– Buenos días -dijo Atanágoras.
– ¿Cómo está usted? -preguntó Petitjean, con interés.
– Mejor -dijo Ana-. La voy a saldar.
– ¿A su lagarta?
– A mi lagarta. Me aburre.
– Entonces, ¿estará usted buscando otra?
– Exactamente, señor abad -dijo Ana.
– ¡Oh, por favor…! -protestó el abad-. Nada de tratamientos pretendenciosos. Pero, ante todo…
Se alejó unos pasos y se puso a dar vueltas alrededor de Ana y de Atanágoras, golpeando enérgicamente el suelo con sus pies.
– ¡Tres pobrecitos iban al bosque…! -cantó.
– Y a la vuelta decían muy bajo… -prosiguió el arqueólogo.
– ¡Atchis! ¡Atchis! ¡Atchis! -concluyó Ana, cogiendo onda.
Petitjean se detuvo y se rascó la nariz.
– ¡Sabe también las fórmulas! -le dijo el arqueólogo.
– Sí -confirmó éste.
– Entonces, ¿lo llevamos con nosotros? -dijo Petitjean.
– Sin duda alguna -dijo Ana-. Quiero ver a la negra.
– Es usted un guarro -dijo Petitjean-. O sea, que le apetecen todas.
– Claro que no -dijo Ana-. He acabado con Rochelle.
– ¿Completamente acabado?
– Completamente.
Petitjean reflexionó, antes de preguntar:
– Y ella, ¿lo sabe?
Ana parecía encontrarse ligeramente atormentado.
– Todavía no se lo he dicho…
– Por lo tanto y de acuerdo con lo que compruebo -dijo el abad-, se trata de una decisión unilateral y repentina.
– La he tomado ahora -explicó Ana-, mientras venía corriendo detrás de ustedes.
Atanágoras parecía molesto.
– Resulta usted incómodo. Esa decisión suya va a provocar más líos con Angel.
– Claro que no. Se pondrá contentísimo. Ella queda libre.
– Pero ¿qué va a pensar Rochelle?
– Oh, no lo sé -dijo Ana-. No es una cerebral.
– Eso se dice pronto…
Ana se rascó una mejilla.
– Quizá -admitió- le fastidie un poco. Como personalmente no me importa nada, no tengo por qué preocuparme.
– Usted arregla rápidamente las cosas, eh.
– Soy ingeniero -aclaró Ana.
– Aunque fuese usted arzobispo -dije el abad-, eso no sería razón para plantar a una muchacha sin avisarla y, encima, cuando ayer mismo se estaba usted acostando con ella.
– Incluso esta misma mañana -dijo Ana.
– Se aprovecha usted del momento en que su camarada Angel comienza a encontrar el camino del apaciguamiento -dijo Petitjean- para arrojarlo de nuevo a la incertidumbre. No me parece absolutamente nada probable que quiera abandonar el camino del apaciguamiento por esa muchacha, a la que ha dejado usted triturada como una máquina de picar carne.
– ¿Qué es eso del camino del apaciguamiento? -preguntó Ana- ¿Qué ha hecho Angel?
– ¡Menuda hembra se está beneficiando el cochino de él…! -Petitjean chasqueó ruidosamente la lengua y, al instante, se persignó-. He vuelto a decir una mala palabra.
– Bien hecho -aprobó Ana maquinalmente-. ¿Cómo está la mujer esa? ¿No será la negra, por lo menos?
– En modo alguno -dijo Petitjean-. La negra está reservada para el ermitaño.
– Entonces, ¿es que hay otra? -dijo Ana-. Y ¿está buena?
– Vamos, vamos… -dijo Atanágoras-, deje en paz a su amigo.
– Pero si me quiere mucho… No dirá ni palabra, si yo me la beneficio.
– Está usted diciendo cosas muy antipáticas -observó el arqueólogo.
– ¡Seguro que se va a poner contento como un ligón cuando sepa que Rochelle está libre!
– No lo creo -dijo el arqueólogo-. Ya es demasiado tarde.
– No es demasiado tarde. Está aún muy bien la chica. Y sabe un poco más que antes.
– Lo cual a un hombre no le resulta agradable. A un muchacho como Angel no le gustará recibir esa clase de lecciones.
– ¿No? -dijo Ana.
– Es curioso -dijo Petitjean-. Algunas veces hablará usted de una manera interesante, pero, en este preciso momento, resulta usted odioso.
– Ya sabe, yo, con las mujeres -dijo Ana-, bueno…, yo les hago lo que hay que hacer y a eso se limita todo. Me gustan mucho, pero para todos los días prefiero a los amigos; para poder hablar, precisamente.
– Quizá Angel no sea como usted -dijo Atanágoras.
– Hay que abrirle los ojos -dijo Ana-. Que se acueste con Rochelle y pronto estará harto.
– Él busca otra cosa -dijo Petitjean-. Lo mismo que yo busco en la religión; bueno, en principio, porque yo a veces interpreto benignamente a mi manera el reglamento. Pero rezaré cincuenta rosarios recapitulados. Cuando digo cincuenta…, pongamos tres.
– Lo que le ofrece usted con Rochelle lo puede conseguir con cualquier muchacha. En estos momentos lo tiene.
– ¡Qué cochino…! -dijo Ana-. No me había dicho nada. ¡Vaya con el Angel este…!
– Él busca otra cosa -repitió Petitjean-. Y no piense que es en echar un palo. Hay un… -buscó la palabra-. No sé lo que hay. En el fondo y en parte, estoy de acuerdo con usted respecto a las mujeres. Es necesario sobarlas, pero también se puede pensar en otra cosa.
– Sin duda alguna. Para todo lo demás, ya le digo, prefiero con mucho a los amigos.
– Lo que Angel busca -dijo Atanágoras- es difícil de expresar. Tendría usted que tener noción de ello. No puedo decírselo con palabras que para usted carecerían de sentido.
– Pruebe -dijo Ana.
– Creo que busca un testigo -dijo Atanágoras-. Alguien que lo conozca y a quien interese lo suficiente para poderse controlar sin estar pendiente de sí mismo.
– Y ¿por qué no esa otra chica? -dijo Ana.
– Es a Rochelle a la que ha amado desde el principio y el hecho de que ella no le ame, a fuerza de meditarlo, le ha terminado pareciendo que es una garantía de imparcialidad. Aun así, sería necesario conseguir que Rochelle se interesase suficientemente por él, para que pudiese ser ese testigo que Angel…
– Angel es un gran tipo -dijo Ana-. Lamento que tenga esas ideas. Siempre fue un poco apagado.
El arqueólogo titubeó un instante antes de decir:
– A lo mejor, son imaginaciones mías, pero dudo que la cosa vaya a ser tan fácil.
– ¿Cómo tan fácil?
– No sé hasta qué punto Angel se encontrará feliz pudiendo amar a Rochelle con toda libertad. Creo que ella, actualmente, le repugna.
– Claro que no -dijo Ana-. Es difícil eso.
– Usted la ha dejado hecha un adefesio -dijo Petitjean-. Y, encima, quizá a ella no le apetezca nada que Angel le sustituya a usted.
– Bueno, ya le explicaré yo…
– ¿Y si siguiésemos andando? -dijo Petitjean.
– Les acompaño -dijo Ana.
– Voy a pedirle algo -dijo el arqueólogo.
Los tres volvieron a ponerse en camino. Ana sobrepasaba a sus dos compañeros en una cabeza. La suya, para ser precisos.
– Quiero pedirle que no se lo diga a Angel.
– Que no le diga ¿qué?
– Que Rochelle está libre.
– Pero ¡si se va a poner muy contento…!
– Preferiría que Rochelle lo supiese antes que él.
– ¿Por qué?
– Por la armonía del asunto -dijo el arqueólogo-. Creo que decírselo a Angel ahora no arreglará nada.
– ¡Ah, perfecto! Pero ¿puedo decírselo después?
– Naturalmente.
– En resumen -dijo Ana-, debo avisar primero a Rochelle y solamente después a Angel, ¿no es así?
– Eso es lo normal -dijo Petitjean-. Suponga que cambia usted de opinión después de habérselo dicho a Angel y sin habérselo dicho a Rochelle. Entre ella y usted nada habría cambiado. Para Angel sería una decepción más.
– No cabe duda.
– La verdadera razón no es ésta, naturalmente -explicó Petitjean-. Pero resultaría inútil decírsela.
– Me basta con la que usted me da.
– Yo se lo agradezco -dijo el arqueólogo-. Y cuento con usted.
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