– Vamos a ver a la negra -dijo Ana.
"Por ejemplo, la indicación 'BALLET' hace referencia a la totalidad de nuestros discos de música para ballet y se encuentra clasificada en el lugar que corresponde alfabéticamente a la palabra ballet dentro de la sección de clásicos."
( Catálogo Philips , 1946. página 3.)
Rochelle vio entrar a Amadís, que se sujetaba el bajo vientre con una mano, mientras con la otra se iba apoyando en la jamba de la puerta y en las paredes. Tenía un gesto de dolor. Cojeando, alcanzó su sillón, en el que se dejó caer con patente agotamiento. Parpadeaba y su frente subía en arrugas sucesivas, que alteraban la superficie blanda.
Rochelle, que no quería nada a Amadís, abandonó el trabajo y se levantó.
– ¿Puedo hacer algo por usted? ¿Le duele mucho?
– No me toque -dijo Amadís-. Me ha golpeado uno de esos obreros.
– ¿Quiere tumbarse?
– No hay nada que hacer. Físicamente hablando. Por lo demás, nada pierden por tener que esperar -se agitó ligeramente-. Me habría gustado ver a Dupont.
– ¿Qué Dupont?
– El cocinero del arqueólogo.
– ¿Dónde puedo encontrarlo?
– Debe de estar todavía con esa gorrina de Lardier… -murmuró Amadís.
– ¿Le apetece tomar algo? Le puedo preparar un té de campanuláceas.
– No. Nada.
– Está bien.
– Gracias -dijo Amadís.
– Oh -dijo Rochelle-, no lo hago por resultarle agradable. No me gusta usted absolutamente nada.
– Lo sé. Y, sin embargo, habitualmente se cree que a las mujeres les gustan muchos los homosexuales.
– A las mujeres que no les gustan los hombres -dijo Rochelle-. O a las mujeres que generalizan.
– Según dicen, se sienten en confianza con ellos, no temen ser asediadas, etcétera, etcétera.
– Si son guapos, es posible. Yo no tengo miedo de que me asedien.
– Aparte de Ana, ¿quién la asedia aquí?
– No sea indiscreto -dijo Rochelle.
– Y ¿qué importancia tiene? Angel y Ana vuelven a ser hombres corrientes. Los he despedido.
– Ana no me asedia. Hago el amor con él. Me toca. Me amasa.
– Y Angel, ¿la asedia?
– Sí -dijo Rochelle-, porque quiero yo. Tiene un aspecto menos rudo que Ana. Al principio, yo prefería a Ana, porque es menos complicado que Angel.
– ¿Angel es complicado? Yo creo que es idiota y vago. Y, sin embargo, físicamente está mejor que Ana.
– No -dijo Rochelle-, no para mi gusto. Pero, en fin, no está mal.
– ¿Se acostaría usted con él?
– ¡Claro que sí! Ahora ya podría. Me queda muy poco que obtener de Ana.
– Le pregunto lodo esto porque ustedes constituyen para mí un mundo tan extraño… Quisiera comprender.
– ¿Ha sido el golpe que le han dado lo que le ha recordado que es hombre? -preguntó Rochelle.
– Me encuentro muy mal y no estoy para ironías.
– ¿Cuándo dejará de pensar que se burlan de usted? ¡Si supiese lo poco que eso me importa…!
– Dejémoslo. Reconoce que Angel la asedia; ¿la molesta?
– No. Es una especie de reserva de seguridad.
– Pero debe estar celoso de Ana.
– ¿Cómo puede usted saberlo?
– Razono por analogía. Sé muy bien lo que me gustaría hacerle a Lardier.
– ¿Qué?
– Matarlo -dijo Amadís-. A patadas en la tripa. Aplastarlo totalmente.
– Angel no es como usted. No es tan apasionado.
– Se está usted engañando. Aborrece a Ana.
Rochelle le miró con inquietud.
– ¿No lo dirá usted de verdad?
– Sí -dijo Amadís-. Eso tiene mal arreglo. Y no piense que a mí el asunto me importa. Tampoco se lo digo para fastidiarla.
– Habla usted como si realmente lo supiese -dijo Rochelle-. Creo que intenta usted sobornarme. Le advierto que los aires de misterio no van conmigo.
– No hay aires misteriosos -dijo Amadís-. Sufro y comprendo. A propósito, ¿cómo va su trabajo?
– Está terminado.
– Le voy a dar más. Coja su bloc.
– Le debe doler ahora mucho menos.
– Ha llegado el balasto -dijo Amadís-. Hay que preparar las nóminas de jornales de los camioneros y proponerles que trabajen en la vía.
– Se negarán -dijo Rochelle.
– Le voy a dictar una nota de servicio. Ya nos arreglaremos para que no se nieguen.
Rochelle dio tres pasos y cogió el bloc y el lápiz. Amadís permaneció durante algunos instantes con los codos sobre la mesa y con la cabeza entre las manos. Después, empezó a dictar.
– Esa acción santificadora es de auténtica primera categoría -dijo el abad Petitjean.
Ana, el arqueólogo y el abad regresaban, caminando despacio.
– Qué negra… -dijo Ana-. ¡Por las veinte divinidades del Olimpo…!
– Vamos, vamos… -dijo el arqueólogo.
– Deje en paz a Claude Léon -dijo el abad-. No se las arregla tan mal.
– Me gustaría echarle una mano -dijo Ana.
– La mano no es exactamente lo que utiliza -dijo Petitjean-. No se ha fijado usted en los detalles.
– ¡Oh, Zeus! -dijo Ana-. Hablen de otra cosa. No puedo andar.
– Estoy de acuerdo con usted en que la cosa produce su efecto -dijo el abad-. Pero yo llevo sotana.
– ¿Qué hay que hacer para hacerse cura? -preguntó Ana.
– Usted no sabe lo que quiere -dijo Petitjean-. De repente esto, de repente aquello. De repente se pone usted a soltar gilipolleces, de repente parece usted inteligente. De repente es usted sensible, de repente, más guarro que un tratante de ganado que no piensa más que en eso. Perdóneme, mi lenguaje queda muy por debajo de mis ideas.
– Ya se ve que funciona usted -Ana se echó a reír y cogió del brazo al abad-. Petitjean, ¡es usted un macho!
– Gracias -dijo Petitjean.
– Y usted es un león -prosiguió Ana, volviéndose hacia el arqueólogo-. Estoy contento de conocerlos.
– Yo soy un león viejo -dijo Atanágoras-. Habría sido más exacta la comparación si hubiese usted elegido a un animal excavador.
– No estoy de acuerdo -dijo Ana-. Eso de sus excavaciones es una broma. Siempre está hablando de ellas y nunca se las ve.
– ¿Le gustaría verlas?
– ¡Seguro! -dijo Ana-. Todo me interesa.
– A usted todo le interesa un poco -dijo Petitjean.
– Como a todo el mundo.
– ¿Y los especialistas? -objetó el arqueólogo-. Aunque mi humilde ejemplo no signifique nada, a mí únicamente me interesa la arqueología.
– No es verdad -dijo Ana-. Eso es una afectación.
– ¡En absoluto! -exclamó, indignado, Atanágoras.
– Reconozca que le he encajonado -Ana volvió a reír-. Usted se dedica a encajonar muchos cacharros de cerámica que no le han hecho nada.
– ¡Calle usted, hombre superficial! -dijo Atanágoras, sin enfadarse.
– Bueno, entonces -dijo Ana-, ¿vamos a ver sus excavaciones?
– Allá vamos -dijo Petitjean.
– Acompáñenos -dijo el arqueólogo.
Angel se aproximaba a ellos. Caminaba inseguro, sintiendo por todo su cuerpo el calor del cuerpo de Cobre. Cobre se había ido en dirección contraria, para reunirse con Brice y con Bertil, y ayudarlos en su trabajo. Había comprendido que era mejor no quedarse junto a aquel inquieto muchacho que acababa de hacerla suya, en una hondonada de arena, delicadamente, tiernamente, tratando de no herirla. Cobre, riendo, había escapado a la carrera. Sus esbeltas piernas se alzaban, elásticas, sobre el claro terreno y su sombra danzaba junto a ella y la dotaba de cuatro dimensiones.
Cuando Angel se encontró muy cerca ya de ellos, los observó cuidadosamente. No se excusó por haberles abandonado. Ana también estaba allí, fuerte y alegre, como frente a Rochelle; por lo tanto, había acabado con Rochelle.
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