– Las mujeres no son así -dijo Ana-. Ignoran que existen otras cosas. Al menos, la mayoría. Ellas no tienen la culpa. Ni se atreven, ni se dan cuenta de lo que hay que hacer.
– Pero ¿qué es lo que hay que hacer?
– Tumbarse -dijo Ana-. Quedarse tumbado ahí, sobre la arena, oyendo soplar el viento y con la cabeza vacía; o moverse y verlo todo y hacer cosas, casas de piedra para la gente, coches, luz, todo lo que haya que tener para que nadie tenga nada que hacer y se puedan quedar tumbados sobre la arena, al sol, con la cabeza vacía, y acostarse con mujeres.
– Que es lo que tú deseas a veces -dijo Angel- y a veces, no.
– Lo deseo siempre, pero también deseo todo lo demás.
– No destruyas a Rochelle -imploró Angel, con voz temblorosa.
– Se destruye ella misma -Ana se pasó una mano por la frente-. Tampoco tú lo podrás impedir. En el futuro, cuando yo la haya abandonado, estará muy estropeada, pero, si te ama, rápidamente volverá a ser la de antes. Casi la de antes. No obstante, se estropeará de nuevo y dos veces más de prisa, y te será imposible soportarlo.
– ¿Entonces…?
– Bueno, ignoro lo que harás -dijo Ana-. Pero sí sé que, conforme la vayas amando más, se irá estropeando a una velocidad que aumentará en progresión geométrica.
– Intenta comportarte de una manera horrible con Rochelle.
– No me es posible todavía -Ana rió-. La quiero aún, me gusta acostarme con ella.
– Calla -dijo Angel.
– Me voy a terminar los cálculos. No seas bobo, habiendo tantas chicas guapas…
– Me aburren -dijo Angel-. Tengo demasiada pena dentro de mí.
– Vete a dar una vuelta -Ana le apretó un hombro, con fuerza-, a tomar un poco el aire. Y piensa en otra cosa.
– Fui yo quien te propuso dar un paseo y tú no has querido -dijo Angel-. No puedo pensar en otra cosa. Rochelle ha cambiado tanto…
– Claro que no -dijo Ana-. Únicamente que ha aprendido un poco a moverse mejor en la cama.
Angel gruñó algo, antes de marcharse. Al tiempo que entraba en su despacho, Ana se echó a reír.
Angel resbalaba en la arena caliente y, penetrando a través del trenzado de sus espartanas sandalias de cuero, los granos menudos se le deslizaban entre los dedos de los pies, seguía oyendo la voz de Ana, sus palabras, mientras conservaba en los ojos el rostro suave y fresco de Rochelle, sentada ante la máquina de escribir en el despacho de Amadís Dudu, aquel arco puro de sus cejas, sus labios brillantes.
Frente a él y en la lejanía, la primera banda negra caía sin un pliegue, dividiendo el suelo por medio de una línea opaca, inflexiblemente recta, que se ajustaba estrictamente a las sinuosidades de las dunas. Caminaba todo lo de prisa que le permitía aquel terreno inestable, perdiendo algún centímetro a cada paso cuando subía y precipitándose a toda velocidad por las onduladas pendientes, físicamente feliz de abrir con sus huellas un camino amarillo. Paulatinamente se calmaba su pena, insidiosamente ajada por la pureza porosa que le rodeaba, por la absorbente realidad del desierto.
La franja de sombra, cada vez más próxima, se alzaba formando una muralla de altura indefinida, lisa y empañada, más fascinante que una sombra auténtica, porque era como una ausencia de luz, un vacío compacto, una solución de continuidad de un rigor implacable.
Unos pasos más y Angel penetraría en la tiniebla. Estaba al pie de la muralla y adelantó tímidamente una mano. La mano desapareció de su vista y Angel sintió el frío de la otra zona. Sin dudarlo, penetró por completo en aquel oscuro velo, que de repente lo envolvió.
Anduvo lentamente. Sentía frío y los latidos crecientes de su corazón. Buscando en los bolsillos, encontró la caja y encendió una cerilla. Tuvo la impresión de que la cerilla ardía, pero la oscuridad siguió siendo absoluta. La dejó caer, un poco sobresaltado, y se frotó los ojos. Por segunda vez, cuidadosamente, raspó el trocito de fósforo contra la rugosa superficie de lija. Oyó el silbante chirrido de la cerilla encendiéndose. Se guardó la caja y, tanteando por instinto, acercó su dedo índice al casi inaudible chisporroteo de la madera. Al sentir la quemadura, retiró velozmente la mano y dejó caer la cerilla.
Angel dio media vuelta, precavidamente, e intentó regresar al punto de partida. Sintió que tardaba más que a la ida, por las tinieblas constantemente impenetrables. Se detuvo otra vez. La sangre fluía aceleradamente por sus venas y sus manos estaban heladas. Se sentó, intentando tranquilizarse, y embutió las manos en los sobacos, para calentarlas.
Esperó. Los latidos de su corazón perdían intensidad. En todos sus miembros conservaba la impresión de los movimientos efectuados desde que penetró en la oscuridad. Pausadamente, con sosiego, volvió a orientarse y, a paso decidido, se dirigió hacia el sol. Algunos segundos más tarde, sintió el cálido contacto de la arena y el desierto, inmóvil y amarillo, llameó ante sus ojos parpadeantes. En la lejanía, vislumbró la vibración que se mantenía sobre el tejado plano del hotel Barrizone.
Se alejó del muro de tinieblas y se dejó caer sobre la arena oscilante. Muy próxima a sus ojos, una lucífera se deslizaba perezosamente por un largo y curvo tallo de hierba, al que recubría con una película irisada. Angel se tumbó, dejando a su cuerpo encajarse en la arena, y, relajando totalmente sus músculos y sus pensamientos, se abandonó a su propia respiración, sereno y triste.
(REUNIÓN)
1)
Nada más llegar y ver que el ujier no estaba en su puesto, el presidente Ursus de Janpolent arrugó el entrecejo. No obstante, no se detuvo y entró en la sala de reuniones. El ceño se le arrugó otra vez, porque no había nadie alrededor de la mesa. Con el índice y el pulgar tomó el sedal de su reloj de oro, sedal que había sido concebido bajo la especie de una cadena de idéntico metal, y tiró. El irreprochable mecanismo arrastraba -fenómeno extraño, si los hay- la misma hora que poco antes tanto había hecho apresurarse a Ursus de Janpolent. Comprendiendo, gracias a ello, las ausencias combinadas y no conspirantes -como había llegado a sospechar-, del ujier y de los miembros del Consejo, cubrió a la carrera el camino de regreso a su automóvil e intimó a su diligente chófer a que le llevase a cualquier parte, no fuera a ser que se descubriese a todo un presidente de Consejo de Administración llegando el primero, ¡eso, de ninguna manera, maldita sea!
2)
Con un rictus de hastío en los labios, el ujier brotó del apacible excusado con el tiempo justo para abrir, sin remoloneos, el armario que guardaba las colecciones de postales obscenas. Un rictus de hastío en los labios, las manos temblorosas y la bragueta húmeda, todo indicaba que el ujier tenía su día. Aquello fluía todavía un poco, encendiéndole al final de la espina dorsal discordantes y decrecientes estallidos, y poniéndole rígidos sus viejos músculos nalgueros, curtidos por años y años de silla.
3)
Los pulmones del perrito despanzurrado por Agata Marion, que conducía, según su costumbre, sin mirar, tenían un notable color verde, tal como comprobó el funcionario barrendero, cuya ágil escoba lanzó la carroña por una boca de alcantarilla. Poco después, la alcantarilla empezó a vomitar y hubo que desviar la circulación durante algunos días.
4)
Después de diversos avatares, provocados tanto por la malignidad de los seres humanos o de las cosas como por las inexorables leyes de la probabilidad, se reunió ante la puerta de la sala de juntas la casi totalidad de los convocados, que fueron introduciéndose en dicho lugar tras los frotamientos palmarios y las eyaculaciones de saliva aspergeada que son de uso en las sociedades civilizadas y que las sociedades militarizadas sustituyen por manotadas a la sien y taconazos ante el jefe, acompañados, en ciertos casos, de escuetas interjecciones aulladas a distancia, lo que, convenientemente considerado, podría inducir a creer en la higiene militar, opinión que, con todo, uno se ve obligado a abandonar nada más ver las letrinas de aquestos, con la excepción de los militares americanoides, los cuales cagan en fila y mantienen sus estancias para la caca en permanente estado de limpieza y olor a desinfectante, como ocurre también en algunos países en los que se cuida la propaganda y en los que se tiene la fortuna de contar con una falta de población a la que persuadir mediante semejantes medios, que es lo que sucede a escala general, siempre que a la propaganda no se la cuide al tuntún, sino teniendo en cuenta los deseos puestos de manifiesto por los servicios de prospección y de orientación, como asimismo los resultados plebiscitarios de los referenda, que los gobiernos felices organizan pródigamente para aumentar aún más el dichoso bienestar de las hordas a las que administran.
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