Boris Vian - El otoño en Pekín

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El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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Quedaba muy poco camino hasta el campamento de Atanágoras. Iban hablando, únicamente hablando, y todo estaba a punto de cumplirse.

Porque Angel sabía ahora lo que valía Cobre y perdía, de golpe, todo lo que Ana había poseído de Rochelle.

VI

– Bajo yo primero -dijo Atanágoras-. Tengan cuidado, que ahí abajo hay un montón de piedras sin embalar.

Su cuerpo se introdujo por la boca del pozo y sus pies se asentaron firmemente en los barrotes de plata de la escala.

– Usted delante -dijo Ana, cediéndole el paso a Petitjean.

– Esto es un deporte ridículo -dijo Petitjean-. ¡Eh… ustedes, los de ahí abajo… no miren, compórtense como es debido! -se recogió la sotana con una mano y puso el pie en el primer escalón-. En marcha; a pesar de todo voy a bajar.

– ¿Qué profundidad crees tú que tiene esto? -le preguntó Ana, que permanecía junto a Angel.

– No sé -dijo Angel, con voz estrangulada-. Parece profundo.

Ana se inclinó sobre el vacío.

– No se ve mucho -dijo-. Ya ha debido de llegar Petitjean. Ahora es el momento.

– Todavía no… -dijo Angel, con desesperación.

– Claro que sí -dijo Ana.

Arrodillado junto al borde del pozo, Ana escrutaba la densa oscuridad.

– No -repitió Angel-. Todavía no.

Hablaba aún más bajo, con una voz horrorizada.

– Hay que bajar -dijo Ana-. ¡Vamos! ¿Tienes miedo?

– No tengo miedo… -susurró Angel.

Su mano tocó la espalda de su amigo y, bruscamente, lo lanzó al vacío. La frente de Angel estaba empapada de sudor. Unos segundos después resonó un chasquido, y la voz de Petitjean, que gritaba en el fondo del pozo.

A Angel le temblaban las piernas y sus manos tantearon buscando el primer barrote de la escala. Mientras sus pies le iban haciendo descender, sentía su cuerpo como si fuese de mercurio frío. Por encima de su cabeza, la entrada del pozo se recortaba en azul oscuro sobre un fondo de tinieblas. En el fondo nació una indecisa claridad y Angel apresuró el descenso. Oía a Petitjean salmodiar palabras con una monótona entonación. Angel no miraba hacia abajo.

VII

– Ha sido por mi culpa -dijo el arqueólogo a Petitjean.

– No -replicó Petitjean-. También yo soy culpable.

– Tendríamos que haberle dejado decirle a Angel que Rochelle estaba libre.

– Entonces -dijo Petitjean-, sería Angel quien estaría ahí.

– ¿Por qué era necesario elegir?

– Porque siempre es necesario elegir -dijo Petitjean-. Es una puñetera mierda, pero las cosas son así.

Ana se había desnucado y su cuerpo descansaba sobre piedras. Su rostro tenía una expresión neutra y un ancho rasguño le cruzaba la frente, medio oculta por sus desordenados cabellos. Una de sus piernas estaba doblada bajo el cuerpo.

– Hay que quitarlo de ahí -dijo el abad- y tumbarlo bien estirado.

Vieron aparecer los pies de Angel, su cuerpo y, luego, Angel se acercó lentamente.

– Yo lo he matado -dijo-. Está muerto.

– Creo que se inclinó demasiado -dijo el arqueólogo-. No se quede ahí.

– He sido yo quien… -dijo Angel.

– No lo toque -dijo Petitjean-. No vale la pena. Ha sido un accidente.

– No -dijo Angel.

– Sí -replicó el arqueólogo-. Puede usted aceptar eso de él, a pesar de todo.

Angel lloraba y su rostro ardía.

– Espérenos usted por ahí delante -dijo Atanágoras-. Siga por esa galería -se acercó a Ana y, con suavidad, alisó sus rubios cabellos, contempló su lastimado y magullado cuerpo-. Era joven.

– Sí -susurró Petitjean-. Son jóvenes.

– Todos mueren… -dijo Atanágoras.

– Todos, no…, algunos quedan. Usted y yo por ejemplo.

– Nosotros somos de piedra. No contamos.

– Ayúdeme.

Les costó mucho levantarlo. El cuerpo desmadejado se les escapaba de las manos y tenían que arrastrarlo por la tierra. Los pies de Petitjean resbalaban en aquel suelo mojado. Lograron levantarlo del montón de piedras y lo extendieron junto a una de las paredes de la galería.

– Yo estaba de espaldas -dijo Atanágoras-. Ha sido por mi culpa.

– Le repito que no -dijo Petitjean-. No se podía hacer nada.

– Es una ignominia que nos hayamos visto obligados a intervenir en esto.

– De todas formas teníamos que sufrir una decepción. Porque llevamos la decepción en la sangre. Esto será más duro de sobrellevar, pero olvidaremos antes.

– Olvidará usted -dijo Atanágoras-. Era bello.

– Son bellos los que sobreviven.

– Es usted demasiado duro.

– Un cura no puede tener corazón.

– Me gustaría arreglarle el pelo -dijo el arqueólogo-. ¿Tiene usted un peine?

– No tengo. Y no merece la pena. Venga.

– No puedo dejarlo.

– Contrólese. Usted le siente próximo, porque él está muerto y usted es viejo. Pero él está muerto.

– Y yo soy viejo, pero estoy vivo. Y Angel está completamente solo.

– De ahora en adelante tendrá poca compañía -dijo Petitjean.

– Nos quedaremos con él.

– No. Se irá. Y se irá solo. Las cosas no van a asentarse tan fácilmente. Todavía no hemos llegado al fondo.

– ¿Qué puede ocurrir ya…? -suspiró Atanágoras en un tono fatigado y roto.

– Ocurrirá algo -dijo Petitjean-. No se trabaja en el desierto impunemente. Las cosas van por mal camino. Eso se huele.

– Usted está acostumbrado a los cadáveres. Yo, no. Únicamente a las momias.

– Pero usted no participa de la jugada. Puede incluso sufrir pero sin sacar provecho.

– Y ¿usted?, ¿qué provecho va a sacar usted?

– ¿Yo? -dijo Petitjean-. Yo no sufro. Venga conmigo.

VIII

Encontraron a Angel en la galería. Ya no lloraba.

– ¿No se puede hacer nada? -preguntó a Petitjean.

– Nada -contestó Petitjean-. Sólo, cuando regresemos, avisar a los demás.

– Perfectamente -dijo Angel-. Yo se lo diré. ¿Vamos a ver las excavaciones?

– Claro que sí -dijo Petitjean-. Para eso estamos aquí.

Atanágoras permanecía en silencio, temblándole su barbilla llena de arrugas. Pasó entre los dos y se puso a la cabeza de la columna.

Siguieron el complicado camino que conducía hasta el corte. Angel observaba atentamente el techo de las galerías, la entibación, y parecía que trataba de orientarse. Llegaron a la galería principal, al final de la cual se vislumbraba, a unas medidas de distancia la luminosidad producida por el sistema de iluminación. Angel se detuvo en la entrada de la galería.

– ¿Está ella ahí abajo? -preguntó Angel y Atanágoras le miró sin comprender-. Su amiga. ¿Está ahí abajo?

– Sí -respondió el arqueólogo-. Está trabajando, con Brice y con Bertil.

– No quiero verla -dijo Angel-. No podría verla. He matado a Ana.

– Ya está bien -dijo Petitjean-. Si vuelve a repetir una vez más esa estupidez, me encargaré yo de usted.

– Yo lo he matado.

– No. Usted lo ha empujado y él ha muerto al llegar sobre las piedras.

– Es usted un jesuita…

– Creo haber dicho ya que me eduqué con los eudistas -dijo Petitjean, con calma-. Si se tomasen la molestia de atender cuando yo hablo, las cosas no irían de mal en peor. Hace un momento parecía haber reaccionado correctamente y ahora vuelve usted a rajarse. Le advierto que no voy a consentírselo. Una dama de linda lindeza…

– …con doce galanes se sienta a la mesa… -dijeron maquinalmente y al unísono Angel y el arqueólogo.

– Como imagino que se saben ustedes la continuación, no insistiré más. Y ahora no quiero obligarlos a que vayan hasta el final de la galería a ver a esos tres tipos. No soy un verdugo.

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