– Porque sí -contestó Didiche-. Para ver. No saben tan mal.
– Está loco -aseguró Oliva-. Ya no quiero casarme con él.
– Tienes razón -dijo el profesor-. Imagínate que te obligase a comer lucíferas…
Acarició la rubia cabeza de la niña. Aquel sol había descolorido algunos mechones de sus cabellos y su bronceada piel brillaba hermosa. Las dos criaturas, arrodilladas ante su cesta de lucíferas, le miraban, algo inquietos.
– ¿No queréis despediros de mí? -les preguntó Mascamangas.
– ¿Se va usted? -preguntó Oliva-. ¿Adónde se va?
– No lo sé -dijo el profesor-. ¿Me dejas que te dé un beso?
– Fuera bromas, eh -dijo Didiche.
Mascamangas se echó a reír.
– ¿Tienes miedo? Ya que no quiere casarse contigo, podría venirse conmigo.
– ¡Vaya ocurrencia…! -protestó Oliva-. Es usted demasiado viejo.
– Esta prefiere al otro tipo, al tipo con nombre de perro.
– Claro que no -dijo Oliva-. Ya estás diciendo tonterías. El tipo con nombre de perro se llama Ana.
– ¿Prefieres a Angel? -preguntó Mascamangas.
Oliva, ruborizándose, bajó los ojos.
– Esta es idiota -afirmó Didiche-. Es un tío demasiado viejo también. Cree que se va a fijar en una niña como ella.
– Tú no eres mucho mayor que Oliva.
– Tengo seis meses más -dijo orgullosamente Didiche.
– Ah, ¿sí…? -se asombró Mascamangas-. En ese caso…
Se inclinó y besó a Oliva. Después, besó también a Didiche, que estaba un poco asombrado.
– Hasta la vista, doctor -dijo Oliva.
El profesor Mascamangas subió a su coche. Didiche, que se había levantado del suelo, observaba los aspectos mecánicos.
– ¿Me deja usted conducir un poco? -preguntó.
– Otra vez -dijo Mascamangas.
– ¿Adónde se va? -preguntó Oliva.
– Hacia allá -dijo Mascamangas, señalando la banda oscura.
– ¡Coño! -dijo el muchacho-. Mi padre me ha contado lo que me pasaría como se me ocurriese meterme ahí.
– ¡El mío, también! -corroboró Oliva.
– Y ¿nunca lo habéis intentado? -preguntó el profesor.
– Bueno, a usted se lo podemos decir. Lo hemos intentado y no hemos visto nada.
– ¿Cómo lograsteis salir?
– Oliva no entró. Me sujetaba desde fuera.
– ¡No volváis a hacerlo! -le advirtió el profesor.
– Es aburrido -dijo Oliva-. No se ve nada. ¡Mira!, ¿quién será ese que viene hacia aquí?
Didiche miró.
– Parece un ciclista.
– Yo me marcho -dijo Mascamangas-. Hasta la vista, hijos míos.
El profesor volvió a besar a Oliva, que se dejaba siempre que la besasen con suavidad.
El motor del vehículo emitió un agudo gemido y Mascamangas aceleró brutalmente. El coche bufó al pie de la duna y se la tragó de una vez. Ahora, Mascamangas no cambió de dirección. Mantenía el volante en una posición fija, mientras con el pie aplastaba el sistema de aceleración. Tuvo la impresión de que se lanzaba contra un muro. La zona negra aumentó, invadió totalmente su campo visual y el coche desapareció brutalmente entre las macizas tinieblas. En el sitio por donde acababa de penetrar en la noche, subsistía una ligera depresión, que se fue llenando poco a poco. Lentamente, igual que un plástico recobra su forma, la impenetrable superficie volvió a quedar lisa, perfectamente plana. Un doble surco en la arena continuaba señalando el camino que había recorrido el profesor Mascamangas.
El ciclista se apeó pocos metros antes de los dos niños, que le observaban acercarse. Llegó hasta ellos, empujando la bicicleta. Las ruedas se hundían hasta las llantas y el roce con la arena había bruñido los niquelados, dejándonos maravillosamente deslumbrantes.
– Buenos días, pequeños -dijo el inspector.
– Buenos días, señor -contestó Didiche.
Oliva se juntó a Didiche. No le gustaba aquella gorra.
– ¿No habéis visto a un hombre ya de edad, que se llama Mascamangas?
– Sí -contestó Didiche.
Oliva le dio un codazo y dijo:
– Hoy no lo hemos visto -Didiche abrió la boca, pero ella le impidió hablar-. Se fue ayer a coger el autobús.
– Me estás mintiendo -dijo el inspector-. Hace un rato estaba aquí, con vosotros, un hombre ya de edad, con un coche.
– Era el lechero -dijo Oliva.
– ¿Quieres ir a la cárcel por contar mentiras? -dijo el inspector.
– Me niego a hablar con usted -dijo Oliva-. Yo no digo mentiras.
– ¿Quién era ése?, vamos -preguntó el inspector a Didiche-. Si me lo dices, te presto mi bicicleta.
Didiche miró a Oliva; la bicicleta brillaba fantásticamente.
– Era… -empezó a decir.
– Era uno de los ingenieros -le interrumpió Oliva-. El que tiene nombre de perro.
– Ah, ¿conque sí? -dijo el inspector-. O sea, que el que tiene nombre de perro, ¿no? -se acercó a Oliva con expresión amenazadora-. Acabo de verlo en el hotel, al que tiene nombre de perro, ¡infeliz!
– No es verdad -dijo Oliva-. Estaba aquí.
El inspector levantó la mano como para pegarla y la niña se defendió, poniéndose un brazo delante de la cara, actitud que puso de manifiesto sus pechitos redondos; y el inspector tenía ojos.
– Voy a cambiar de método -ofreció.
– Me aburre usted -dijo Oliva-. Era uno de los ingenieros.
– Sujeta la bicicleta -ordenó el inspector a Didiche, aproximándose aún más a Oliva-. Puedes darte una vuelta.
Didiche descubrió que Oliva estaba aterrorizada.
– Déjela -dijo-. No la toque -soltó la bicicleta que acababa de encajarle el inspector-. No quiero que ni siquiera roce usted a Oliva. Todo el mundo intenta besarla y sobarla. ¡Me tienen harto…! Es mi amiga y, como la moleste, le hago pedazos la bicicleta.
– Dime -dijo el inspector-, así que tú ¿también quieres ir a la cárcel?
– Era el profesor, sí -dijo el muchacho-. Ahora ya lo sabe. Deje en paz a Oliva.
– La dejaré en paz, si me da la gana. Pero merece ir a la cárcel.
El inspector cogió a Oliva por los brazos. Didiche tomó impulso y le largó una patada a la rueda delantera, con todas sus fuerzas, en plena mitad de los rayos. Lo cual produjo bastante ruido.
– Déjela -repitió Didiche- o me lío también a patadas con usted.
El inspector soltó a Oliva y se puso completamente rojo de ira. Hurgándose en sus bolsillos, terminó por sacar un gran igualizador.
– O te estás quieto o te disparo.
Oliva se lanzó sobre Didiche.
– Si le dispara a Didiche -amenazó-, organizaré tal jaleo que le mato a usted. Váyase. Es un pulpo repugnante. ¡Váyase de una vez con su cochina gorra! Me da usted asco. Jamás me tocará. Como me toque, le muerdo.
– Ya sé lo que voy a hacer -dijo el inspector-. Voy a disparar contra los dos y, luego, podré tocarte todo lo que quiera.
– Es usted una vieja porquería de bofia -dijo Oliva-, que ni siquiera sabe cumplir con su deber. Su mujer y su hija no pueden estar muy orgullosas que digamos ¡Disparar contra la gente!, eso es lo que hoy en día saben hacer los bofias. Y de ayudar a las señoras ancianas y a los niños a cruzar las calles, ¿qué? Como para contar con su ayuda… Y de recoger a los perritos atropellados, ¿qué? Llevan ustedes igualizadores y gorras, y ni siquiera sabe detener usted solo a un pobre hombre como el profesor Mascamangas.
El inspector después de reflexionar, volvió a guardarse en el bolsillo su igualizador y se apartó de ellos. Permaneció quieto durante unos instantes y, luego, levantó la bicicleta. La rueda delantera, completamente torcida, no giraba. Cogió la bicicleta por el manillar y miró por el suelo a su alrededor. Se distinguían claramente las huellas de los neumáticos del coche del profesor. El inspector movió la cabeza. Miró a los niños. Parecía avergonzado. Y, después, se fue en la dirección que había tomado Mascamangas.
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