– Entendido, señor.
Y, olvidando el motivo por el cual había entrado, Miqueut volvió a su cubil. Volvió a abrir la puerta cinco minutos después.
– Observe bien, Vidal, que lo que le señalo, la importancia de llegar a las horas exactas, no es tanto por… comprende, sino por la disciplina. Es necesario someterse a una disciplina, y frente al personal inferior, debemos ajustamos a horarios estrictos; en suma, usted ve, es necesario poner mucha atención en ser puntual, sobre todo en este momento, con estos rumores de guerra, y nosotros que estamos destinados especialmente a ser los jefes, en suma, debemos más que los otros dar el ejemplo…
– Sí, señor -dijo Vidal con un sollozo en la voz-, jamás lo volveré a hacer.
Se preguntaba quiénes eran "los otros" y también qué diría Miqueut cuando se enterara del armisticio.
Después se puso a confeccionar un proyecto de Nothons de los barrenderos municipales con bigote, que había abandonado al partir a hacer la guerra en las pastelerías de Angulema. (Era muy joven y muy virgen para hacerla en los bistrots como los oficiales superiores.)
Al hacerlo, tenía cuidado de dejar bien en el centro de cada página un grueso error para corregir, que Miqueut probablemente percibiera desde el primer momento del examen profundo que haría sufrir al proyecto y que le serviría de pretexto para agradables digresiones sobre la acomodación de los términos de la lengua francesa al pensamiento que se desea expresar en una frase y las consecuencias que se pueden deducir sobre todo en lo que concierne al arreglo de un proyecto de Nothon.
Corrió una semana y el Consortium empezó a retomar su vida normal. El Sub-Ingeniero principal Miqueut hizo poner, uno tras otro, nueve timbres nuevos detrás de su sillón, contra la pared, para poder llamar, gracias a ingeniosas combinaciones de timbres y de frecuencias de llamada a todas las dactilógrafas del piso. Este sistema admirable le procuraba amplias alegrías interiores.
Se enteró igualmente durante ese período de los acontecimientos extraordinarios que se habían producido durante su llamada telefónica: la guerra, la derrota, el racionamiento severo, sin manifestar otros cuidados, retrospectivos, de haber visto a sus documentos correr los terribles peligros del pillaje, el saqueo, del incendio, la destrucción, el robo, la violación y la masacre. Se apresuró a esconder una pistola taponada en la puerta de su cocina y desde entonces se consideró digno de dar su opinión de patriota.
Sin embargo, aunque Miqueut recibió mercaderías del campo todo no andaba perfectamente para los otros. La vida se había encarecido excesivamente y las dactilógrafas de los adjuntos de Miqueut que ganaban por lo bajo doscientos francos por mes, y adelgazaban día a día, pidieron aumentos.
Miqueut las llamó, pues, una tras otra, a su escritorio, para sermonearlas un poquito.
– Veamos -dijo a la primera-, ¿parece que usted se queja de no ganar bastante? Pero métase bien en la cabeza que el C.N.U. no tiene los medios de pagarle más.
(El C.N.U. recibía desde hacía poco una subvención de los Khomités de Desorghanización que se elevaba a varios millones.)
– Métase bien en la cabeza -continuó el Sub-Ingeniero principal- que proporcionalmente usted gana más que yo.
(Era cierto si se tenía en cuenta el número de horas extras que él pasaba revolcándose en sus papelotes y entronizando espías sobre los puntos de exégesis… digamos controvertibles.)
– ¡Por otra parte no tiene más que casarse! -proseguía Miqueut, si su interlocutora era virgen-. Verá entonces que gana bastante bien.
(Él, después de haberse casado, hacía economías interesantes: repaso de calcetines gratis, comidas a domicilio sin sirvienta, tan difícil, buena excusa, de encontrar. La penuria causada por la guerra iba a permitirle usar sus zapatos hasta la capellada sin verse acusado de tacañería. En una palabra, Miqueut se abandonaba y se mostraba cada vez menos representativo. Ahorraba para comprarse una caja para Nothons en hierro galvanizado.)
Ya intimidada la secretaria, Miqueut le tiró a la cara en algunos minutos todas las equivocaciones o errores que había cometido desde su llegada al Consortium. Todo era cuidadosamente comentado; después de lo cual expulsaba a la paciente llorando y pasaba a la siguiente.
Terminada la serie, y dando a diez sobre doce la promesa de un aumento masivo al menos de doscientos francos, Miqueut se acomodó en su sillón y se puso a examinar un voluminoso legajo esperando que su viejo enemigo Toucheboeuf lo llamara a lo del Director general para la malilla unificada.
La guerra, Miqueut iba a darse cuenta a su costa, había trastocado mucho las cosas. Las taquidactilógrafas, compradas a precio de oro por los Khomités de Desorghanización, escaseaban en el mercado y no se vendían sino al que ofrecía más, como debe hacerlo toda provisión consciente de su valor. Estas bellas de llaveros levantaban la cabeza, orgullosas de ser necesitadas; es así que al día siguiente de la algarada de Miqueut once de las doce reprendidas renunciaron en conjunto. Miqueut maldijo contra la actitud ingrata de los subordinados y llamó urgentemente al Jefe de Personal, personaje canoso, mal afeitado, llamado Cercueil y cuya situación particular -era al mismo tiempo secretario del Director general- hacía difícil su manejo.
– ¿Hola? -dijo Miqueut-. Aquí el señor Miqueut. ¿Es el señor Cercueil?
– Buenos días, señor Miqueut -dijo el señor Cercueil.
– ¡Necesitaría urgentemente once secretarias! Todas las mías se han ido salvo la señora Lougre. Sin duda usted las había elegido mal.
– ¿No sabe por qué se fueron?
– Se entendían mal con mis adjuntos y se peleaban todo el tiempo entre ellas -mintió descaradamente Miqueut.
Cercueil, que no era un inocente, emitió un suspiro de "Pacific" que zarpa.
– Trataremos de conseguirle otras… -dijo-. Provisoriamente voy a enviarle algunas chicas que acaban de entrar en nuestros servicios anexos.
Cercueil tuvo cuidado de dar a Miqueut las taquidactilógrafas más mediocres porque no quería que se fueran todas las buenas. Por otra parte advirtió a las recién llegadas:
– Las pongo en un servicio muy interesante, pero… bastante delicado, el servicio del señor Miqueut. Pero por supuesto, no es cierto, si no les gusta, no dejen el Consortium por eso, vengan a verme, y las cambiaré de departamento.
Ahí nada servía. Miqueut hubiera desanimado a un macho cabrío. Otra vez había hecho irse a treinta y dos secretarias en dos meses, y sin el providencial llamado telefónico del Presidente, que un poco lo había neutralizado, ese número hubiera sido mucho más elevado.
Los adjuntos se reunieron en el escritorio de René Vidal.
– Entonces -dijo este último-, ¿estamos de vacaciones?
– ¿Por qué? -preguntó Léger.
– No tenemos más dactilógrafas -le explicó Emmanuel.
– ¡Y bien! -dijo Léger-, eso no impide trabajar.
– Eso no impide nada, ni aun decir estupideces, por lo que veo -comentó amablemente Vidal.
– ¡Sólo tenemos que irnos! -dijo Levadoux.
– Lo mismo -dijo Emmanuel-, es de locos lo que uno se aburre.
– Qué quiere -dijo Vidal-, en el fondo nos aburriríamos lo mismo en otra parte y a lo mejor estaríamos menos tranquilos. Aquí lo único molesto es Miqueut.
– Es verdad -exclamaron a coro los otros tres. Léger dio el sol, Emmanuel el mi, y Levadoux un do. Marion dormía en su escritorio y Adolphe Troude estaba en el Comité del Papel.
El teléfono interno rompió la armonía.
– ¡Hola! -dijo Vidal-. Buenos días, señorita Alliage… Sí, hágalo subir.
Читать дальше