Boris Vian - El otoño en Pekín

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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– Pelarse ¿qué?

– Pelársela. Perdone, es jerga de sacristía.

– Yo… ¡Ah, ya le entiendo! -dijo Atanágoras-. No, sin embargo, no creo que se la pele.

– Dadas las circunstancias, no será difícil conseguir que se acueste con Cobre.

– Ya me gustaría -dijo Atanágoras-. Hacen muy buena pareja.

– Hay que llevarlos a ver al ermitaño que indudablemente realiza un espectáculo salutífero de puta madre. ¡Leñe, es que no aprendo! Recuérdeme que rece algunos rosarios de inmediato.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el arqueólogo.

– Que no paro de blasfemar. Lo cual tampoco tiene mucha importancia. Más tarde me llamaré a capítulo. Pero volvamos a nuestros corderos. Le decía que el espectáculo que ofrece el ermitaño resulta bastante interesante.

– No he ido aún -dijo el arqueólogo.

– No le causará gran impresión; usted es viejo.

– Efectivamente, las cosas del pasado y los recuerdos es lo que más me interesa. Pero ver a dos jóvenes bien hechos en posturas simples y naturales no me desagrada nada.

– Esa negra… -y Petitjean se interrumpió.

– ¿Qué pasa con ella?

– Que está… muy bien dotada. Quiero decir, muy cimbreante. ¿Le importaría hablarme de otra cosa?

– De ninguna manera.

– Es que me estoy excitando. Y no quiero acosar a su joven amiga. Hábleme usted, por ejemplo, de un vaso de agua fría por la nuca o del suplicio del mazo.

– ¿Qué suplicio es ése del mazo?

– Muy en uso entre ciertas tribus indias -explicó el abad-, consiste en oprimir suavemente el escroto del paciente sobre un tajo de madera, con la finalidad de poner de manifiesto las glándulas que recubre dicha bolsa cutánea y, a continuación, machacarlas mediante un golpe seco propinado por un mazo también de madera. ¡Uy…! ¡Uy! ¡Uy! -añadió Petitjean, retorciéndose-. ¡Cuánto tiene que doler…!

– No está mal maquinado -opinó el arqueólogo-. Ese tormento me recuerda otro, que…

– Basta, basta… -pidió el abad, doblado sobre sí mismo-. Me encuentro completamente apaciguado.

– Perfecto -dijo Atanágoras-. ¿Nos vamos de una vez?

– ¿Cómo? -exclamó, sorprendido, el abad Petitjean-. ¿Todavía no nos hemos ido? Resulta asombroso lo charlatán que es usted.

El arqueólogo, echándose a reír, se quitó el casco colonial y lo colgó de un clavo.

– Usted delante.

– ¡Un ganso dos gansos, tres gansos, cuatro gansos, cinco gansos, seis gansos…!

– ¡Y siete gansos! -dijo el arqueólogo.

– ¡Así sea! -dijo Petitjean, persignándose y saliendo el primero de la tienda.

IX

"Esas excéntricas se pueden ajustar…"

(La Mecánica en la Exposición de 1900, Dunod editor. Tomo 2, página 204.)

– Usted afirmaba que ésos son elimos, ¿no? -preguntó el abad Petitjean, señalando las hierbas.

– Estas, no -advirtió el arqueólogo-. Pero también hay elimos por aquí.

– Lo cual carece totalmente de interés -subrayó el abad-. ¿Para qué sirve conocer el nombre, si se sabe lo que es la cosa?

– Resulta útil para la conversación.

– Bastaría con dar un nombre distinto a la cosa.

– Naturalmente, pero no se designaría la misma cosa con el mismo nombre, conforme cambiase el interlocutor con el que se conversa.

– Comete usted un solecismo -dijo el abad-. El interlocutor al que se convierte.

– De ninguna manera. En primer lugar, eso sería un barbarismo; y segundo, lo que usted dice no quiere decir ni por asomo lo que yo quería decir.

Se dirigían hacia el Hotel Barrizone y el abad había cogido familiarmente del brazo a Atanágoras.

– Me gustaría creer lo que usted dice -dijo el abad Petitjean-. Pero me resulta extraño.

– Por culpa de su deformación confesional.

– Con independencia de esa opinión suya, ¿cómo van las excavaciones?

– Avanzamos muy de prisa, siempre siguiendo la línea de fe.

– Virtualmente, ¿por dónde cree usted que pasa?

– No lo sé -dijo el arqueólogo-. Veamos… -tomó una actitud orientativa-. Aproximadamente no debe de pasar lejos del hotel.

– ¿Han encontrado momias?

– Las comemos todos los días. No están mal. Generalmente aparecen bien adobadas, pero algunas llevan demasiada flor de aromo.

– Hace tiempo las probé en el Valle de los Reyes -dijo el abad-. Allí son el plato regional por excelencia.

– Pero allí las fabrican. Las nuestras son auténticas.

– Me horroriza la carne de momia. Prefiero hasta ese petróleo suyo -Petitjean se soltó del brazo de Atanágoras-. Permítame un instante.

El arqueólogo le vio tomar carrerilla y dar un doble salto en el aire. El abad cayó sobre las manos y se puso a hacer la rueda. La sotana, desplegada en torno a su cuerpo, se le pegaba a las piernas y dibujaba sus pantorrillas, que abultaban como jorobas. Dio una docena de volatines, se inmovilizó apoyado sobre las manos y, luego, de un salto volvió a ponerse de pie.

– Me eduqué con los eudistas -explicó al arqueólogo-. Una formación dura, pero muy saludable para la mente y para el cuerpo.

– Lamento -dijo Atanágoras- no haber seguido la carrera religiosa. Contemplándolo a usted, me doy cuenta de lo que me he perdido.

– A usted no le ha ido mal.

– Descubrir una línea de fe a mi edad… Ya es demasiado tarde…

– La juventud se beneficiará.

– Indudablemente.

Desde lo alto de la eminencia, por la que acababan de trepar, vieron el hotel, ante cuya fachada justamente, las vías del ferrocarril, tersas y flamantes, levantadas sobre los calces, destellaban al sol. Dos altos terraplenes de arena se alzaban a derecha e izquierda y la vía, por el otro extremo, se perdía detrás de una duna. Los agentes ejecutivos clavaban las últimas escarpias en las traviesas y se distinguía el fulgor de los martillazos sobre las cabezas curvadas de las escarpias antes de oír el golpe.

– ¡Van a cortar el hotel por la mitad…! -dijo Petitjean.

– Sí. De acuerdo con los cálculos, no queda otro remedio.

– ¡Qué idiotez! No sobran los hoteles en este rincón del mundo.

– Comparto su opinión -dijo el arqueólogo-. Pero ha sido una idea de Dudu.

– Dudu… No me costaría nada hacer un juego de palabras facilón con ese nombre -dijo Petitjean-, pero parecería premeditado. Y, sin embargo, me encuentro en buena posición para asegurar que sería espontáneo.

El abad y el arqueólogo callaron, porque el estruendo se había hecho insoportable. Había sido apartado el taxi amarillo y negro, para dejar paso a la vía. Los hepotriopos seguían floreciendo con la misma exuberancia de siempre. Como de costumbre del hotel escapaba una fuerte trepidación, que se elevaba sobre su tejado plano, y la arena continuaba siendo arena, es decir, algo amarillo, polvoriento e incitante. En cuanto al sol, brillaba sin ninguna variación y el edificio ocultaba a los ojos del abad y del arqueólogo la negra y fría zona colindante, que, a lo lejos, detrás del hotel y la línea recta, se extendía en su muerta opacidad.

Carlo y Marin dejaron de trabajar, en primer lugar para ceder el paso al abad y a Atanágoras y, además, porque habían terminado por el momento su faena. Era preciso demoler un trozo del hotel para poder continuar, pero, antes que nada, tenían que sacar el cuerpo de Barrizone.

Dejaron caer sus pesados mazos y, lentamente, se dirigieron hacia las pilas de traviesas y de carriles, para ir preparando, mientras tanto, la siguiente sección de la vía. Las esbeltas estructuras de acero de las grúas se perfilaban sobre los apilados materiales de la obra, dividiendo el cielo en triángulos de lados negros.

Carlo y Marin escalaron, a gatas, la empinada pendiente del terraplén y, descendiendo por la ladera opuesta, escaparon a las miradas del abad y de Atanágoras.

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