Boris Vian - El otoño en Pekín

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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– Soy yo… -dijo Angel.

Rochelle se retrepó en la cama y le miró, acentuadas sus facciones, con una mirada apagada.

– ¿Cómo sucedió?

– Ayer no pude verla -contestó Angel-. Creía que Petitjean se lo había explicado.

– Cayó al pozo. Usted no pudo sujetarlo, porque pesaba mucho. Yo sé cuánto pesaba… ¿Cómo le pudo ocurrir a Ana?

– Ha sido por mi culpa -dijo Angel.

– No, no… Usted no es lo suficientemente fuerte para sujetarlo.

– Yo la amaba a usted enormemente.

– Lo sé -dijo Rochelle-. Todavía me ama usted mucho.

– Por eso cayó él. Parece. Para que yo la pueda amar.

– Es demasiado tarde -dijo Rochelle, con una especie de coquetería.

– Era demasiado tarde incluso antes.

– Entonces, ¿por qué cayó?

– Él no podía caer. Ana, no.

– Oh -dijo Rochelle-, ha sido un accidente.

– ¿No ha dormido usted?

– Pensaba que no debía acostarme, porque, a pesar de todo, un muerto es algo a lo que hay que respetar.

– Y se quedó usted dormida…

– Sí. Tomé algo que me dio el abad Petitjean -Rochelle le tendió un frasco lleno-. Tomé cinco gotas y he dormido muy bien.

– Tiene usted suerte.

– Cuando una persona muere, lamentarlo nada cambia -dijo Rochelle-. Me ha dado mucha pena, ¿sabe usted?

– A mí, también. Me pregunto cómo podremos seguir viviendo después de esto.

– ¿Cree usted que no está bien seguir viviendo?

– No sé -dijo Angel y miró el frasco-. Si se hubiese tomado usted la mitad de esta botellita no habría despertado.

– He tenido unos sueños preciosos. Había dos hombres enamorados de mí, que peleaban por mí…, era maravilloso. Muy novelesco.

– Ya veo.

– Quizá no sea tan demasiado tarde -dijo Rochelle.

– ¿Ha visto a Ana?

– ¡No…! -dijo Rochelle-. No me hable de eso. Me resulta desagradable. No quiero pensarlo.

– Ana era bello -dijo Angel.

Rochelle le observaba con inquietud.

– ¿Por qué me dice esas cosas? Yo estaba tranquila y viene usted a meterme miedo y a impresionarme. No me gusta usted, cuando se pone así. Siempre está usted triste. No se debe pensar en lo que ha ocurrido.

– ¿Puede usted impedirlo?

– Todo el mundo puede impedirse pensar -dijo Rochelle-. Yo estoy viva, yo. Y usted, también.

– A mí me da vergüenza vivir.

– ¡Caramba!, ¿tanto me ama usted?

– Sí -dijo Angel-. Tanto.

– Pronto me consolaré. Me es imposible pensar en algo triste durante mucho tiempo. Por supuesto que me acordaré de Ana con frecuencia…

– No tanto como yo.

– ¡Oh, qué poco divertido resulta usted! ¡Usted y yo seguimos vivos, después de todo! -Rochelle se estiró sobre la cama.

– Amadís pretende que vaya usted a que le dicte unas cartas -dijo Angel y se echó a reír amargamente.

– No me apetece. Me han dejado atontada esas gotas. Creo que me voy a meter en la cama -Angel se levantó-. Puede quedarse. No me molesta. ¡Ya me dirá…!, después de lo que ha pasado no nos vamos a andar con cumplidos.

Empezó a quitarse el vestido.

– Tuve miedo de que se hubiese tomado usted una dosis demasiado fuerte -dijo Angel, que seguía teniendo el frasco en una mano.

– ¡Qué ocurrencia! El abad Petitjean me recomendó mucho que no pasase de cinco gotas.

– Si se sobrepasa la dosis, ya sabe usted lo que sucede.

– Debe de quedarse una dormida mucho tiempo -dijo Rochelle-. Tiene que ser peligroso. Quizá se muera una. No hay que andarse con bromas.

Angel la miró. Se había quitado el vestido y su cuerpo se erguía, floreciente y lozano, pero señalado, en todas las partes frágiles, por arrugas y magulladuras aparentemente imperceptibles. Sus pechos caían, pesados, dentro de la ligera tela de su blanco sujetador y en sus carnosos muslos se transparentaban unas azuladas y sinuosas venas. Bajó los ojos, sonriendo, al encontrar la mirada de Angel y se deslizó rápidamente entre las sábanas.

– Siéntese cerca de mí -dijo Rochelle.

– Si tomásemos cada uno la mitad del frasco… -susurró Angel, que se sentó junto a Rochelle-. También de esta manera sería posible librarse.

– ¿Librarse de qué? La vida es buena.

– Usted amaba a Ana.

– Claro que sí. Pero no empiece otra vez. ¿No se da cuenta de que me entristece, cuando me habla de esas cosas?

– No puedo soportar más este desierto, donde todo el mundo acaba reventando.

Rochelle apoyó la cabeza en la almohada.

– No todo el mundo.

– Sí, todos… Mascamangas, Pippo, el interno, Ana, el inspector de policía…, usted y yo.

– Nosotros, no -dijo Rochelle-. Nosotros dos estamos vivos.

– Tiernamente abrazados. En plan imagen resulta bonito, ¿no cree usted? Lo he leído en algún sitio.

– Como en las novelas. Morir al mismo tiempo. Uno junto al otro.

– Así, uno tras otro -dijo Angel.

– Eso sólo pasa en las novelas… -dijo Rochelle.

– Estaría bien…

Rochelle meditaba, con las manos entrelazadas bajo la nuca.

– Sería también igual que en las películas. ¿Cree usted posible morir de esa manera?

– Quizá no -dijo Angel-. Desgraciadamente.

– Sería como en una película que he visto. Los dos morían de amor, el uno junto al otro. ¿Podría usted morir de amor por mí?

– Creo que habría podido.

– ¿Verdaderamente podría? Es divertido…

– No creo que con esto sea posible -dijo Angel, destapando el frasco.

– ¿No? ¿Nos quedaríamos dormidos únicamente?

– Es probable.

– Y ¿si lo intentásemos? -dijo Rochelle-. Sería tan bello dormirse ahora. Me gustaría volver a tener ese sueño.

– Existen drogas que producen sueños como el suyo permanentemente.

– Es cierto. Quizás esta droga sea de ésas.

– Quizá.

– Deseo… Quisiera volver a tener ese sueño. No puedo dormir sola -escrutó subrepticiamente a Angel, que mantenía la cabeza baja y miraba el frasco-. ¿Tomamos cada uno un poco?

– También de esta manera sería posible librarse -repitió Angel.

– Será entretenido -dijo Rochelle, sentándose en la cama-. Adoro este tipo de cosas. Estar un poco borracha o tomar drogas, y no saber muy bien lo que una hace.

– Creo que Petitjean ha exagerado. Si nos tomásemos cada uno la mitad del frasco, tendríamos sueños formidables.

– Entonces, ¿se queda usted conmigo?

– Pero… no está bien…

Rochelle rió.

– No sea tonto. ¿Quién va a venir?

– Amadís la estaba esperando.

– Oh… Después de lo que he sufrido, no me voy a poner a trabajar ahora. Deme el frasco.

– Cuidado. Todo, sería peligroso.

– ¡Nos lo repartimos!

Rochelle le quitó a Angel el frasco de las manos y se lo llevó a los labios. En el momento de ir a beber, se detuvo.

– ¿Se queda usted conmigo?

– Sí… -dijo Angel.

Estaba blanco como el yeso.

Rochelle bebió hasta la mitad y le devolvió el frasco.

– Sabe mal -dijo-. Ahora, usted.

Angel apretó el frasco en su mano, sin dejar de mirar a Rochelle.

– ¿Qué le pasa? ¿No se encuentra bien?

– Pienso en Ana -dijo Angel.

– ¡Oh, qué pesado…! ¿Todavía?

Permanecieron unos instantes en silencio.

– Beba y acérquese a mí. Se está bien.

– Voy -dijo Angel.

– ¿Tarda mucho esto en producir sueño? -preguntó Rochelle.

– No mucho -respondió Angel en voz muy baja.

– Venga -dijo Rochelle-. Sosténgame.

Angel se sentó a la cabecera de la cama y deslizó un brazo bajo la espalda de la muchacha, que se alzó con esfuerzo.

– No puedo mover las piernas. Pero no me duelen. Es agradable.

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