Boris Vian - El otoño en Pekín

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El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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– No diga idioteces. No me refería para nada al desprecio de la gente por los pederastas, ni a esas risas guasonas. Las gentes normales no se sienten tan superiores; no va por ahí la guasa; son los compartimentos vitales y los individuos cuya existencia se reduce a esos comportamientos los que les oprimen a ustedes; pero eso carece de importancia. No es porque se agrupen ustedes únicamente con ustedes mismos, ni por las manías, los dengues, los convencionalismos y todo eso que les une, por lo que les tengo lástima. Es porque, verdaderamente, son ustedes muy limitados. A causa de una ligera anomalía glandular o mental, les colocan a ustedes una etiqueta. Ya es triste. Pero, luego, se esfuerzan ustedes por corresponder a lo que reza la etiqueta. Porque sea auténtica. Las gentes se burlan de ustedes de la misma manera que un chicuelo se burla de un canijo, sin pensarlo. Si lo pensasen, les tendrían lástima, pero se trata de una enfermedad que no produce ceguera, sino falta de seriedad. Los ciegos, por otra parte, son los únicos disminuidos de los que uno se podría burlar, puesto que no lo verían, y por eso nadie se burla de ellos.

– Entonces, ¿por qué me trata usted de pederasta, burlándose de mí?

– Porque, en este momento, me dejo llevar, porque usted es mi jefe, porque acerca del trabajo tiene usted ideas de bombero y porque utilizo todos los argumentos, incluso los injustos.

– Pero usted siempre ha trabajado con regularidad… -dijo Amadís-. Y, de golpe, ¡paff…!, se pone usted a soltar disparates sin parar.

– A eso le llamo yo ser normal -dijo Ana-. A poder reaccionar, incluso después de una temporada de embrutecimiento o de fatiga.

– Usted pretende ser normal -insistió Amadís- y se acuesta con mi secretaria hasta caer derrotado por ese embrutecimiento idiota.

– Casi he tocado fondo -dijo Ana-. Creo que pronto terminaré con Rochelle. Tengo ganas de ir a ver a esa negra que…

Amadís tuvo un estremecimiento de asco.

– Usted puede hacer lo que quiera fuera de las horas de trabajo, pero, sobre todo, no me lo cuente. Y vuelva inmediatamente a su tarea.

– No -dijo comedidamente Ana.

Amadís se enfurruñó y se pasó una mano nerviosa por sus cabellos de estopa.

– Es terrible -continuó Ana-, cuando uno se pone a pensar en todos esos tipos que trabajan para nada. Que se pasan ocho horas diarias en una oficina. Que son capaces de pasarse en semejante lugar ocho horas al día.

– Pero, hasta ahora, usted ha sido uno de ellos.

– Me carga usted con lo que uno haya sido. ¿Acaso no tiene uno derecho a comprender, incluso después de haber estado poniendo el culo durante una temporada?

– Suprima esas expresiones -advirtió Amadís-. Me desagradan, aunque no apunte usted contra mí, cosa que dudo.

– Como jefe mío, le apunto y peor para usted, si mis disparos dan también en otro blanco. Pero fíjese hasta qué punto está limitado, hasta qué punto desea usted corresponder a su etiqueta. Resulta usted tan limitado como cualquier pobre hombre que se alista en un partido político.

– Me asquea usted físicamente -dijo Amadís-. Y es usted un guarro. Y un simulador.

– De ésos están llenas las oficinas. A montones. Se aburren como mierdas por las mañanas. Se aburren como mierdas por las tardes. Al mediodía, van y se hinchan de bazofia servida en gamellas de cartón, que luego por la tarde se dedican a digerir, agujereando papeles, escribiendo cartas personales, charlando por teléfono con los amigotes. De vez en cuando, aparece un tipo distinto, uno que es útil. Uno que produce cosas. Escribe una carta y la carta llega a un despacho. Se trata de tal asunto. Bastaría con decir sí o no, una sola vez, y se habría acabado, asunto resuelto. Pero es imposible.

– Tiene usted imaginación. Y un alma poética, épica y todo lo demás. Por última vez, vuelva a su trabajo.

– Por cada hombre con vida hay aproximadamente un burócrata, un parásito. La justificación del parásito está en esa carta, que podría solucionar el asunto del hombre con vida. Pero no, la lleva de una parte a otra, sin resolverla, para que dure. El hombre con vida lo ignora.

– Basta -dijo Amadís-. Le juro que es una idiotez lo que está diciendo. Le garantizo que existen personas que responden de inmediato las cartas. Y que en una oficina se puede trabajar. Y ser útil.

– Si cada hombre con vida -prosiguió Ana- se levantase y buscase por las oficinas a su parásito personal y lo matase…

– Me entristece usted. Tendría que echarlo a la calle y sustituirlo por otro ingeniero, pero, sinceramente, creo que la culpa es del sol y de esa manía suya de acostarse con una mujer.

– Entonces, todos los despachos se convertirían en féretros y, en cada cubículo pintado de verde o de amarillo y con el linóleo a rayas, habría un esqueleto de parásito, y se devolverían a la fábrica las gamellas de cartón. Hasta luego. Me voy a ver al ermitaño.

Amadís Dudu se quedó mudo. Vio cómo Ana se alejaba, a pasos largos y decididos, cómo subía ágilmente la duna, templando sus disciplinados músculos. Trazaba una caprichosa línea de huellas en sucesión alternada, que se interrumpió en la redondeada cima arenosa, mientras continuaba sólo su cuerpo, que luego desapareció también.

El Director Dudu dio la vuelta y entró en el hotel. Dejó de oírse el ruido de los martillazos. Carlo y Marin empezaban a retirar los montones de escombros. En el primer piso sonaba el triquitraque de la máquina y el grácil repique de la campanilla al final de las líneas, encubierto por los metálicos y raspantes roces de las palas. Setas azul verdosas brotaban ya entre los cascotes.

TRANSICIÓN

Con toda seguridad, a estas horas el profesor Mascamangas está ya muerto, acontecimiento que por sí solo compone una bonita estampa de caza. El inspector que le venía siguiendo ha debido de resistir mucho más, dado que tenía menos años y que su encuentro con Oliva lo había calentado. Con todo, es imposible saber lo que ha sucedido dentro de la zona negra. Hay ocasión para la incertidumbre, como dicen los vendedores de loros parlantes. Cosa bastante curiosa: todavía no hemos asistido a la fornicación del ermitaño y la negra; considerando la importancia inicial, relativamente grande, del personaje de Claude Léon, dicho asunto parece sufrir un retraso inexplicable. Estaría muy bien que, por fin, lo hiciesen ante espectadores imparciales, porque las consecuencias de semejante acto repetido han de repercutir de tal manera sobre el aspecto físico del ermitaño que sería posible predecir con toda verosimilitud si resistirá o si morirá de agotamiento. Sin entrar a prejuzgar el curso de los acontecimientos, se debería estar, por fin, en condiciones de determinar con precisión lo que va a hacer Angel. Es lícito pensar que las opiniones y el comportamiento de su compañero Ana (que tiene nombre de perro, aunque esta circunstancia estrictamente no afecta) ejercen una influencia bastante fuerte sobre Angel, quien sólo necesita despertar de manera regular en vez de hacerlo a intervalos y, raramente, cuanto sería oportuno; casi siempre, por fortuna, en presencia de un testigo. Cómo vayan a terminar los otros personajes resulta, verdaderamente, menos previsible, debido a que la caprichosa narración de sus actos conduce a una indeterminación con muchos grados de libertad, o bien debido a que carecen de existencia real, a pesar de los esfuerzos realizados en este sentido. Cabe la presunción de que por su escasa utilidad corren el riesgo de acabar siendo suprimidos. Ciertamente se habrá notado la débil presencia del personaje principal, que, con toda evidencia, es Rochelle, así como la del Deux ex machina , ya sea el cobrador del 975, o el conductor, o, incluso, el chófer del taxi amarillo y negro (por cuyos colores es posible adivinar que se trata de un vehículo condenado). Por otra parte, estos elementos no son sino los coadyuvantes de la reacción, en cuyo desarrollo no intervienen, como tampoco en el equilibrio que finalmente se alcance.

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