– No sé -replicó Angel-. Es probable que sí, si a usted se lo parece. Tengo la impresión de encontrarme cerca de algo.
El abad Petitjean insistía:
– Aunque no soy nada curioso, me gustaría saber si es verdad lo que me explicó.
– Lo habrá probado -dijo Atanágoras.
Cobre cogió una mano de Angel con sus fuertes dedos.
– Me gustaría estar un rato con usted. Estoy convencida de que luego se sentiría estupendamente bien.
– No creo que fuese suficiente -dijo Angel-. Por supuesto que es usted muy guapa y que se trata de algo que no me costaría nada hacer. Estas son las dos primeras condiciones.
– Pero usted cree que, después, yo no le sería suficiente.
– No lo puedo afirmar -dijo Angel-. Es necesario que me quite de la cabeza a Rochelle. Lo cual resulta imposible, porque la amo y, por otra parte, en eso radica el problema. Usted indudablemente me bastaría, pero en este momento estoy muy desesperado y no puedo asegurar nada. Después de Rochelle, entraré en un periodo muerto y la lástima es que usted aparezca justo entonces.
– No le pido sentimientos -dijo Cobre.
– Los sentimientos vendrán o no, pero no cuente con ellos, desde luego, para esa cosa concreta. Depende de mí que pueda. Como ve, con Rochelle no he podido.
– No ha hecho usted todo lo que tenía que hacer.
– Todo me resultaba muy confuso -dijo Angel-. He empezado hace muy poco tiempo a desenredar la madeja. Probablemente la influencia catalítica del desierto me ha ayudado mucho y asimismo creo que podré contar con las camisas amarillas del profesor Mascamangas.
– ¿Se las ha regalado?
– Ha prometido regalármelas.
Vio al arqueólogo y a Petitjean, que caminaban a paso largo, el abad explicándose en medio de una lujosa gesticulación, en la cima ya de la duna a cuyo pie Cobre y él acababan de llegar; luego, comenzaron a bajar por la otra vertiente y, después, desaparecieron de su vista. Aquella concavidad de arena caliente resultaba acogedora y Angel suspiró.
Cobre se detuvo y se tendió en la arena. Seguía teniendo cogida la mano de Angel y lo atrajo sobre su cuerpo. Como de costumbre, sólo llevaba unos pantaloncitos cortos y una ligera camiseta de algodón.
Amadís estaba terminando con las cartas que Rochelle escribía al dictado, el cual producía una enorme sombra movediza dentro de la habitación. Encendiendo un cigarrillo, Amadís se retrepó en el sillón. Un montón de cartas se apilaba en el ángulo derecho de la mesa, listas para su expedición, pero desde hacía varios días el 975 no aparecía y el correo se estaba retrasando. Le fastidiaba aquel contratiempo. Amadís tenía que recibir órdenes, tenía que rendir cuentas, quizá sustituir a Mascamangas, tratar de resolver el problema del balasto, intentar rebajar los sueldos del personal, excepto el de Arland…
Dio un salto, cuando el edificio tembló bajo un choque violento. Luego, consultó el reloj y sonrió. Había sonado la hora. Carlo y Marin empezaban a demoler el hotel. La parte que albergaba la oficina de Amadís quedaría en pie, igual que el lugar donde Ana trabajaba. Únicamente el centro del hotel, que correspondía a las habitaciones de Barrizone, sería derribado. Parcialmente sólo, las habitaciones de Mascamangas y del interno. Tampoco afectaría la demolición a los dormitorios de Rochelle y de Angel. Los agentes ejecutivos vivían en la planta baja o en el sótano.
Los golpes retumbaban ahora a intervalos irregulares, en series de tres, y se oía el derrumbamiento pedregoso de los cascotes y del yeso, el estallido de los vidrios contra el suelo del restaurante.
– Póngame a máquina todo lo que le he dictado -dijo Amadís- y ya pensaremos en algo para mandar las cartas. Es preciso encontrar una solución.
– Está bien, señor -dijo Rochelle.
Dejó el lápiz y desenfundó la máquina de escribir, que, muy calentita bajo la funda, se estremeció al contacto con el aire. Rochelle la reanimó con una caricia y preparó el papel carbón.
Amadís se puso en pie, abrió y removió las piernas para cargar sus vergüenzas adecuadamente y abandonó la habitación. Rochelle le oyó bajar la escalera, estuvo mirando el vacío durante un minuto y se puso a trabajar.
El salón de la planta baja estaba sumido en una polvareda de yeso y, a contraluz, Amadís distinguió los perfiles de los agentes ejecutivos, cuyos pesados martillos subían y bajaban esforzadamente.
Se tapó la nariz y salió del hotel por la otra puerta. Fuera, Ana, con las manos en los bolsillos del pantalón, fumaba un cigarrillo.
– Buenos días -dijo Ana, sin moverse.
– ¿Y su trabajo? -advirtió Amadís.
– ¿Cree usted que se puede trabajar con todo este jaleo?
– No es ésa la cuestión. A usted se le paga para que trabaje en un despacho y no para estar ganduleando con las manos en los bolsillos.
– No puedo trabajar con tanto ruido.
– ¿Y Angel?
– No sé dónde está -contestó Ana-. Creo que anda por ahí, dando una vuelta con el arqueólogo y con el cura.
– Rochelle es la única que trabaja. Tendría que darle vergüenza a usted. Y no olvide que comunicaré su actitud al Consejo de Administración.
– Rochelle hace un trabajo puramente mecánico, que no le exige pensar.
– Cuando a una persona se le paga, por lo menos debe hacer el paripé -dijo Amadís-. Vuelva a subir a su oficina.
– No -Amadís buscó algo que decir, pero en el rostro de Ana apareció una expresión irónica-. Tampoco usted está trabajando.
– Yo soy el director. Vigilo el trabajo de los demás, principalmente, y me ocupo de que lo cumplan.
– Claro que no. Todo el mundo sabe muy bien lo que es usted. Un pederasta.
Amadís se rió burlonamente.
– Puede usted seguir, que no me ofende.
– Entonces, no sigo -dijo Ana.
– ¿Qué mosca le ha picado? Habitualmente usted es respetuoso. Y Angel. Y todos los demás. ¿Qué les pasa a ustedes? ¿Se están volviendo locos?
– Usted es incapaz de darse cuenta -dijo Ana-. Recuerde que usted es normalmente, es decir ordinariamente, anormal. Lo cual debe de ser un consuelo. Pero los demás, que somos casi normales, de vez en cuando necesitamos tener una crisis.
– ¿Qué entiende usted por tener una crisis? ¿Lo que está haciendo ahora?
– Se lo explicaré. En mi opinión… -Ana se interrumpió-. Yo sólo puedo darle mi opinión. Supongo que los otros, los normales, le darían la misma opinión. Pero quizá, no.
Amadís Dudu asintió, al tiempo que parecía mostrar algunos signos de impaciencia. Ana se apoyó en la fachada del hotel, que seguía temblando bajo los brutales golpes de los férreos mazos. Miraba por encima de la cabeza de Amadís, sin prisas por continuar hablando.
– En cierto sentido -dijo, por fin-, no cabe duda que llevan ustedes una vida horriblemente monótona y vulgar.
– ¿Qué me dice? -Amadís volvió a lanzar una risita burlona-. Más bien creo que ser pederasta constituye una prueba de originalidad.
– No -dijo Ana-. Constituye una estupidez. Una enorme limitación. Usted únicamente es eso. Un hombre o una mujer normales pueden hacer muchísimas más cosas y adoptar un número muchísimo mayor de personalidades. Quizá sea, precisamente en eso, en lo que ustedes son más estrechos…
– O sea que, según usted, ¿un pederasta tiene una mentalidad estrecha?
– Sí. Un pederasta o una bollera, toda esa clase de gente, tienen una mentalidad horrorosamente estrecha. No creo que sea por su culpa. Pero, por lo general, se vanaglorian de serlo. Y no es más que una debilidad sin importancia.
– Indudablemente no es más que una debilidad social -dijo Amadís-. Somos la guasa constante de las gentes que llevan una vida normal, los que se acuestan con mujeres o tienen hijos, quiero decir.
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