– Ignoro por qué me intereso por todo esto, siendo lo viejo que soy.
– Oh -dijo Angel-, no quisiera aburrirle con mis historias…
– No me aburren -dijo Atanágoras-, me dan pena por usted. Y yo que me creía demasiado viejo… -se detuvo un instante, se rascó la cabeza y siguió andando-. Es el desierto -dedujo- que indudablemente le conserva a uno -colocó una mano sobre un hombro de Angel y añadió-: Voy a dejarle. No me apetece nada volverme a encontrar con ese individuo.
– ¿Con Amadís?
– Sí. Me… -el arqueólogo durante unos momentos eligió sus palabras-. Auténticamente, me da por el culo -se ruborizó y estrechó la mano de Angel-. Sé que no debería hablar así, pero la culpa la tiene ese intolerable Dudu. Hasta luego. Le volveré a ver, sin duda, en el restaurante.
– Hasta la vista -dijo Angel-. Iré a visitar sus excavaciones.
Atanágoras meneó la cabeza.
– Sólo verá algunas cajitas. Pero, en fin, se trata de un bonito modelo de cajitas. Yo me largo. Vaya usted cuando quiera.
– Hasta la vista -repitió Angel.
El arqueólogo tomó oblicuamente hacia la derecha y desapareció en una hondonada de arena; Angel esperó a que la blanca cabeza volviese a aparecer. Le vio una vez más de cuerpo entero. Sus calcetines sobrepasaban la caña de paño de los botines y parecían emblemáticas ligas resplandecientes. Después, se fue hundiendo tras una elevación de arena amarilla, a cada paso más pequeño, y la línea de sus huellas persistía recta, como un hilo de telaraña.
Angel volvió a contemplar el blanco restaurante, con su fachada punteada de flores de vivos colores, y apresuró el paso para reunirse con sus compañeros. Junto a los monstruosos camiones se acurrucaba el taxi negro y amarillo, tan escasamente representativo como una carretilla de modelo anticuado frente a otra de modelo «dinámico», que se le hubiese ocurrido a un inventor conocidísimo por muy poca gente.
No lejos de allí se agitaba el vestido verde encendido de Rochelle, batido oportunamente por los vientos ascendentes, mientras el sol le proyectaba una sombra muy bella, a pesar de la desigualdad del terreno.
– Le aseguro que es verdad -repitió Martín Lardier.
Su abultado y rubicundo rostro brillaba de excitación y de cada uno de sus cabellos brotaba un penachito azul.
– No le creo, Lardier -contestó el arqueólogo-. Creería cualquier noticia pero ésa no. Y, para ser justo, tampoco creería muchas otras cosas.
– ¡Peor para usted!
– Lardier, me copiará usted el tercero de Los Cantos de Maldoror, invirtiendo las palabras de cabo a rabo y cambiándoles la ortografía.
– Sí, maestro -dijo Lardier, que añadió, alborotado-: Sólo tiene que venir a verlo.
Atanágoras lo examinó atentamente y meneó la cabeza.
– Es usted incorregible. Pero, por esta vez, no le pondré más castigo.
– Maestro, ¡se lo ruego encarecidamente!
– De acuerdo, iré -refunfuñó Ata, dándose por vencido ante tanta insistencia.
– Estoy seguro de que lo es. Recuerdo la descripción del manual de William Bugle y concuerda exactamente.
– Está usted loco, Martín. No se encuentra así como así una línea de fe. Le perdono la travesura porque es usted idiota pero debería controlarse. Ya no tiene usted edad.
– Pero, coñe, que no es broma…
Atanágoras se conmovió. Por primera vez desde que su factótum había comenzado su cotidiano informe, experimentaba la sensación de que algo acababa realmente de suceder.
– Veamos -dijo, se levantó y salió.
El vacilante resplandor del fotóforo de gas iluminaba vivamente el suelo y las paredes de la tienda y, en medio de la opaca noche, se destacaba un bulto de claridad vagamente cónico. La cabeza de Atanágoras permanecía en las tinieblas, mientras el resto de su cuerpo recibía los rayos diluidos, que destilaba el manguito de incandescencia del fotóforo. Junto a él trotaba Martín, meneando sus cortas piernas y su redondo trasero. Al entrar en la noche cerrada, la antorcha de Martín los guió hacia el estrecho y profundo agujero del pozo de bajada, por el cual se llegaba al corte. Martín, que fue el primero en penetrar, resoplaba agarrándose a la escala de barrotes de plata con esmaltes negros, que Atanágoras, debido a un refinamiento nada modesto aunque disculpable, había instalado con finalidades de acceso a su campo de operaciones.
Atanágoras observó el cielo. El Astrolabio destellaba como de costumbre: tres destellos negros, uno verde, dos rojos y dos veces seguidas, absolutamente ningún destello. La Osa Mayor, fofa, amarillenta, emitía luminosas pulsaciones de débil amperaje y Orión acababa de apagarse. El arqueólogo encogió los hombros y, a pies juntillas, saltó dentro del agujero. Había contado con el lecho de tocino de su factótum para aterrizar. Pero Martín se encontraba ya en la galería horizontal. Volvió atrás para ayudar al patrón a desincrustarse del montón de tierra, en el que su flaco cuerpo había abierto un hoyo cilindro-plutónico.
Al cabo de una medida aproximadamente, la galería se bifurcaba, lanzando ramales en todas las direcciones. En conjunto, el invento representaba un considerable trabajo. Cada ramificación tenía un número localizador, groseramente trazado sobre una placa blanca. Por el techo de las galerías los hilos eléctricos corrían silenciosamente sobre las piedras secas. De trecho en trecho lucía una bombilla, dando las últimas boqueadas antes de reventar. Se oía el ronco resoplido del grupo extractor de aire comprimido, con la ayuda del cual, emulsionándola mediante un sistema de aerosol, Atanágoras se desembarazaba de la mezcla triturada de arena, tierra, rocas y paramusiguijuelas, que diariamente sacaban las excavadoras.
El arqueólogo y su factótum recorrían la galería número 7. Atanágoras se esforzaba en no perder de vista a Martín, quien, en el más alto grado de excitación, caminaba rápidamente. Se trataba de una galería excavada en línea recta, de un tirón, y comenzaron a vislumbrar, muy hacia el final, en el corte, las sombras de la cuadrilla que manejaba los potentes y complejos chismes, gracias a los cuales Atanágoras acumulaba los maravillosos hallazgos de que se enorgullecía su colección, cuando estaba sola.
Nada más salvar la distancia residual, Ata empezó a percibir un olor tan característico que, de golpe, se disiparon todas sus dudas. No había error posible, sus ayudantes habían descubierto una línea de fe. Se trataba de ese olor, misterioso y de orden compuesto, de las estancias excavadas en plena roca, el seco olor del vacío puro que la tierra conserva después de haber recubierto las ruinas de los monumentos desaparecidos. Cuando Atanágoras comenzó a correr, tintinearon en sus bolsillos pequeños objetos y el martillo, colgado de una vaina de cuero, batía contra su muslo. La claridad iba creciendo. Cuando llegó, jadeaba ansiosamente. Frente a él, el grupo extractor resoplaba. El agudo alarido de la turbina, ahogado a medias por un encofrado insonorizante, llenaba el estrechamiento final de la galería y el aire zumbaba en el grueso tubo anillado del emulsor.
Los ojos dé Martín seguían ávidamente los progresos de los puntiagudos rodillos cortantes y, junto a él, miraban también dos hombres y una mujer, desnuda de cintura para arriba. Cada tanto, cualquiera de los tres, con movimientos firmes y ajustados, maniobraba con una manivela o una palanca de mando. A la primera ojeada Atanágoras había explorado el hallazgo. Los acerados dientes de las herramientas mordían el duro revoque de la masa que obstruía la entrada de una sala hipóstila de grandes dimensiones, a juzgar por el grosor del muro ya despejado. La cuadrilla de trabajadores había seguido hábilmente el jambaje de la puerta y la pared, apenas recubierta aún por algunos milímetros de barro endurecido, quedaba al descubierto en algunos trozos. Costras de tierra compacta de formas irregulares se desprendían de vez en cuando, a medida que la piedra comenzaba de nuevo a respirar.
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