Boris Vian - El otoño en Pekín

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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– Tómate una copa con nosotros.

– Gracias, patrón.

– ¿Le molesta el hotel al ferrocarril? -preguntó Cobre.

– Exacto -dijo Pippo-. A ese puto ferrocarril. ¡Chin, chin!

– Chin, chin -repitió Cobre y los tres vaciaron sus vasos de un trago.

– ¿Está Angel? -preguntó Ata.

– Está en su habitación, creo yo -dijo Pippo-. Pero no estoy seguro, eh. Lo creo, nada más. Sigue dibujando -tocó un timbre, situado detrás de la barra-. Si está, ahora viene.

– Gracias -dijo el arqueólogo.

– El Amapolís ese es un purco -decidió Pippo y comenzó de nuevo a canturrear, mientras secaba vasos.

– ¿Cuánto te debo? -preguntó el arqueólogo, viendo que Angel no bajaba.

– Una miseria -dijo Pippo-, treinta francos.

– Aquí los tienes -dijo el arqueólogo-. ¿Vienes con nosotros a dar una vuelta por el tajo? Angel no debe de estar en su cuarto.

– Ah, no puedo ir -dijo Pippo-. Están todos como moscas a mi alrededor y, en cuanto me fuese, se lo beberían todo.

– Pues, hasta luego.

– Hasta luego, patrón.

Cobre, después de dirigirle una hermosa sonrisa a Pippo, que le dejó tartamudeante, salió en pos de Atanágoras y ambos se dirigieron hacia el tajo.

El aire olía a flores y a resina. A ambos lados de una especie de pista, trazada por las niveladoras, habían acumulado montones de hierbas verdes salvajemente arrancadas, de cuyos ásperos tallos escurrían lentamente goterones vidriosos y fragantes, que rodaban por la tierra y se quedaban empanados en arena. La vía seguía aquel trazado, marcado por las máquinas según las indicaciones de Amadís. Atanágoras y Cobre contemplaban con una incierta tristeza los montones de duras hierbas, arrumbadas a uno y otro lado del camino sin el más mínimo gusto, y los estragos producidos en las desnudas superficies de las dunas. Subieron, bajaron, volvieron a subir y, por fin, llegaron al tajo.

Desnudos de cintura para arriba, encorvados bajo el sol sin personalidad, Carlo y Marin agarraban con ambas manos unas perforadoras de gran calibre. El aire retumbaba con las secas explosiones de aquellos chismes y con el rugido del cercano compresor. Trabajaban sin tregua, medio cegados por el chorro de arena que levantaba el tubo de escape y que se les pegaba a la piel sudorosa. Una medida de vía estaba ya explanada y se alzaban; lisos y cortantes, los dos costados de la zanja de cimentación. Había abierto una trinchera en la duna hasta el nivel medio del desierto, que Ana y Angel habían calculado según levantamientos topográficos efectuados previamente, y que se encontraba a mucha mayor profundidad que el suelo que pisaban habitualmente. Sin duda iba a ser necesario tender aquella parte de la vía por una zanja entre terraplenes y ya se acumulaban montones de arena a ambos lados.

Atanágoras arrugó el entrecejo.

– ¡Qué bonito va a quedar esto…! -murmuró, mientras Cobre callaba y se acercaban a los dos hombres-. Buenos días.

Carlo levantó la cabeza. Era alto y rubio y sus azules ojos, inyectados en sangre, parecían no distinguir a su interlocutor.

– Hola… -susurró Carlo.

– Esto va avanzando -consideró Cobre.

– Está duro -dijo Carlo-, durísimo. Como piedra. Sólo la capa superior es de arena.

– A la fuerza -explicó Atanágoras-. Como nunca sopla el viento, la arena se ha petrificado.

– Y, entonces, ¿por qué no se ha endurecido también la superficie? -preguntó Carlo.

– Hasta donde penetra el calor del sol -explicó el arqueólogo-, es imposible que haya petrificación.

– ¡Ah! -dijo Carlo.

Marin dejó a su vez de trabajar y advirtió:

– Si nos paramos, ese cerdo de Arland se nos sube al lomo.

Carlo volvió a poner en marcha su perforadora.

– ¿Sólo ustedes dos tienen que hacer todo esto? -preguntó Atanágoras, que se veía obligado a gritar para hacerse oír sobre el estrépito de la perforadora.

La larga barrena de acero horadaba la arena, de la que hacía brotar una polvareda azulada. Sobre los dos asideros horizontales, las fuertes manos de Carlo se crispaban desesperadamente.

– Sólo nosotros… -contestó Marin-. Los demás están buscando el balasto.

– ¡¿Con los tres camiones?! -aulló Atanágoras.

– ¡¡Sí!! -respondió Marin en la misma tonalidad.

Marin tenía unas greñas morenas e hirsutas, pelo en el pecho y una cara infantil y estragada. Su mirada pasó del arqueólogo a la muchacha.

– ¿Quién es? -preguntó a Atanágoras, deteniendo la perforadora.

– Me llamo Cobre -le tendió la mano-. Hago el mismo trabajo que ustedes, pero ahí abajo.

– Hola -Marin sonrió y estrechó suavemente aquellos dedos nerviosos con su mano reseca y agrietada.

Carlo continuaba trabajando y Marin, apesadumbrado, contempló a Cobre.

– No podemos pararnos, por culpa de Arland, que si no, nos habríamos ido a tomar unos vinos.

– Y tu mujer ¿qué? -gritó Carlo.

– ¿Tan celosa es? -preguntó Cobre, riendo.

– Claro que no -dijo Marin-. Ya sabe ella que soy formal.

– Y qué remedio… -precisó Carlo-. Por estos andurriales no hay mucho donde elegir.

– El domingo nos veremos -prometió Cobre.

– A la salida de misa -añadió Marin, por bromear.

– Aquí no se va a misa.

– Hay un ermitaño -dijo Atanágoras-. Por lo pronto, iremos el domingo a ver al ermitaño.

– Pero ¿a quién se le ocurre? -protestó Marin-. Prefiero irme a beber un trago con mi pequeño.

– El abad vendrá a explicarles lo pertinente -dijo el arqueólogo.

– Que se vaya al infierno -dijo Marin-. No me gustan los curas.

– ¿Qué otra cosa puedes hacer? -le advirtió Carlo-. ¿Pasarte la tarde dando vueltas con la parienta.y con los chicos?

– A mí tampoco me gustan los curas -dijo Atanágoras-, pero éste es distinto.

– Seguro -dijo Marin-, pero lleva sotana.

– Es muy divertido -dijo Cobre.

– Esos son los más peligrosos.

– Tú, Marin, muévete -dijo Carlo-, que ese cerdo de Arland nos va a dar para el pelo.

– Ya voy… -murmuró Marin.

Las perforadoras reanudaron su brutal golpeteo y nuevamente brotó un chorro de arena.

– Hasta la vista, muchachos -dijo Atanágoras, alejándose-. Tómense una copa y que Barrizone las ponga en mi cuenta.

Cobre se despidió de ellos, moviendo una mano.

– ¡Hasta el domingo! -le dijo Marin.

– ¡Bocazas! -dijo Carlo-. Que es mucha hembra para ti…

– El viejo es un cabrito -dijo Marin.

– No, hombre -dijo Carlo-. Tiene buen aire.

– Entonces será un cabrito bueno -dijo Marin-. Que los hay.

– Ya me estás jodiendo -dijo Carlo.

Se secó con el antebrazo el sudor de la cara. Apenas se apoyaban sobre aquellas pesadas herramientas y se desprendían bloques compactos, que se desplomaban ante ellos, llenándoles la garganta de arena ardiente. Sus oídos se habían acostumbrado tanto al estruendo monótono de las perforadoras que les era posible entenderse con murmullos. Hablaban mucho mientras trabajaban, para desahogar la pena que sentían, porque nunca acabaría aquello. Y, de pronto, Carlo se ponía a soñar en voz alta.

– Cuando terminemos…

– Habrá que volver a empezar.

– El desierto acaba en alguna parte…

– Tendremos otro trabajo.

– Pero tendremos derecho a tumbarnos un rato…

– Podríamos parar de trabajar…

– Estaríamos tranquilos…

– Habría tierra, agua, árboles y una chica guapa.

– Dejar de cavar…

– Nunca acabaremos.

– Y, encima, ese cerdo de Arland.

– Que no hace nada y gana más.

– Nunca lo conseguiremos.

– Quizá el desierto no acaba en ninguna parte.

Sus férreos dedos se engarfiaban fuertemente en los mangos, la sangre se les secaba en las venas y sus palabras ya no eran perceptibles, apenas un susurro, en las comisuras de sus labios abrasados. Bajo el denso tejido de sus pieles morenas funcionaban unos músculos nudosos, torneadas protuberancias que se removían como animales coordinados metódicamente.

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