Boris Vian - El otoño en Pekín

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El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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– No, profesor -dijo Atanágoras-. No hemos encontrado a nadie.

– Tienen que venir a detenerme -dijo Mascamangas-. He sobrepasado la cantidad asignada.

– ¿Le disgusta? -preguntó el abad.

– No -dijo Mascamangas-, pero me horrorizan los inspectores de policía. Es necesario que le corte la mano a este imbécil y que me vaya.

– ¿Está grave? -preguntó Angel.

– Compruébelo usted mismo.

Angel y el abad se acercaron a la mesa. Atanágoras permanecía algo retirado. La mano presentaba un aspecto feo. El profesor la había extendido, para operar, paralela al cuerpo del interno. La herida, de un verde encendido, bostezaba y una espuma abundante refluía constantemente desde el centro hacia los bordes, ahora totalmente quemados y desgarrados. Una especie de humor acuoso se deslizaba entre los dedos del interno y ensuciaba el grueso lienzo sobre el que yacía su cuerpo, agitado por frecuentes estremecimientos. De vez en cuando, una gruesa burbuja ascendía hasta la superficie de la herida y estallaba, salpicando la parte del cuerpo del paciente, próxima a la mano, de una infinidad de manchitas irregulares.

Petitjean fue el primero en volver la cabeza, con gesto de asco. Angel observaba el cuerpo fláccido del interno, su piel gris y sus músculos distendidos, los lastimosos pelos negros que tenía en el pecho. Viendo aquellas rodillas llenas de bultos, aquellas canillas no muy derechas y aquellos pies sucios, Angel apretó los puños y se volvió hacia Atanágoras, quien le puso una mano en el hombro.

– Cuando llegó, no era así -murmuró Angel-. ¿Es que el desierto cambia de tal manera a las personas?

– No -dijo Atanágoras-. No se deje impresionar, hijo mío. Una operación nunca resulta agradable.

El abad Petitjean se dirigió hacia una de las ventanas de la alargada estancia y miró fuera.

– Creo que vienen a buscar el cadáver de Barrizone -dijo.

Carlo y Marin se encaminaban hacia el hotel, llevando una especie de parihuelas. El profesor Mascamangas se acercó a la ventana a echar una ojeada.

– Efectivamente -dijo-, son los dos agentes ejecutivos. Creí que eran unos inspectores.

– Supongo que no es necesario ir a ayudarlos -dijo Angel.

– No -confirmó Petitjean-. Bastará con que vayamos a ver al ermitaño. En realidad, profesor, hemos venido en su busca para llevarlo allí.

– En seguida termino -dijo Mascamangas-. Tengo el instrumental a punto. De todas maneras, no habría ido con ustedes. Nada más terminar, me largo -se arremangó-. Le voy a cortar la mano. No miren, si les da asco. No hay remedio. Creo que morirá, porque se encuentra fatal.

– ¿No hay ninguna esperanza? -preguntó Angel.

– Ninguna -dijo el profesor.

Angel se apartó. El abad y el arqueólogo lo imitaron. El profesor trasvasó el líquido rojo del matraz a una especie de vasija cristalizadora y cogió un escalpelo. Los tres espectadores oyeron rechinar la hoja sobre los huesos de la muñeca y, de pronto, la operación había acabado. El interno no se movía nada. El profesor restañó la sangre con algodón empapado en éter y, luego, cogiendo el brazo del interno sumergió el extremo del que manaba la sangre en el líquido de la vasija cristalizadora, que se coaguló al instante sobre el muñón, formando una especie de costra.

– ¿Qué hace usted? -preguntó Petitjean, que miraba a hurtadillas.

– Es cera de bicuiba -dijo Mascamangas.

Con unas pinzas niqueladas, tomó pulcramente la mano amputada, la depositó sobre un plato de vidrio y, después, la roció con ácido nítrico. Un humo rojizo ascendió desde la mano, cuyos corrosivos vapores provocaron la tos del profesor.

– He terminado -anunció-. Ahora hay que desatarlo y despertarlo.

Angel se encargó de soltar las correas de los pies y el abad, la del cuello. El interno continuaba inmóvil.

– Probablemente esté muerto -dijo Mascamangas.

– ¿Cómo es posible? -exclamó el arqueólogo.

– Al insensibilizarlo, le debí de golpear con demasiada fuerza -el profesor se echó a reír-. Era una broma. Mírenlo.

Los párpados del interno se abrieron de golpe, como dos contraventanas de madera, y, alzándose, se quedó sentado sobre el culo.

– ¿Por qué estoy en pelota viva? -preguntó.

– No sé -respondió Mascamangas, desabrochándose la bata-. Siempre he creído que tenía usted tendencias exhibicionistas.

– Se pondría usted enfermo, si no pudiese decirme putadas, ¿verdad? -soltó coléricamente el interno, antes de dedicarse a examinar su muñón-. Y ¿esto le parece a usted un trabajo decente?

– ¡Menos chulerías! -dijo Mascamangas-. Habérselo hecho usted mismo…

– Que es lo que sucederá la próxima vez -aseguró el interno-. ¿Dónde está mi ropa?

– La he quemado -dijo Mascamangas-. No valía la pena que contaminase a todo el mundo.

– O sea, que estoy en pelota y tengo que seguir en pelota, ¿no? -dijo el interno-. Pues bien, ¡a la mierda!

– Basta -dijo Mascamangas-, termina usted por aburrir a cualquiera.

– No se peleen ustedes -dijo Atanágoras-. Seguramente encontraremos por aquí algunas ropas.

– Eh, usted, viejo -dijo el interno-, que pase la prenda de mano en mano…

– ¡Ya está bien! -dijo Mascamangas-. Cierre la boca.

– Pero ¿no lo sabe usted? -preguntó el abad-, Antón, Antón…

– …Antón Perulero -dijo el interno-. Me tienen hasta los huevos con tanta cabronada. ¡Me cago en los hocicos de todos los presentes, de todos!

– No es ésa la respuesta adecuada -dijo Petitjean-. Hay que contestar: Cada cual, cada cual, que atienda a su juego.

– No le dirija usted la palabra -dijo Mascamangas-. Es un salvaje y un malcriado.

– Lo cual es mejor que ser un asesino -dijo el Interno.

– No estoy seguro -dijo Mascamangas-. Le voy a poner una inyección.

Acercándose a la mesa de operaciones, volvió a apretar con toda presteza las correas, sujetando con una mano al paciente, que no se atrevía a defenderse por miedo a chafar su nuevo y bonito muñón de cera.

– No se lo permitan… -dijo el interno-. Quiere bujarronearme. Es una viciosa, el tío este.

– Cállese de una puñetera vez -dijo Angel-. No tenemos nada contra usted. Y deje que le cure.

– ¿Este viejo asesino…? -dijo el interno-. Ya me ha jodido bastante con la muerte de aquella silla. Y ahora, ¿quién es el que se cachondea?

– Yo -dijo Mascamangas.

Y rápidamente le clavó la aguja en una cacha; el interno lanzó un grito agudo, su cuerpo se aflojó y se quedó inmóvil.

– Ahí queda eso -dijo Mascamangas-. Y ahora yo salgo arreando.

– Dormirá y se quedará tranquilo -pronosticó el abad.

– Seguro, tiene por delante toda la eternidad -dijo Mascamangas-. Le he puesto cianuro de los Cárpatos.

– ¿De la variedad activa? -preguntó el arqueólogo.

– Sí -contestó el profesor.

Angel miraba sin entender nada.

– ¿Cómo…? -susurró-. Está muerto.

Atanágoras lo condujo hacia la puerta. El abad Petitjean los siguió. El profesor Mascamangas, después de quitarse la bata, se inclinó sobre el interno y le metió un dedo en un ojo. El interno persistió en su inmovilidad.

– No se podía hacer nada -dijo el profesor.- Vean.

Angel se volvió. En el brazo del muñón uno de los bíceps acababa de resquebrajarse y se abría. La carne, alrededor del desgarrón, se levantaba formando verdosos rebordes y millones de burbujitas se elevaban, remolineando, desde las oscuras profundidades de la llaga abierta.

– Hasta la vista, muchachos -dijo Mascamangas-. Lamento todo lo sucedido. No pensé que las cosas se torcerían de esta manera. En realidad, si Dudu verdaderamente se hubiese marchado, como creímos que iba a hacer, nada habría sucedido y el interno y Barrizone seguirían vivos. Pero no se puede nadar contra corriente. Requiere mucho esfuerzo y uno… -consultó el reloj-. Y uno es ya demasiado viejo.

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