Boris Vian - El otoño en Pekín

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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XI

– Llevamos ya mucho tiempo andando -dijo Atanágoras.

– ¿Cómo? -dijo Petitjean-. No llevo la cuenta. Me había perdido en una meditación, por otra parte clásica, acerca de la grandeza de Dios y de la pequeñez del hombre en el desierto.

– Evidentemente -dijo Cobre-, no es muy original.

– Por regla general -dijo Petitjean-, no pienso en el estilo de mis colegas, lo que presta encanto a mis meditaciones, al mismo tiempo que un toque muy personal. En la que ahora venía ocupado, había introducido una bicicleta.

– Me pregunto cómo lo ha podido conseguir usted -se preguntó Atanágoras.

– ¿Verdad que sí? -dijo Petitjean-. Al principio, también yo me lo preguntaba, pero actualmente consigo esa especie de prodigio como si se tratase de un juego. Me basta con pensar en una bicicleta y, ¡hop!, la bicicleta aparece.

– Tal como usted lo explica -dijo Atanágoras-, la cosa parece sencilla.

– Sí -asintió el abad-, pero no se fíe usted. ¿Qué es eso que hay delante?

– No veo nada -dijo Atanágoras, abriendo de par en par los ojos.

– Es un hombre -dijo Cobre.

– ¡Ah! -dijo Petitjean-, quizá sea Léon.

– No creo -dijo Atanágoras-. Esta misma mañana este lugar estaba muy solitario.

Sin dejar de discutir, se acercaban a aquella cosa. No muy de prisa, ya que la cosa se desplazaba en la misma dirección que ellos.

– ¡Eh…! -gritó Atanágoras.

– ¡Eh…! -contestó la voz de Angel.

La cosa se detuvo y, naturalmente, resultó que era Angel. En pocos instantes lo alcanzaron.

– Hola -dijo Atanágoras-. Le presento a Cobre y al abad Petitjean.

– Hola -dijo Angel, al tiempo que estrechaba manos.

– ¿Está usted de paseo? -preguntó Petitjean-. Indudablemente iba usted meditando.

– No -dijo Angel-. Me iba.

– Y ¿adónde? -preguntó el arqueólogo.

– Por ahí -dijo Angel-. Hacen tanto ruido en el hotel…

– ¿Quiénes? -preguntó el abad-. Habrá de saber usted que yo soy de una indiscreción a toda prueba.

– Se lo puedo decir. No es ningún secreto. Se trata de Rochelle y de Ana.

– ¡Ah, ya! -dijo el abad-, están dedicados a…

– Ella es incapaz de hacerlo sin dar gritos -dijo Angel-. Terrible. Yo vivo en la habitación de al lado. Ya no podía aguantar más allí.

Cobre, aproximándose a Angel, le pasó los brazos alrededor del cuello y le besó.

– Venga -dijo-, venga con nosotros. Estamos buscando a Claude Léon. No haga caso, el abad Petitjean es muy bromista.

La nocturna oscuridad, de color tinta amarilla, estaba hendida por las luminosas y filiformes pinceladas que, en ángulos diversos, caían de las estrellas. Angel intentaba distinguir el rostro de la muchacha.

– Es usted bonita -dijo.

El abad Petitjean y Atanágoras caminaban delante de ellos.

– No -dijo Cobre-, no soy singularmente bonita. ¿Le gustaría ver cómo soy?

– Me gustaría -dijo Angel.

– Encienda el mechero.

– No tengo mechero.

– Bueno, entonces palpe con sus manos -dijo, separándose un poco.

Angel colocó las manos sobre aquellos hombros rectos y fue subiéndolas. Sus dedos se deslizaron por las mejillas de Cobre, por sus párpados cerrados y se perdieron entre sus negros cabellos.

– Huele usted a un perfume extraño -dijo Angel.

– ¿A qué?

– A desierto -y dejó caer sus brazos.

– Sólo ha conocido usted mi cara… -protestó Cobre.

Angel permaneció inmóvil y en silencio. De nuevo Cobre, juntándose a Angel, le pasó sus desnudos brazos alrededor del cuello. Mejilla contra mejilla, le habló muy cerca del oído.

– Ha llorado.

– Sí -susurró Angel, que continuaba inmóvil.

– No hay que llorar por una chica. No lo merecen.

– No lloro por ella, sino por lo que ella era y por lo que será -Angel pareció despertar de una pesada somnolencia y sus manos se colocaron en la cintura de la muchacha-. Es usted bonita -repitió-. Venga, vamos con esos dos.

Cobre dejó de abrazarlo y le cogió una mano. Corrieron por la arena de las dunas. En la oscuridad, ambos tropezaban y Cobre reía.

El abad Petitjean acababa de explicar a Atanágoras cómo Claude Léon había nombrado ermitaño.

– Como usted comprenderá, ese muchacho no merecía estar en la cárcel.

– Indudablemente -dijo Atanágoras.

– ¿Verdad que sí? -dijo Petitjean-. Merecía ser guillotinado. Pero, en fin, el obispo tiene influencias.

– Afortunadamente para Claude Léon.

– Fíjese que eso no cambia mucho el asunto. Ser ermitaño puede parecer divertido. Pero únicamente le concede algunos años de tregua.

– ¿Por qué? -preguntó Cobre, que había oído el final de la frase.

– Porque al cabo de tres o cuatro años eremíticos generalmente se vuelven locos. Y, entonces, sale uno arreando sin parar y a la primera niña que uno encuentra la mata para violarla.

– ¿Siempre sucede así? -preguntó, asombrado, Angel.

– Siempre -afirmó Petitjean-. Sólo se conoce una excepción a la regla.

– ¿Quién fue? -dijo Atanágoras.

– Un tipo que está muy bien. Un verdadero santo. Se trata de una historia muy larga, pero puñeteramente edificante.

– Cuéntenosla… -le pidió Cobre, con persuasiva y suplicante entonación.

– No -dijo el abad-, es imposible. Demasiado larga. Les contaré sólo el final. El tipo salió arreando sin parar y a la primera niña que se encontró…

– Calle, ¡cállese usted! -dijo Atanágoras-. ¡Qué espanto…!

– …le mató a él -concluyó Petitjean-. Se trataba de una maníaca.

– Oh… -suspiró Cobre-, qué atrocidad…, pobre muchacho… ¿Cómo se llamaba?

– Petitjean -dijo el abad-. ¡No!, perdonen, no. Estaba distraído. Se llamaba Leverrier.

– Extraordinario -comentó Angel-. Yo conocí a uno al que no le pasó, ni por aproximación, lo mismo.

– Entonces, no es el que yo digo -dijo el abad-. O, por el contrario, yo soy un embustero.

– Evidentemente -dijo Atanágoras.

– Miren -dijo Cobre-, ahí cerca hay una luz.

– Creo que hemos llegado -descubrió Petitjean-. Perdonen, pero es necesario que la primera vez vaya yo solo. Ustedes pueden venir luego. Es el reglamento.

– Pero aquí no hay nadie que lo vigile a usted -dijo Angel-. Le podríamos acompañar.

– Y ¿mi conciencia? -dijo Petitjean-. Mariposa mariposón, rey y reina conjuntada…

– …que, cuando juega al balón, no le da ni una patada -salmodiaron a coro sus tres acompañantes.

– Perfecto -dijo Petitjean-. Ya que conocen el ritual tan bien como yo, pueden acompañarme. Personalmente lo prefiero, porque, cuando estoy solo, no me aguanto.

El abad dio un salto de considerable longitud y cayó, girando sobre sí mismo, acuclillado. Su sotana, desplegada en círculo, parecía una enorme flor negra, de indecisos contornos, sobre la arena.

– ¿También la pirueta forma parte del ritual? -preguntó el arqueólogo.

– No -contestó el abad-. Es un truco que usaba mi abuela, cuando quería orinar en la playa sin que la viesen. Les confieso que no llevo puestos mis apostólicos calzones. Hace demasiado calor. Y tengo dispensa.

– Tal cantidad de dispensas le deben de resultar muy pesadas -advirtió Atanágoras.

– Las he mandado reproducir en microfilm y caben todas en un rollito -Petitjean se puso en pie-. ¡Andando!

Claude Léon se había instalado en una pequeña cabaña de madera blanca, coquetamente decorada. Una cama de guijarros ocupaba un ángulo de la habitación principal y eso era todo.

Había también una puerta que comunicaba con la cocina. A través del vidrio de la ventana percibieron al propio Claude, que, de rodillas ante su cama, meditaba con la cabeza entre las manos. El abad entró.

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