Angel, que iba sentado junto al conductor, descendió y se dirigió hacia Atanágoras.
– ¿Nos estaba usted esperando?
– He salido al encuentro de ustedes -dijo Atanágoras-. ¿Han tenido un buen viaje?
– No ha sido demasiado penoso -dijo Angel-, excepto cuando el capitán trató de seguir por tierra y con arreglo a sus propios medios.
– No me cuesta nada creerle.
– ¿Es usted el señor Dudu?
– ¡De ninguna manera! Yo no sería el señor Dudu ni por toda la vasijería exopotamia del Bretáñico Museum.
– Discúlpeme -dijo Angel-. No podía saber…
– No tiene importancia. Yo soy arqueólogo. Trabajo por aquí.
– Encantado. Yo soy ingeniero y me llamo Angel. Ahí dentro están Ana y Rochelle -añadió, señalando el taxi.
– Y yo también estoy -refunfuñó el taxista.
– Por supuesto -dijo Angel-. Nadie le olvida.
– Lo siento por usted -dijo Atanágoras.
– ¿Por qué? -preguntó Angel.
– Creo que no le va a gustar Amadís Dudu.
– Pues vaya engorro… -murmuró Angel.
Dentro del taxi, Ana y Rochelle se besaban. Angel, que lo sabía, tenía mala cara.
– ¿Quiere usted dar un paseo conmigo? -le propuso Atanágoras-. Yo le explicaré.
– Claro que sí -dijo Angel.
– Entonces -dijo el chófer-, ¿puedo largarme?
– Váyase.
El tipo embragó, después de haber lanzado una mirada satisfecha al contador. Estaba resultando bueno el día.
Angel, a su pesar, miró por la ventanilla trasera del taxi en el momento en que arrancaba. Quedó patente que Ana, de perfil, no se ocupaba de nada más que de lo que se estaba ocupando. Angel bajó la cabeza.
Atanágoras le observaba, sorprendido. El delicado rostro de Angel manifestaba huellas de malos sueños y de tormento cotidiano; sus gallardos hombros se encorvaban un poco.
– Parece extraño -dijo Atanágoras-, porque es usted un muchacho guapo.
– A ella le gusta Ana -dijo Angel.
– Es grandote -observó Atanágoras.
– Pero es amigo mío.
– Bueno… -Atanágoras cogió del brazo al joven-. Le van a echar a usted una bronca.
– ¿Quién? -preguntó Angel.
– Esa desgracia de Dudu. Con el pretexto de que se ha retrasado usted.
– Oh -dijo Angel-, me es igual. ¿Hace usted excavaciones?
– En este momento las dejo trabajar por su cuenta -explicó Atanágoras-. Estoy seguro de que me encuentro sobre la pista de algo muy importante. Lo huelo. En casos así, las dejo trabajar. Lardier, mi factótum, se ocupa de todo. El resto del tiempo le pongo castigos, para que no se dedique a sobar a Dupont. Dupont es mi cocinero. Le cuento todas estas cosas, para ponerle al corriente. Resulta, merced a un fenómeno curioso y bastante desagradable, que Martín ama a Dupont y que Dudu se ha enamoriscado también de Dupont.
– ¿Quién es Martín?
– Martín Lardier, mi factótum.
– Y Dupont, ¿qué?
– Dupont se lo pasa por las pelotas. Quiere mucho a Martín, pero es tan puta como cualquiera. Perdóneme… A mi edad no debería emplear estas expresiones, pero hoy me siento joven. Así que yo, con semejante trío de gorrinos, ¿qué puedo hacer?
– Absolutamente nada -dijo Angel.
– Eso es precisamente lo que hago.
– ¿Dónde vamos a vivir? -preguntó Angel.
– Hay un hotel. No se preocupe.
– ¿De qué?
– Por culpa de Ana…
– Oh -dijo Angel-, hay poco de qué preocuparse. Rochelle prefiere a Ana y no a mí, está claro.
– ¿Cómo que está claro? No está más claro que cualquier otra cosa. Ella le besa y basta.
– No -dijo Angel-, eso no es todo. Rochelle le besa y, luego, Ana le besa a ella y, en cualquier parte donde él la haya tocado, su piel no es la misma después. Al principio uno no se lo cree, porque ella sigue teniendo, cuando sale de los brazos de Ana, su aspecto tan lozano, sus labios tan esponjosos y tan rojos, y sus cabellos tan esplendorosos como siempre, pero Rochelle se desgasta. Cada beso que recibe la desgasta un poquito y sus pechos acabarán por ser menos duros y su piel, menos tersa y menos delicada, y sus ojos menos claros, y sus movimientos, más pesados y de día en día ya no es la misma Rochelle. Sé que, viéndola, uno cree que es la misma; incluso yo, al principio, lo creía y no me daba cuenta de nada.
– Eso son ideas suyas -dijo Atanágoras.
– No, no son ideas mías. Usted sabe bien que no. Ahora lo veo ya, lo puedo comprobar de día en día, y cada vez que la miro está un poco más estropeada. Rochelle se desgasta. Ana la desgasta. Yo no puedo hacer nada. Usted, tampoco.
– Así pues, ¿ya no la ama usted?
– Sí -dijo Angel-. La amo lo mismo… Pero me duele y también siento un poco de odio, porque ella se desgasta -Atanágoras permaneció en silencio y Angel continuó-: Yo he venido aquí a trabajar. Pienso hacerlo lo mejor que pueda. Esperaba que Ana y yo vendríamos solos, que Rochelle se hubiese quedado allí. Pero ya no lo espero, puesto que no ha sucedido. Durante todo el viaje no se ha separado de ella y, sin embargo, sigo siendo su amigo y, al principio, Ana bromeaba cuando yo le decía que Rochelle era bonita.
Las palabras de Angel removían dentro de Atanágoras cosas muy antiguas, largas y delgadas ideas, completamente aplastadas bajo una capa de acontecimientos más recientes, tan aplastadas que, vistas de perfil como en aquel instante, no podía diferenciarlas, ni distinguir su forma y su color; las sentía únicamente desplazarse allí, en el fondo, sinuosas y serpenteantes. Sacudió la cabeza y aquel ajetreo mental cesó; atemorizadas, las ideas se inmovilizaron y se retrajeron.
Buscaba, sin encontrarlo, desesperadamente, algo que decirle a Angel, mientras caminaban uno junto a otro. Las hierbas en agraz cosquilleaban las piernas de Atanágoras y rozaban suavemente el pantalón de lona de Angel; bajo sus pies, las conchas vacías de los pequeños caracoles amarillos estallaban lanzando surtidores de polvo y un sonido puro y diáfano, como una gota de agua al caer sobre una lámina de cristal en forma de corazón, lo cual siempre resulta cuco.
Desde lo alto de la duna, que acababan de remontar, se distinguían el restaurante Barrizone, los grandes camiones puestos en fila delante, como si fuese la guerra, y alrededor nada más. La tienda de Atanágoras no se podía ver desde ninguna parte, como tampoco el campo de excavaciones, ya que el arqueólogo había escogido el emplazamiento de manera muy astuta. Al sol, que continuaba cayendo sobre aquellos lugares, se le miraba lo menos posible, a causa de la desagradable particularidad de que daba una luz desigual; circundado por bandas radiantes, alternativamente claras y oscuras, las partes del suelo sobre las que caían las bandas oscuras permanecían siempre frías y lóbregas. A Angel no le había impresionado ese curioso aspecto de la región, porque el taxista se las había arreglado, nada más empezar el desierto, para ir siguiendo una banda clara, pero, desde lo alto de la duna, descubrió el límite negro e inmóvil de la luz y se estremeció. Atanágoras, que ya estaba habituado, vio que Angel, incómodo, observaba con inquietud aquella especie de discontinuidad y le dio una palmada en la espalda.
– Al principio, sorprende, pero se acostumbrará usted.
Angel pensó que la reflexión del arqueólogo podía aplicarse también a Rochelle y Ana, y contestó:
– Creo que no.
Bajaron la suave pendiente. Oían ahora las voces de los hombres, que habían empezado a descargar los camiones, y los agudos y metálicos golpes de los raíles entrechocando. Por las cercanías del restaurante pululaban algunas siluetas con una confusa actividad de insectos, entre los que se distinguía a Amadís Dudu, bullidor e importante.
Atanágoras suspiró.
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