– Soy yo… -dijo Angel.
Rochelle se retrepó en la cama y le miró, acentuadas sus facciones, con una mirada apagada.
– ¿Cómo sucedió?
– Ayer no pude verla -contestó Angel-. Creía que Petitjean se lo había explicado.
– Cayó al pozo. Usted no pudo sujetarlo, porque pesaba mucho. Yo sé cuánto pesaba… ¿Cómo le pudo ocurrir a Ana?
– Ha sido por mi culpa -dijo Angel.
– No, no… Usted no es lo suficientemente fuerte para sujetarlo.
– Yo la amaba a usted enormemente.
– Lo sé -dijo Rochelle-. Todavía me ama usted mucho.
– Por eso cayó él. Parece. Para que yo la pueda amar.
– Es demasiado tarde -dijo Rochelle, con una especie de coquetería.
– Era demasiado tarde incluso antes.
– Entonces, ¿por qué cayó?
– Él no podía caer. Ana, no.
– Oh -dijo Rochelle-, ha sido un accidente.
– ¿No ha dormido usted?
– Pensaba que no debía acostarme, porque, a pesar de todo, un muerto es algo a lo que hay que respetar.
– Y se quedó usted dormida…
– Sí. Tomé algo que me dio el abad Petitjean -Rochelle le tendió un frasco lleno-. Tomé cinco gotas y he dormido muy bien.
– Tiene usted suerte.
– Cuando una persona muere, lamentarlo nada cambia -dijo Rochelle-. Me ha dado mucha pena, ¿sabe usted?
– A mí, también. Me pregunto cómo podremos seguir viviendo después de esto.
– ¿Cree usted que no está bien seguir viviendo?
– No sé -dijo Angel y miró el frasco-. Si se hubiese tomado usted la mitad de esta botellita no habría despertado.
– He tenido unos sueños preciosos. Había dos hombres enamorados de mí, que peleaban por mí…, era maravilloso. Muy novelesco.
– Ya veo.
– Quizá no sea tan demasiado tarde -dijo Rochelle.
– ¿Ha visto a Ana?
– ¡No…! -dijo Rochelle-. No me hable de eso. Me resulta desagradable. No quiero pensarlo.
– Ana era bello -dijo Angel.
Rochelle le observaba con inquietud.
– ¿Por qué me dice esas cosas? Yo estaba tranquila y viene usted a meterme miedo y a impresionarme. No me gusta usted, cuando se pone así. Siempre está usted triste. No se debe pensar en lo que ha ocurrido.
– ¿Puede usted impedirlo?
– Todo el mundo puede impedirse pensar -dijo Rochelle-. Yo estoy viva, yo. Y usted, también.
– A mí me da vergüenza vivir.
– ¡Caramba!, ¿tanto me ama usted?
– Sí -dijo Angel-. Tanto.
– Pronto me consolaré. Me es imposible pensar en algo triste durante mucho tiempo. Por supuesto que me acordaré de Ana con frecuencia…
– No tanto como yo.
– ¡Oh, qué poco divertido resulta usted! ¡Usted y yo seguimos vivos, después de todo! -Rochelle se estiró sobre la cama.
– Amadís pretende que vaya usted a que le dicte unas cartas -dijo Angel y se echó a reír amargamente.
– No me apetece. Me han dejado atontada esas gotas. Creo que me voy a meter en la cama -Angel se levantó-. Puede quedarse. No me molesta. ¡Ya me dirá…!, después de lo que ha pasado no nos vamos a andar con cumplidos.
Empezó a quitarse el vestido.
– Tuve miedo de que se hubiese tomado usted una dosis demasiado fuerte -dijo Angel, que seguía teniendo el frasco en una mano.
– ¡Qué ocurrencia! El abad Petitjean me recomendó mucho que no pasase de cinco gotas.
– Si se sobrepasa la dosis, ya sabe usted lo que sucede.
– Debe de quedarse una dormida mucho tiempo -dijo Rochelle-. Tiene que ser peligroso. Quizá se muera una. No hay que andarse con bromas.
Angel la miró. Se había quitado el vestido y su cuerpo se erguía, floreciente y lozano, pero señalado, en todas las partes frágiles, por arrugas y magulladuras aparentemente imperceptibles. Sus pechos caían, pesados, dentro de la ligera tela de su blanco sujetador y en sus carnosos muslos se transparentaban unas azuladas y sinuosas venas. Bajó los ojos, sonriendo, al encontrar la mirada de Angel y se deslizó rápidamente entre las sábanas.
– Siéntese cerca de mí -dijo Rochelle.
– Si tomásemos cada uno la mitad del frasco… -susurró Angel, que se sentó junto a Rochelle-. También de esta manera sería posible librarse.
– ¿Librarse de qué? La vida es buena.
– Usted amaba a Ana.
– Claro que sí. Pero no empiece otra vez. ¿No se da cuenta de que me entristece, cuando me habla de esas cosas?
– No puedo soportar más este desierto, donde todo el mundo acaba reventando.
Rochelle apoyó la cabeza en la almohada.
– No todo el mundo.
– Sí, todos… Mascamangas, Pippo, el interno, Ana, el inspector de policía…, usted y yo.
– Nosotros, no -dijo Rochelle-. Nosotros dos estamos vivos.
– Tiernamente abrazados. En plan imagen resulta bonito, ¿no cree usted? Lo he leído en algún sitio.
– Como en las novelas. Morir al mismo tiempo. Uno junto al otro.
– Así, uno tras otro -dijo Angel.
– Eso sólo pasa en las novelas… -dijo Rochelle.
– Estaría bien…
Rochelle meditaba, con las manos entrelazadas bajo la nuca.
– Sería también igual que en las películas. ¿Cree usted posible morir de esa manera?
– Quizá no -dijo Angel-. Desgraciadamente.
– Sería como en una película que he visto. Los dos morían de amor, el uno junto al otro. ¿Podría usted morir de amor por mí?
– Creo que habría podido.
– ¿Verdaderamente podría? Es divertido…
– No creo que con esto sea posible -dijo Angel, destapando el frasco.
– ¿No? ¿Nos quedaríamos dormidos únicamente?
– Es probable.
– Y ¿si lo intentásemos? -dijo Rochelle-. Sería tan bello dormirse ahora. Me gustaría volver a tener ese sueño.
– Existen drogas que producen sueños como el suyo permanentemente.
– Es cierto. Quizás esta droga sea de ésas.
– Quizá.
– Deseo… Quisiera volver a tener ese sueño. No puedo dormir sola -escrutó subrepticiamente a Angel, que mantenía la cabeza baja y miraba el frasco-. ¿Tomamos cada uno un poco?
– También de esta manera sería posible librarse -repitió Angel.
– Será entretenido -dijo Rochelle, sentándose en la cama-. Adoro este tipo de cosas. Estar un poco borracha o tomar drogas, y no saber muy bien lo que una hace.
– Creo que Petitjean ha exagerado. Si nos tomásemos cada uno la mitad del frasco, tendríamos sueños formidables.
– Entonces, ¿se queda usted conmigo?
– Pero… no está bien…
Rochelle rió.
– No sea tonto. ¿Quién va a venir?
– Amadís la estaba esperando.
– Oh… Después de lo que he sufrido, no me voy a poner a trabajar ahora. Deme el frasco.
– Cuidado. Todo, sería peligroso.
– ¡Nos lo repartimos!
Rochelle le quitó a Angel el frasco de las manos y se lo llevó a los labios. En el momento de ir a beber, se detuvo.
– ¿Se queda usted conmigo?
– Sí… -dijo Angel.
Estaba blanco como el yeso.
Rochelle bebió hasta la mitad y le devolvió el frasco.
– Sabe mal -dijo-. Ahora, usted.
Angel apretó el frasco en su mano, sin dejar de mirar a Rochelle.
– ¿Qué le pasa? ¿No se encuentra bien?
– Pienso en Ana -dijo Angel.
– ¡Oh, qué pesado…! ¿Todavía?
Permanecieron unos instantes en silencio.
– Beba y acérquese a mí. Se está bien.
– Voy -dijo Angel.
– ¿Tarda mucho esto en producir sueño? -preguntó Rochelle.
– No mucho -respondió Angel en voz muy baja.
– Venga -dijo Rochelle-. Sosténgame.
Angel se sentó a la cabecera de la cama y deslizó un brazo bajo la espalda de la muchacha, que se alzó con esfuerzo.
– No puedo mover las piernas. Pero no me duelen. Es agradable.
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