Fromental siguió a Zizanie lentamente.
Ésta tomó la calle de Cherche-Midi, dobló en la de Bac, enfiló a la de La Boétie, el boulevard Barbes, la avenida de Tokio y llegó directamente a la Place Pigalle. El Consortium se levantaba no lejos de allí, detrás de la Escuela Militar. Sin dudar sobre el rumbo de Zizanie, Fromental aceleró bruscamente y llegó al C.N.U. dos minutos antes que ella. Justo el tiempo necesario para tirarse por la escalera y llamar al ascensor desde el segundo subsuelo.
Zizanie, que no lo había visto, se dirigió pausadamente al hangar ad hoc y ató con cuidado su bicicleta a uno de los pilares de la armadura metálica que sostenía un techo de tela ondulada. Tomó su cartera. Al llegar frente a la caja del aparato elevador que sólo servía a los dos pisos superiores de acuerdo con las prohibiciones en vigor, apretó el botón.
Abajo, Fromental impedía cualquier movimiento de la máquina manteniendo la puerta abierta. Por lo tanto nada se movía.
– ¡No hay corriente!- dijo Zizanie.
Y emprendió el ascenso pedestre de los seis veces veintidós escalones que llevaban al departamento, de su tío.
Acababa de pasar el cuarto piso cuando el ascensor se sacudió. Llegó al sexto en el mismo momento en que ella ponía el pie sobre el último escalón. Abrir la puerta de hierro forjado, apoderarse de la pequeña, arrastrarla a la cabina y apretar el botón para bajarla no fue para Fromental sino un juego en el que la pasión, notoria bajo la tela liviana de un pantalón de verano, decuplicaba la energía aunque trabara un poco la libertad natural de sus movimientos.
El ascensor se detuvo en la planta baja. Fromental se apoderó nuevamente de Zizanie a la que había soltado durante el descenso y abrió la puerta corrediza interior sobre la izquierda. Y la puerta exterior se abrió sola porque el Mayor acababa de llegar.
Y el Mayor con la mano derecha tomó al vuelo a Zizanie. Con la izquierda arrancó a Fromental de la cabina y lo tiró por la escalera hacia el subsuelo. Después entró serenamente con Zizanie en el aparato que los depositó casi enseguida en el sexto.
En seis pisos el Mayor tuvo tiempo de hacer un buen trabajo. Pero patinó al salir y estuvo a punto de aplastarse las narices contra las baldosas del palier. Zizanie lo sostuvo a tiempo.
– ¡También tú me has salvado! Estamos a mano, ángel mío -dijo el Mayor besándola tiernamente en los labios.
Usaba un rouge muy pastoso que manchó al Mayor. Antes que este último hubiera podido hacer desaparecer esas marcas comprometedoras, Miqueut, que se disponía a ver a Toucheboeuf, surgió bruscamente en el corredor encima de ellos.
– ¡Ah! Buenos días, señor Loustalot… ¡Mire! llegó al mismo tiempo que mi sobrina… Le presento a su secretaria… Ejem… Ejem… Ve a trabajar -continuó, dirigiéndose a Zizanie-. La señora Lougre te dará las indicaciones necesarias. ¿Comió frambuesas? -continuó este hombre charlatán mirando con atención la boca del Mayor-. No creía que ya fuese la época…
– En mi casa hay muchas -explicó el Mayor…
– Tiene suerte… Ejem… Ejem… Bajo a lo de Toucheboeuf. Póngala un poco al corriente esperando, en suma, que podamos tener una pequeña entrevista… para ampliar nuestro campo.
Durante este cambio de amabilidades el ascensor había vuelto a bajar. Ahora volvía trayendo a un Fromental furioso que se sobresaltó al ver a Miqueut.
– Buenos días, mi amigo -dijo éste, que lo había visto por primera vez en la Delegación-. ¿Qué hay de nuevo? Sin duda venía a buscarme para ir a lo de Toucheboeuf.
– Yyy… ¡Sí! -balbuceó Fromental, muy contento con ese pretexto.
– Le presento al señor Loustalot, mi nuevo adjunto -dijo el amigo-. El señor Vercoquin, de la Delegación. El señor Loustalot es el que ha establecido el proyecto de Nothons sobre el cual la Delegación ha tenido a bien enviarnos algunos elogios… -continuó Miqueut.
De pronunciar esas dos palabras "La Delegación" dos veces seguidas como ahora, estaba hasta las orejas. Casi se ahogaba.
Fromental murmuró algo que podía tomarse por lo que uno quisiera. Las interpretaciones del Mayor y de Miqueut fueron muy diferentes.
– ¡Bueno! -terminó este último-, aprovechemos el ascensor, mi querido Vercoquin. Hasta luego, señor Loustalot.
Desaparecieron ante los ojos divertidos del Mayor.
Al entrar en el corredor del sexto el Mayor estalló en carcajadas, y con la manera demoníaca que le era propia, hizo desvanecer a la secretaria de Vincent, un ingeniero del servicio de Toucheboeuf, una desgarbada canosa que siempre temía atentados contra su pudor…
El Mayor se instaló cómodamente en el amplio escritorio de Vidal que paseaba por algún lugar del sexto. Ya estaba al corriente de las costumbres de la casa y sabía que la partida del hombre para los pisos inferiores era la señal de salida general para sus adjuntos.
Levantó el tubo y pidió el 24.
– ¿Hola? señorita Zizanie, para el señor Loustalot por favor.
– Bien, señor -respondió una voz femenina.
Un minuto… y Zizanie entró en su escritorio.
– Bajemos a tomar un himalaya -propuso el Mayor.
No lejos del Consortium había un Milk-bar en el que se encontraban un montón de cosas frías que nadaban en jugos diversos, muy deleitosas, y con nombres muy pomposos y ascendentes.
– Pero… ¡mi tío! -objetó Zizanie.
– Lo jodemos -respondió fríamente el Mayor-. Bajemos.
Sin embargo no bajaron enseguida. Al entrar, Pigeon y Vidal se dieron vuelta discretamente para darle tiempo al Mayor de abrocharse y, cuando Zizanie a su vez estuvo lista, se unieron a ellos porque también tenían sed.
– ¿Y? -preguntó Vidal mientras bajaban lentamente los escalones-. ¿Tus primeras impresiones?
– Excelentes -dijo el Mayor terminando de acomodar sus partes.
– Tanto mejor -aprobó Emmanuel a quien Zizanie le parecía, en efecto, susceptible de provocar buenas impresiones.
Una vez afuera, doblaron a la izquierda (no la del Mayor) y tomaron un pasaje protegido de la caída de meteoros varios por vidrios armados cuyo enrejado interior en alambres soldados presentaba una malla cuadrada de 12,5 milímetros de lado, más o menos. Era el camino habitual de Vidal y Pigeon, cuidadosos de evitar los encuentros fortuitos así inopinados y desagradables como eventuales, con individuos capaces de salir de un subte y pertenecer además al personal del Consortium, y ocupando un puesto que les permitiera la provocación ulterior de molestias variadas con relación a estos dos interesantes personajes. Además presentaba la ventaja de alargar el trayecto.
En el pasaje, los libreros abundaban y esta ventaja secundaria aumentaba la atracción del camino oculto.
En el Milk, una muchacha un poco pelirroja y bien formada les preparó cuatro ensaladeras de helado y Emmanuel vio entonces a André Vautravers. Habían sido compañeros de promoción y alguna vez prepararon juntos el Cépéha.
– ¿Cómo te va, viejo? -exclamó Vautravers.
– ¿Qué tal? -respondió Pigeon-. Pero, aunque no tengo necesidad de preguntártelo: por lo que veo, los negocios te van bien.
Vautravers en efecto, estaba vestido con un magnífico traje nuevo y tenía zapatos de becerro claro.
– Paga la Delegación -continuó Emmanuel.
– Bastante bien -confesó Vautravers-. ¿Cuánto ganas?
En voz baja Emmanuel le dijo la cifra.
– Pero, viejo -rugió Vautravers-, es ridículo… Escucha, tengo ahora bastante influencia en la Delegación como para obtener del Comisario Requin que te haga aumentar. Sólo tendrá que decirle una palabra a tu Director General… De esa manera, caminará… Comprendes, es inadmisible que haya entre nuestros honorarios tal diferencia…
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