– Si me pongo a hablar de otra cosa, voy a hablar de Rochelle, lo que mandará a hacer puñetas, sin remisión, el edificio que penosamente y con mil cuidados vengo levantando desde hace unos minutos. Porque tengo muchas ganas de joder con Rochelle.
– Pues claro que sí. Yo, también. Abrigo el proyecto de hacerlo, después de usted, si usted no ve inconveniente y si la policía me deja tiempo.
– Yo amo a Rochelle. Es probable que mi amor me empuje a cometer desatinos, porque empiezo a estar harto. Mi sistema resulta demasiado perfecto para que pueda realizarse; además, tampoco es comunicable, por lo que me veré obligado, ya que nadie se prestaría a ayudarme, a aplicarlo por mí mismo. En consecuencia, carecen de importancia los desatinos que pueda cometer.
– ¿Qué sistema? -preguntó Mascamangas-. Hoy es un día en que, literalmente, me idiotiza usted.
– Mi sistema para resolver todos los problemas -contestó Angel-. He encontrado realmente soluciones para todo. Soluciones excelentes y de elevado rendimiento, pero soy el único que las conoce y no tengo tiempo de enseñárselas a los demás, porque estoy muy ocupado. Trabajo y amo a Rochelle, ¿comprende?
– Hay gentes que hacen muchas más cosas.
– Sí, pero también necesito tiempo para tumbarme boca abajo y babear. Pronto lo haré. Tengo puesta mucha confianza en ese ejercicio.
– Si el tipo viniese a detenerme mañana mismo -dijo Mascamangas-, le pediría a usted que cuidase del enfermo. Antes de irme, le cortaré la mano.
– No pueden detenerlo todavía -dijo Angel-. Tiene usted derecho a un cadáver más.
– A veces lo detienen a uno con anticipación -replicó el profesor-. Actualmente la ley funciona patas arriba.
El abad Petitjean recorría a zancadas la pista. Cargaba con un zurrón muy lleno y balanceaba despreocupadamente su breviario sujeto por un bramante, como hacen los bachilleros con sus tinteros. Para regalarse el oído, encima (y por santificarse también), entonaba un viejo cántico:
Al pasar la barca
Me dijo el barquero:
Las niñas bonitas
No pagan dinero.
Pues vaya cobrando,
Le dijo este cuero,
Que ya no es tan niña,
Al salaz naviero.
Y al pasarme el río
Sólo me hizo un cero.
Lo cual fue un embarque,
Para el financiero.
Mediante vigorosos talonazos, escandía los tradicionales ritmos del pasaje y el estado físico resultante de este conjunto de actividades le parecía satisfactorio. Cada tanto aparecía, justo en mitad del camino, una mata de hierbas puntiagudas y, de cuando en cuando, malezas espiníferas, picajosas y maléficas, que le arañaban las pantorrillas bajo la sotana. Pero ¿qué importaba? Nada. En peores se las había visto el abad Petitjean, ya que Dios es grande.
Cuando vio pasar a un gato de izquierda a derecha, pensó que ya no faltaba mucho. Y, luego, se encontró súbitamente en medio del campamento de Atanágoras. En pleno centro, incluso, de la tienda de Atanágoras. Donde, por otra parte, el últimamente citado manipulaba con intensa atención una de sus cajas standard, que se negaba a ser abierta.
– ¡Hola! -dijo el arqueólogo.
– ¡Hola! -dijo el abad-. ¿Qué está usted haciendo?
– Intento abrir esta caja, pero no lo consigo.
– Déjela cerrada, entonces -aconsejó el abad-. No debemos violentar nuestro talento.
– Es una caja de impurezas fundentes.
– ¿Qué es eso de impurezas fundentes?
– Una mezcla de ceniza, tierra y ramillas, que en las fraguas se utiliza para… Bueno, sería largo de explicar.
– No, por favor, no me lo explique. ¿Qué hay de nuevo por aquí?
– Magni nominis umbra.
– Jam proximus ardet Ucalegon…
– ¡Oh! -consideró Petitjean-, no se debe creer en presagios. ¿Cuándo lo enarenan?
– Esta noche o mañana.
– Me voy para allá -dijo el abad-. Hasta muy pronto.
– Un segundo -dijo el arqueólogo-. Me voy con usted.
– ¿Echamos un trago antes? -propuso Petitjean.
– ¿Le apetece cointreau?
– ¡No! Hoy traigo de lo mío.
– Tengo también zytum, un licor de cebada fermentada que hacían en el antiguo Egipto -sugirió el arqueólogo.
– Gracias, pero sin cumplidos -Petitjean desató la correa de su zurrón y, tras una breve búsqueda, enarboló una calabaza-. Aquí está. Pruebe usted.
– Usted primero.
Empinando el codo, Petitjean bebió un buen trago.
Después, ofreció el artefacto al arqueólogo, quien, cogiéndolo por el cuello, se lo llevó a los labios, echó la cabeza atrás y, casi inmediatamente, volvió a ponerla derecha.
– No queda ni gota.
– No me sorprende -confesó el abad-. Siempre seré el mismo: bebedor, indiscreto y, por si fuese poco, zampón.
– Aunque he puesto cara de que me apetecía, la verdad es que no me apetecía especialmente.
– Es lo mismo; merezco un castigo. ¿Cuántos pepinos hay en una caja de pepinos para polis?
– ¿Qué entiende usted por pepinos para polis? -preguntó el arqueólogo.
– No cabe ninguna duda de que está usted en su derecho de plantearme tal pregunta -contestó Petitjean-. Se trata de una imaginativa expresión de mi cosecha, que sirve para designar los proyectiles del 7,65, con los que se municionan los igualizadores de los polis.
– Lo cual concuerda con el conato de explicación que yo trataba de elaborar -dijo el arqueólogo-. Pues bien, digamos veinticinco pepinos.
– ¡Leñe, es demasiado! Diga tres.
– Bueno, tres.
Petitjean sacó su rosario y lo recitó tres veces a tal velocidad que las bruñidas cuentas humeaban entre sus ágiles dedos.
– ¡Que me quemo! -exclamó, volviéndose a guardar el rosario y agitando una mano en el aire-. Deber cumplido. Y a hacer puñetas.
– ¡Oh! -dijo Atanágoras-, pero si nadie le ha dado motivo de agravio…
– ¡Qué bien habla usted…! -dijo Petitjean-. Es usted un hombre tan educado… Satisface encontrar a alguien de su clase en un desierto repleto de arena y de lucíferas viscosas.
– Y de elimos -añadió el arqueólogo.
– Ah, sí. Son esos caracolillos amarillos, ¿no? Vayamos al grano, ¿cómo se encuentra su joven amiga, la mujer de los bellos pechos?
– Apenas sale. Está excavando con sus hermanos. El asunto progresa. Ahora bien, los elimos no son caracoles, sino, más bien, plantas gramíneas, propias de regiones…
– O sea, ¿que no hay manera de verla? -preguntó el abad.
– Hoy, no.
– Pero ¿qué ha venido a hacer aquí? Una chica guapa como ella, con una piel extraordinaria, con una cabellera suntuosa, unos pechos como para hacerse excomulgar, inteligente, dura como una bestia, y no hay quien la vea nunca. Prefiero pensar que, por lo menos, no se acuesta con sus hermanos.
– No. Creo que le gusta Angel.
– Y ¿a qué esperamos? Si usted quiere, yo puedo casarlos.
– Angel sólo piensa en Rochelle.
– A mí ésa no me va. Está demasiado saciada.
– Sí -dijo Atanágoras-, pero él está enamorado.
– ¿Verdaderamente enamorado?
– Precisar si la ama verdaderamente sería una tarea apasionante.
– ¿Cómo puede seguir queriéndola, sabiendo que se acuesta con su amigo? -dijo Petitjean-. Aunque hable con usted de estas cosas, no vea en ello la típica indiscreción sexual del reprimido. Personalmente también yo mojo en mis ratos perdidos.
– Me lo imagino -dijo Atanágoras-. No tiene por qué disculparse. En realidad, creo que está verdaderamente enamorado. Quiero decir, hasta el punto de no dejar de perseguirla y sin ninguna esperanza. Y hasta el punto de no hacerle ningún caso a Cobre, que es lo que Cobre más desea.
– Ay, ay, ay… -dijo Petitjean-. Ese muchacho debe de pelársela.
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