Boris Vian - El otoño en Pekín

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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– Hasta la vista, doctor -dijo Atanágoras.

El profesor Mascamangas tenía una sonrisa triste.

– Hasta la vista -dijo Angel.

– No se inquiete -dijo el abad-. Por lo general, los inspectores están entumecidos. ¿Quiere usted una plaza de ermitaño?

– No -dijo Mascamangas-. Me encuentro cansado. Es mejor dejar las cosas como están. Hasta la vista, Angel. Y no se atocine. Le dejaré mis camisas amarillas.

– Me las pondré -dijo Angel.

Volvieron sobre sus pasos y estrecharon la mano del profesor. Luego el abad Petitjean a la cabeza, empezaron a bajar la ruidosa escalera. Angel, que bajaba el último, se volvió por última vez. El profesor Mascamangas le hizo un gesto de despedida. Las comisuras de su boca traicionaban su emoción.

XI

Atanágoras caminaba entre Angel, a su izquierda, a quien le había pasado un brazo por los hombros, y el abad, que se había cogido de su brazo derecho. Se dirigían hacia el campamento del arqueólogo, para buscar a Cobre y llevarla a ver a Claude Léon.

Al principio iban callados, pero el silencio era algo que el abad Petitjean no podía soportar durante mucho tiempo.

– Me pregunto -se preguntó el abad- por qué el profesor Mascamangas habrá rehusado una plaza de ermitaño.

– Estaba harto, creo yo -dijo Atanágoras-. Dedicarse a cuidar a la gente durante toda su vida para llegar a este resultado…

– Pero es al que llegan todos los médicos… -dijo el abad.

– No a todos los detienen -dijo Atanágoras-. Generalmente camuflan las cifras. El profesor Mascamangas jamás quiso hacer trampas.

– ¿Cómo las camuflan? -preguntó el abad.

– Cuando sus enfermos están a punto de fallecer, se los traspasan a algún colega más joven. Y así consecutivamente.

– Hay algo que no cazo. En el momento en que el enfermo muera, habrá siempre un médico que se la cargue.

– En esos casos, es frecuente que el enfermo se cure.

– ¿En qué casos? -preguntó el abad-. Perdone, pero no le sigo bien.

– Cuando un médico viejo hace el traspaso a un colega más joven -dijo Atanágoras.

– Pero el doctor Mascamangas no es un médico viejo -dijo Angel.

– Cuarenta, cuarenta y cinco… -calculó el abad.

– Sí -dijo Atanágoras-. No ha tenido suerte.

– Bueno -dijo el abad-, todo el mundo mata a alguien todos los días. No comprendo por qué ha rehusado una plaza de ermitaño. La religión ha sido inventada para colocar a los criminales. No me lo explico.

– Usted ha hecho bien ofreciéndosela -dijo el arqueólogo-, pero él es demasiado honesto para aceptar.

– Él es bobo -dijo el abad-. Nadie le ha pedido que sea honesto. Y ahora, ¿qué va a hacer?

– No sabría decirlo… -susurró Atanágoras.

– Va a largarse. No quiere que lo detengan. Se irá a una porquería de lugar, adrede.

– Cambiemos de conversación -propuso el arqueólogo.

– Buena idea -dijo el abad Petitjean.

Angel no dijo nada y los tres continuaron caminando en silencio. De vez en cuando, aplastaban algunos caracoles y volaba por el aire la arena amarilla. Con ellos avanzaban también sus sombras, verticales y minúsculas. Separando las piernas, podían verlas, pero por un curioso azar la sombra del abad ocupaba el sitio de la sombra del arqueólogo.

XII

Luisa:

– Sí.

(François de Curel, La comida del león, G. Crés, editor. Acto 4, escena 2, página 175.)

El profesor Mascamangas lanzó en torno suyo una mirada rectilínea. Todo parecía estar en orden. Sobre la mesa de operaciones el cadáver del interno seguía, por uno u otro lugar, estallando y borbotando; era lo único que quedaba por solucionar. En un rincón había una gran cubeta forrada de plomo y Mascamangas hizo rodar la mesa hasta ella, cortó las correas a golpes de bisturí y, basculando el cuerpo, lo hizo caer en aquel receptáculo. De unos anaqueles ocupados por damajuanas y frascos eligió dos de éstos y esparció su contenido sobre la carroña. Después, abrió la ventana y se fue.

Cambió de camisa en su habitación, se peinó delante del espejo, se atusó la perilla y se cepilló los zapatos. Abrió el armario, buscó el montón de camisas amarillas, las cogió cuidadosamente y las llevó a la habitación de Angel. Luego, sin dar un paso atrás, sin volverse, sin ninguna emoción en suma, bajó la escalera. Salió por la puerta trasera. Allí estaba su coche.

Ana trabajaba en su habitación y el director Dudu dictaba unas cartas a Rochelle. Sobresaltados por el ruido del motor, los tres corrieron a asomarse a las ventanas. Era en la fachada trasera. Intrigados, bajaron, pero Ana volvió a subir casi al instante, temeroso de que Amadís le regañase por abandonar el trabajo en horas de trabajo. El coche de Mascamangas trazó un círculo completo antes de alejarse definitivamente, pero el estrépito de los engranajes impidió al profesor entender lo que le gritaba Amadís. Se limitó a agitar una mano y, a la máxima velocidad, se chupó la primera duna. Las ágiles ruedas se deslizaban sobre la arena, lanzando surtidores de polvo finísimo, que, a contraluz, formaban arcos iris terrosos del más lindo aspecto. El profesor Mascamangas gozaba con policromía tal.

En la cima de una duna estuvo a punto de atropellar a un sudoroso ciclista, vestido con una sahariana de tela de cachunde, del modelo reglamentario, y calzado con rudos zapatos claveteados, de los que emergían los dobladillos de unos calcetines de lana grises. Una gorra completaba el atuendo del velocipedista. Que no era otro que el inspector encargado de detener a Mascamangas.

Al cruzarse, Mascamangas saludó al ciclista con un gesto amistoso. Y, después, se lanzó pendiente abajo.

No dejaba de mirar aquel paisaje, tan propicio para pruebas de aeromodelismo y le parecía sentir entre sus manos las enfurecidas trepidaciones del Ping 903 en el instante en que arrancó para lanzarse al único vuelo con éxito de su carrera.

El Ping había sido destruido, Barrizone y el interno se encontraban en periodo de descomposición y él, Mascamangas, salía huyendo del inspector que venía a detenerlo, porque su libreta tenía un nombre de más en la columna de la derecha -o un nombre de menos en la columna de la izquierda.

Trataba de evitar las matas de resplandecientes hierbas, a fin de no devastar aquella armonía del desierto de ondulaciones tan puras, sin sombra, a causa de un sol perpetuamente vertical, y únicamente tibio sin embargo, tibio y flojo. Incluso a aquella velocidad, casi no sentía el viento y, a no ser por el ruido del motor, habría rodado en el más absoluto silencio. Subidas y bajadas. De pronto, le apeteció tomar las dunas sesgadamente. Caprichosamente se aproximaba la zona negra, a veces a saltos bruscos, a veces con una lentitud imperceptible, según la dirección que el profesor imponía a su ingenio móvil. Durante un rato mantuvo cerrados los ojos. Casi había llegado. Y, en el último instante, dio al volante un cuarto de vuelta y se alejó de la zona negra trazando una larga curva, cuya sinuosidad coincidía exactamente con las aristas de sus meditaciones.

Dos pequeñas figuras atrajeron su mirada y el profesor reconoció a Oliva y a Didiche, que, acuclillados en la arena, estaban jugando. Mascamangas aceleró y, al llegar junto a ellos, frenó y bajó del coche.

– Buenos días. ¿A qué estáis jugando?

– A cazar lucíferas -contestó Oliva-. Tenemos ya un millón.

– Un millón doscientas doce -precisó Didiche.

– ¡Maravilloso! ¿No estaréis enfermos?

– No -respondió Oliva.

– No mucho… -corroboró Didiche.

– ¿Qué te pasa?

– Didiche se ha comido una lucífera.

– ¡Qué burro…! ¡Debe de tener un sabor infecto! ¿Por qué te las has comido?

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