– ¿Amaba usted a Ana? -preguntó Angel.
– Le amaba mucho. También le amo a usted mucho -se removió débilmente-. Me pesa el cuerpo.
– No.
– Amaba a Ana…, pero no demasiado -susurró-. Soy muy bruta.
– Usted no es bruta -susurró Angel, tan suavemente como ella.
– Bastante bruta… ¿Va a beber pronto?
– Voy a beber…
– Sosténgame… -acabó en un soplo.
La cabeza de Rochelle se dejó ir contra el pecho de Angel. Desde arriba, Angel veía sus finos y oscuros cabellos y el color más claro de la piel entre las espesas mechas. Dejó la ampolleta, que había mantenido con la mano izquierda, y cogió el mentón de la muchacha. Le levantó la cabeza y retiró la mano. Suavemente, la cabeza volvió a caer.
Se desprendió de ella con esfuerzo y la dejó tendida sobre la cama. Los ojos de Rochelle estaban cerrados.
Ante la ventana, Angel se quedó mirando una rama de hepotriopo, cargada de flores anaranjadas, que se agitaba sin ruido, produciendo sombras en la soleada habitación.
Angel recuperó el frasco marrón y permaneció de pie junto a la cama. Observaba el cuerpo de Rochelle, con el rostro lleno de horror y sintiendo aún, en la mano derecha, el esfuerzo que había tenido que hacer para sentarla en la cama. El mismo esfuerzo que había hecho para empujar a Ana al vacío.
No oyó entrar al abad Petitjean, pero obedeció a la presión de la mano sobre su hombro y le siguió al pasillo.
Bajaron por lo que quedaba de escalera. Angel sujetaba todavía el frasquito marrón y Petitjean iba delante de él, sin decir nada. El aroma de las flores rojas llenaba la brecha entre las dos mitades del hotel. El último escalón venía a dar ahora sobre uno de los carriles. Uno después del otro, Angel y Petitjean pegaron unos traspiés al pisar los cortantes guijarros. Angel se empeñó en avanzar de traviesa en traviesa, cuyas superficies lisas resultaban más cómodas. Luego, imitó a Petitjean, que había saltado desde la vía a la arena de las dunas. Todo lo veía con la totalidad de la cabeza y no únicamente con los ojos; iba a despertar de un momento a otro y sentía concentrarse el embotamiento en su interior antes de vaciarse de golpe; pero alguien tenía que horadar aquella muralla y Petitjean había empezado. Más tarde, se bebería la mitad que quedaba en el frasco.
– ¿Qué piensa hacer? -preguntó Petitjean.
– Ya me dirá usted… -contestó Angel.
– Tiene que descubrirlo por sí mismo. Con mucho gusto ratificaré su descubrimiento, pero únicamente usted puede encontrarlo.
– Me es imposible encontrar nada durmiendo. Y ahora estoy dormido. Como Rochelle.
– No puede morir nadie sin que experimente usted la necesidad de establecer conclusiones críticas -dijo Petitjean.
– Es normal, pues de alguna manera he intervenido.
– ¿Cree usted que ha intervenido de alguna manera?
– Sin ninguna duda.
– Puede usted matar a cualquiera y no puede usted despertarse.
– No tiene nada que ver. Yo los he matado, mientras dormía.
– Por supuesto que no. Lo dice al revés. Ellos han muerto para que usted despierte.
– Lo sé. Y lo comprendo. Es preciso que beba lo que queda. Pero, ahora, estoy tranquilo.
Petitjean se detuvo, se volvió hacia Angel y le miró fijamente entre los ojos.
– ¿Qué ha dicho usted?
– Que voy a beber lo que queda -repitió Angel-. Yo amaba a Rochelle y a Ana. Y ambos han muerto.
Petitjean examinó su mano derecha, la abrió y la cerró dos o tres veces, se arremangó y dijo:
– ¡Cuidado…!
Y Angel vio cómo una masa negra le golpeaba en plena nariz. Se tambaleó y, cayendo, se quedó sentado en la arena. Toda su cabeza resonaba nítidamente como una campana de plata. Le manaba sangre de la nariz.
– ¡Coño…! -dijo, con voz de constipado.
– ¿Se encuentra ahora mejor? -preguntó Petitjean-. Con su permiso -sacó su rosario-. ¿Cuántas estrellas ha visto?
– Trescientas diez -respondió Angel.
– Pongamos… cuatro -dijo Petitjean y desgranó cuatro veces seguidas el rosario, con el virtuosismo del que hacía gala en ocasiones semejantes.
– ¿Dónde está mi frasco? -preguntó repentinamente Angel.
El frasquito marrón se había volcado sobre la arena y bajo el gollete se extendía una mancha húmeda. La arena comenzaba a ennegrecerse en aquel sitio, desde el que se elevaba un humo cauteloso.
Angel mantenía la cabeza adelantada por encima de sus rodillas separadas y su sangre acribillaba el suelo de oscuros agujeritos.
– ¡Hagamos las paces! -dijo Petitjean-. ¿O prefiere usted que vuelva a empezar?
– Me da igual. Hay otras formas de morir.
– Sí. Y de machacarle las napias también, se lo advierto.
– Bueno, ya se cansará usted.
– Seguro que sí. Sería inútil.
– Rochelle… -susurró Angel.
– Se le pone a usted una expresión maligna, cuando dice nombres de mujer con la nariz meándole sangre. Ya no existe Rochelle. Se hartó. ¿Por qué cree que le di yo el frasco?
– Lo ignoro -dijo Angel-. Pero, entonces, una vez más, yo ¿no he intervenido en nada?
– Eso le fastidia, ¿eh?
Angel trató de reflexionar. Muchas cosas pasaban por su cabeza, no muy de prisa, pero vibrando tan opresoramente que le resultaba imposible reconocerlas.
– ¿Por qué no bebió usted inmediatamente después?
– Volveré a intentarlo -dijo Angel.
– Adelante. Aquí tiene usted otro.
El abad Petitjean, después de buscar en sus bolsillos, parió un frasco marrón, exactamente igual al primero. Angel extendió la mano y lo cogió. Después, lo destapó y vertió unas gotas sobre la arena, que produjeron una mancha minúscula, al tiempo que un humo amarillo se desenrolló en una perezosa voluta por el aire inmóvil.
Angel tiró el tapón y mantuvo en un puño bien apretado el frasco. Se limpió la nariz con la manga y miró, asqueado, el reguero que le había quedado en el antebrazo. Había dejado de manarle sangre.
– Suénese la nariz -dijo Petitjean.
– No tengo pañuelo.
– Indudablemente tiene usted razón. Sirve usted para poco y no ve usted ni una.
– Veo la arena -dijo Angel-. Este ferrocarril…, el balasto…, ese hotel partido en dos… Todo este trabajo que no sirve para nada…
– Y usted que lo diga -dijo Petitjean-. Algo significa, por lo menos, no callarlo.
– Yo veo. Yo no sé nada. Ana y Rochelle… Seguro que me va a dar usted otro puñetazo en la nariz.
– No -dijo Petitjean-. ¿Qué más ve usted?
El rostro de Angel parecía aclararse paulatinamente.
– El mar. Cuando veníamos. Los dos chiquillos en el puente. Los pájaros.
– Y ¿no tiene bastante con este sol?
– No está mal… -dijo Angel lentamente-. Están también el ermitaño y la negra.
– Y la chica de Atanágoras.
– Déjeme pensar -dijo Angel-. Hay un montón de cosas que ver -contempló el frasco-. Pero también veo a Ana y a Rochelle -susurró.
– Cada uno ve lo que quiere. Y, además, ver está bien, pero no es suficiente.
– Quizá se puedan hacer cosas… Ayudar a la gente… -lanzó una risa burlona-. Pero le detienen a uno de inmediato. Ya sabe, también se puede matar a Ana y a Rochelle…
– No cabe duda -dijo Petitjean.
– Y construir ferrocarriles que no sirvan para nada.
– Muy cierto -dijo Petitjean.
– ¿Entonces…?
– Entonces, ¿eso es todo lo que ve usted? -Petitjean se sentó en la arena al lado de Angel-. Pues entonces, beba. Si no tiene más imaginación…
Ambos permanecieron en silencio. Angel seguía reflexionando y tenía una expresión alterada.
– No sé. Encuentro cosas que ver, cosas que me hacen sentir, pero todavía no se me ocurre nada que hacer. No puedo ignorar lo que ya he hecho.
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