– ¡Cucú!
El ermitaño levantó la cabeza y dijo:
– No vale todavía. Sólo he contado hasta cincuenta.
– ¿Estabas jugando al escondite, hijo mío? -preguntó Petitjean.
– Sí, padre. Con Lavándula.
– Ah, qué bien… ¿Me dejáis jugar con vosotros?
– Claro que sí -dijo Claude, poniéndose en pie-. Voy a buscar a Lavándula, que se pondrá muy contenta cuando se lo diga.
Pasó a la cocina. Como comitiva del abad, entraron en la cabaña Angel, Cobre y el arqueólogo.
– Al encontrar a un ermitaño -preguntó, extrañada, Cobre-, ¿no reza usted alguna plegaria especial?
– Oh, no -dijo el abad-. Entre gente del oficio… Esos artificios se reservan para los no iniciados. Para los demás, basta con seguir las reglas normales.
Léon regresó, seguido por una negra maravillosa. La negra tenía ovalada la cara, una nariz fina y recta, grandes ojos azules y una extraordinaria masa de cabellos rojos. Vestía un sujetador negro.
– Esta es Lavándula -presentó Claude Léon, quien exclamó, al ver a los otros tres visitantes-: ¡Hola!, ¿cómo están ustedes?
– Me llamo Atanágoras -dijo el arqueólogo-. Este es Angel y aquí tienen ustedes a Cobre.
– ¿Quieren que juguemos al escondite? -propuso el ermitaño.
– Hablemos seriamente, hijo mío -dijo el abad-. Como tengo que realizar una inspección, debo hacerte algunas preguntas para el informe.
– Nosotros nos retiramos -dijo Atanágoras.
– De ninguna manera -dijo Petitjean-. En cinco minutos termino.
– Pasen conmigo a la cocina y así les dejamos trabajar -dijo Lavándula-. Ustedes dos pónganse cómodos.
La piel de Lavándula tenía exactamente el mismo color que los cabellos de Cobre, y viceversa. Angel trató de representarse una miscelánea de cabellos de una con piel de otra y sintió vértigo.
– Lo han hecho ustedes intencionadamente -le dijo a Cobre.
– Claro que no -arguyó Cobre-. Yo no la conocía.
– Le aseguro -dijo Lavándula -que ha sido una casualidad.
Pasaron a la cocina y el abad y Claude Léon se quedaron solos.
– Tú me dirás, pues -comenzó Petitjean.
– Sin novedad -dijo Léon.
– ¿Te gusta este lugar?
– Vamos tirando.
– Y ¿cómo te encuentras en cuanto a la gracia?
– Viene y va.
– ¿Pensamientos?
– Negros. Pero con Lavándula es comprensible, ¿no? Negros, pero no tristes. Negros y con fuego.
– Ese es el color del infierno -dijo el abad.
– Sí -admitió Claude Léon-, pero el interior de Lavándula es de terciopelo rosa.
– ¿De veras?
– Es la pura verdad.
– Picotá, picotí, arriba la cola, abajo la nariz.
– ¡Así sea! -respondió el ermitaño.
El abad Petitjean recapacitó.
– Me da la impresión de que todo está en orden. Y creo que llegarás a ser un ermitaño presentable. Convendría que pusieses un letrero. La gente vendría los domingos a verte.
– Excelente idea.
– ¿Has elegido alguna acción santificadora?
– ¿Cómo dice?
– ¿Es que nadie te lo ha explicado? Algo en el estilo de permanecer a pie quieto en lo alto de una columna o flagelarse cinco veces al día o llevar cilicio o comer piedras o dedicar a la oración jornadas de veinticuatro horas, etcétera, etcétera.
– Nadie me ha hablado de eso. ¿Puedo elegir algo diferente? Todo lo que usted me propone no me parece bastante santificador y, encima, ya lo han hecho otros.
– Hijo mío, desconfía de la originalidad -dijo el abad.
– Sí, padre -asintió el ermitaño, que estuvo unos momentos meditando, para acabar proponiendo-: Puedo fornicar con Lavándula…
Entonces le correspondió al abad el turno de reflexionar con intensidad.
– Personalmente no veo ningún inconveniente. Pero ¿has pensado que tendrás que hacerlo cada vez que haya visitantes?
– Resulta agradable -contestó Claude Léon.
– De acuerdo, entonces. ¿De terciopelo rosa, realmente?
– Realmente.
– Pavoroso -Petitjean se pasó una mano por el bajo vientre-. Bueno, pues esto es todo lo que tenía que comunicarte. Haré que te envíen un suministro de latas de conservas, por intermedio del Socorro Eremítico.
– Ya tengo -dijo Claude.
– Como no te faltarán visitantes, necesitarás muchas. Ahí cerca están construyendo un ferrocarril.
– Coño -dijo Claude Léon, pálido, pero auténticamente embelesado-. Confío en que vengan con frecuencia.
– Repito: me espantas -repitió el abad Petitjean-. Y, sin embargo, soy un tipo duro. Paco Peco, chico rico…
– …Paco Peco, poco pico -completó el ermitaño.
– Vamos a reunirnos con los demás -propuso Petitjean-. Por lo que respecta a tu acción santificadora, no hay nada más que hablar. Así lo haré constar en mi informe.
– Gracias -dijo Claude.
No cabe la menor duda que Amadís Dudu es un tipo horrible. Fastidia a todo el mundo y quizá, hacia la mitad de la narración, haya que suprimirlo, simplemente porque obra siempre de mala fe y es altanero, insolente, pretencioso. Y por si fuese poco, homosexual. Ahora ya casi todos los personajes están en su sitio, lo que producirá diversos ava t ares. En primer lugar, la construcción del ferrocarril, que no es tarea pequeña, ya que se les ha olvidado el balasto. Y es esencial, porque no se puede sustituir por las conchas de los pequeños caracoles amarillos, como, encima, nadie ha propuesto. Por lo pronto van a montar los carriles sobre las traviesas, que quedarán, mientras tanto, en el aire, y luego rellenarán por abajo con el balasto, cuando llegue. Se puede, naturalmente, tender de esa manera una vía. Sin embargo, no era este enredo del balasto lo que yo había previsto, cuando anuncié que también hablaría de los guijarros del desierto. Había indudablemente en aquellas palabras mías una forma grosera de representación simbólica, raquíticamente intelectual, pero es evidente que la atmósfera de un desierto, como el de Exopotamia, se hace, a la larga, un tanto deprimente, a causa, en particular, de ese sol con bandas negras. Por último, advierto que todavía tiene que aparecer un nuevo personaje secundario: Alfredo Jabès, que sabe muy bien lo que es un modelo a escala reducida; pero ya es demasiado tarde. Naufragará el barco de Cruc y, cuando Cruc llegue, todo habrá terminado. Por tanto, únicamente volveré a hablar de él en la próxima transición; o quizá tampoco entonces.
Hacía un tiempo fresco y tormentoso, sin rastro de viento. Las hierbas verdes, como de costumbre, se mantenían rígidas y el sol, infatigable, blanqueaba sus aceradas puntas. Asfixiados, los hepotriopos entornaban sus hojas. José Barrizone había bajado todas las persianas del restaurante, sobre el cual se elevaba una vibración del aire. Ante la fachada esperaba el taxi amarillo y negro, con la bandera levantada. Los camiones acababan de partir en busca del balasto y los ingenieros trabajaban en sus habitaciones, mientras los agentes ejecutivos comenzaban a limar los extremos de los raíles que no habían sido cortados a escuadra; la atmósfera resonaba con los melodiosos chirridos de las limas nuevas. Angel, desde su ventana, veía cómo Oliva y Didiche, cogidos de la mano, se encaminaban a llenar de lucíferas una cestilla parda. Junto a Angel, la tinta se secaba en el tablero de dibujo. En la habitación contigua Ana se dedicaba a hacer cálculos y, un poco más allá, Amadís Dudu dictaba cartas a Rochelle. Abajo, en el bar, aquel cerdo asqueroso de Arland se tomaba unos tragos, haciendo tiempo antes de continuar insultando groseramente a Marin y a Carlo. Angel oía retumbar en el techo las pisadas del profesor Mascamangas, que había acondicionado el desván como enfermería modelo. Como nadie estaba enfermo, utilizaba la mesa de operaciones para fabricar avioncitos. De vez en cuando, Angel le oía dar saltos de júbilo y astillados gritos se clavaban en el techo con un crujido seco cada vez que abroncaba al interno, cuyas quejumbrosas entonaciones zumbaban durante unos instantes.
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