El Mayor jamás los había leído. En consecuencia pensaba encontrar allí informaciones útiles, ya que conocía perfectamente los otros dos volúmenes de su biblioteca, la Guía de Teléfonos en dos tomos y el Petit Larousse Illustré y sabía que en ellos no iba a encontrar nada verdaderamente original.
Trabajaba desde hacía ocho días. El problema de la terminología ya estaba resuelto.
Sus esfuerzos se vieron recompensados por el dolor sordo que sentía en la base del cerebelo.
Era nada más que justicia. Pues todo su talento natural había contribuido. Como conocía perfectamente el inglés pudo constatar en muy poco tiempo que el único inconveniente de la palabra "surprise-party" era que tenía una Y. La solución apareció, enceguecedora, al cabo de un estudio de dos horas: reemplazó party por partie.
Las cosas geniales no son siempre tan simples, pero cuando alcanzan esta simplicidad son verdaderamente geniales.
Y el Mayor no se detuvo ahí.
Fue de lo general a lo particular y trató el problema en el espacio y en el tiempo.
Estudió las condiciones geográficas de los emplazamientos más favorables para las surprise-parties:
– orientación del local, con estudio de los vientos dominantes y de las presiones geofísicas resultantes de la altitud y de la composición granulométrica del suelo.
Estudió las condiciones arquitecturales de la construcción del edificio:
– elección de los materiales constitutivos de las paredes importantes;
– naturaleza de los revestimientos antivomitada y parabrillantina que deberían aplicarse a los tabiques;
– emplazamiento de los cuartitos con salidas eventuales protege-padres;
– y koeterá, koeterá.
Llevó el estudio hasta sus mínimos detalles.
No descuidó ni los anexos.
Y estaba un poco aterrado.
Pero no desesperaba.
Jamás desesperaba.
Prefería dormir…
Tercera Parte. EL MAYOR EN EL HYPOÏD
Esa mañana René Vidal se había abierto el segundo botón del saco durante el consejo hebdomadario, porque hacía mucho calor; el termómetro del escritorio de Troude, en efecto, acababa de explotar rompiendo tres vidrios y llenando la pieza con un olor mefítico. Cuando terminó el consejo, Miqueut le hizo una seña a Vidal para que se quedara, sin la cual se hubiera pasado cómodamente, como decía Racine, visto la temperatura belzébica de la guarida del Sub-Ingeniero principal, cuyas ventanas estaban todas cuidadosamente cerradas: Miqueut temía por sus órganos delicados.
Los cinco colegas de Vidal abandonaron la pieza: Miqueut le rogó a Vidal que se sentara y le dijo:
– Vidal, no estoy contento con usted.
– ¡Ah! -dijo Vidal con ganas de hundirle una lapicera en un ojo. Pero el ojo se ocultaba.
– ¡No! Ya le había dicho el año pasado, cuando se enroscó los calcetines con un elástico en lugar de ligas, que frente al exterior no podemos permitirnos la menor incorrección en la vestimenta.
– Si tuvieras en las venas algo más que sangre de rana -dijo Vidal, pero interiormente-, tendrías tanto calor como yo.
– Además, le ruego abrocharse el saco. No está correcto así. Para entrar en mi escritorio le pediría que pusiera un poco de atención. Es un problema de disciplina. Es así como hemos llegado a esto.
Miqueut no agregó que olvidaba locamente la disciplina cuando se trataba de obedecer al llamado de las sirenas de alerta cuyos aullidos resonaban en los techos a intervalos variables.
Aún fastidió a Vidal durante algunos minutos con consideraciones extralúcidas sobre el interés de prever el número de ejemplares de un documento en función del número de personas destinadas a recibirlo y del stock para guardar. Vidal se vengaba regando con sudor la extremidad del zapato izquierdo de Miqueut que se había vuelto a medias hacia él para prodigarle sus esclarecimientos. Cuando el extremo del zapato sólo fue una sopa húmeda (que constituye la característica natural de toda sopa), Miqueut dejó de hablar.
Vidal dejó a su jefe y encontró al Mayor cómodamente sentado en su lugar con los pies estirados sobre el teléfono. Bajo su nalga izquierda se había formado un pequeño charco, pero Vidal recién lo percibió cuando retomó la posesión de su sillón. El Mayor tomó una silla.
– Acaban de operarme de catarata pero aún queda un poco, entonces cada tanto chorrea de esa manera.
– Es muy agradable -aseguró Vidal-, esta humedad refrescante como fundamento. ¿Qué puedo hacer por ti?
– Necesito caños -dijo el Mayor.
– ¿Para qué?
– Para mi proyecto de Nothon de las surprise-parties.
– ¿Qué te falta?
– ¡Calefacción! -dijo lacónicamente el Mayor-. Hice todo el estudio olvidándome de la calefacción. Por fuerza, con esta temperatura y esta penuria del carbón. Mi subconsciente ha debido encontrarlo superfluo.
Bromeó con la idea de su subconsciente.
– Es fastidioso -dijo Vidal-. Espero que lo mismo, eso no te eche todo por tierra… ¿Pensaste en la refrigeración?
– Pucha, no -dijo el Mayor.
– Vamos, ven a ver a Emmanuel -dijo Vidal.
En diez minutos, Emmanuel gracias a su gran competencia en materia de refrigeración resolvió el problema planteado que implicaba la extinción del fuego mediante el truco del agua helada.
– ¿No te olvidaste otra cosa? -preguntó Vidal.
– Difícilmente me doy cuenta… -dijo el Mayor-. Espera… Mira…
Le mostró su proyecto que tenía mil quinientas páginas de formato grande.
– Creo que esto basta… -dijo Vidal.
– Me pregunto si Miqueut se dará cuenta de que me olvidé de la calefacción…
– A la primera ojeada -aseguró Vidal.
– Entonces, es necesario que complete eso… -dijo el Mayor-. ¿Quién se ocupa de calefacción aquí?
– Levadoux -dijo Vidal con inquietud.
– ¡Oh! ¡Mierda! -suspiró el Mayor con convicción, pero también con tristeza.
Pues era muy evidente que Levadoux había desaparecido.
Para reemplazar a las dactilógrafas que lo habían abandonado hacía poco, Miqueut logró por medio de Cercueil siete inocentes vírgenes cuyos méritos, sensiblemente análogos, se aproximaban al cero.
Miqueut, feliz de poder mostrar a esas juventudes su concepción del rol de jefe, se gratificaba haciéndolas rehacer los documentos ocho y diez veces seguidas.
No vislumbraba el peligro que iba a ser para su servicio estropeado, la distribución, por la Cosa nacional, de las píldoras vitamínicas con hormonas de cancoillote envueltas en azúcar de corrientes de agua. Este producto superenergético producía en esos organismos de diecisiete a veinte años efectos asombrosos. Un ardor salvaje emanaba del menor gesto de esas chicas. Al cabo de cuatro distribuciones la temperatura del escritorio común había subido en tales proporciones que el inocente visitante que entraba sin precauciones especiales podía ser volteado, derrumbado, por la energía inhumana de la atmósfera ambiente. Sólo quedaba el recurso de huir o de desnudarse rápidamente, para poder mantenerse, sin hacerse ilusiones sobre el desarrollo de los acontecimientos.
Pero el cuerpo de nucleolo del Sub-Ingeniero principal siempre irrigado por su sangre de rana, pasaba a través de todo eso como una salamandra por las llamas y su ventana se mantenía cerrada día y noche cualquiera fuese el calor del aire. Miqueut hasta se había puesto un chaleco suplementario para combatir los efectos de una posible baja de temperatura.
Leía, sentado en su sillón, sobre el almohadón de cretona floreada, una versión taquigráfica de la reunión y bruscamente su ojo chocó con una frasecita, anodina en apariencia, cuyo contacto le fue tan desagradable que debió quitarse los anteojos y frotarse el párpado durante seis minutos, sin sentir otro alivio que el que acompaña la transformación de una picadura en una quemadura. Hizo girar su sillón giratorio y apretó con el dedo el tercer botón siguiendo un ritmo complicado.
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