpió cinco minutos más tarde-, es de locos lo que uno se aburre… ¿no es cierto Levadoux?

Se volvió hacia el lado donde estaba este último y constató que se había ido.

Capítulo XIII

El diecinueve de junio a las seis, tres meses día por día después de esta visita de Antioche, Miqueut calmó al teléfono.

Estaba contento, había hecho un buen trabajo y había logrado poner en condiciones dos proyectos de circulares para enviar a la Unión Francesa de Engomadores falsos.

Entretanto se había producido la guerra y la ocupación, por lo que aún no podía preocuparse porque lo ignoraba. El invasor, en efecto, había dejado intacta la red telefónica de París.

El asiento del C.N.U. también estaba intacto.

Los colaboradores, colegas y jefes de Miqueut se habían replegado al interior sin ocuparse de él, ya que se sabía bien que le gustaba partir el último, y después de dos días, volvieron uno tras otro. De esta manera, Miqueut no se dio cuenta de la ausencia momentánea.

Sin embargo, ya era tiempo de que la guerra terminara, o al menos de que las hostilidades oficiales se detuvieran, pues, durante esos tres meses, había agotado las provisiones que se amontonaban en su cajón, royéndolas maquinalmente, según su costumbre.

Sólo René Vidal no estaba todavía de vuelta cuando a las dieciséis y quince, Miqueut entreabrió la puerta de comunicación de sus escritorios. Subía penosamente la escalera en ese momento porque venía a pie desde Angulema y empezaba a fatigarse.

Entró en el preciso momento en que Miqueut, habiendo paseado su mirada circularmente, iba a volver a cerrar la puerta.

– Buenos días, señor -dijo cortésmente Vidal-. ¿Anda bien?

– Muy bien, Vidal, gracias -dijo Miqueut, mirando su reloj con una discreción de gorila-. ¿Se atrasó el subte?

Vidal comprendió en un instante que la llamada telefónica de Miqueut había durado mucho más tiempo de lo previsto. Contraatacó:

– Había una vaca en la vía -explicó.

– ¡Estos empleados del subte son extraordinarios! -dijo Miqueut con convicción-. Podrían vigilar a sus animales. Sin embargo esto no explica su atraso… Son las catorce y veinte y usted debía estar aquí desde las trece y treinta. ¡Por una sola vaca, vamos!

– La vaca no quiso irse -aseguró Vidal. Esos animales son muy testarudos.

– ¡Ah! -dijo Miqueut-, eso es verdad. Habrá problemas para unificarlos.

– El subte se vio obligado a hacer un rodeo -concluyó Vidal-, y eso lleva tiempo.

– ¡Comprendo! -dijo Miqueut-, al respecto, me parece que se podría unificar un sistema de vías que permitiera evitar este tipo de accidentes. Hágame una notita sobre eso…

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