Boris Vian - El otoño en Pekín

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El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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Los cuales entraron en el salón principal del hotel, cerrando Atanágoras tras de sí la puerta vidriera. Dentro hacía calor y por la escalera bajaba un olor a medicamentos, que se pegaba al suelo, iba acumulándose hasta formar un colchón y se introducía en cualquier rincón cóncavo disponible. En el salón no había nadie.

Oyeron pasos en el piso de arriba y levantaron las cabezas. El abad se dirigió a la escalera y emprendió la ascensión, seguido por el arqueólogo. El olor les levantaba el estómago. Atanágoras trataba de contener la respiración. Al llegar arriba, oyeron el sonido de una voz que les guió por el pasillo hasta la habitación donde descansaba el difunto. Llamaron a la puerta y se les contestó que entrasen.

Lo que quedaba de Barrizone estaba colocado en un cajón, en el que cabía justo, gracias a que el accidente le había acortado un poco. El pedazo separado de su cabeza le cubría el rostro, de modo que en lugar de cara, sólo se veía una masa de negros cabellos ensortijados. Dentro de la habitación únicamente estaba Angel, quien, al verlos, dejó de hablar en voz alta.

– Buenos días -dijo el abad-. ¿Cómo va eso?

– Así, así… -dijo Angel, estrechando la mano del arqueólogo.

– Me pareció oírle hablar a usted -dijo el abad.

– Temo que se aburra -dijo Angel-, y le estaba contando historias. No creo que oiga, pero quizá le tranquilice. Era un gran tipo.

– Ha sido un accidente asqueroso -dijo Atanágoras-. Descorazona a cualquiera un lance como éste.

– Sí -dijo Angel-. Lo mismo piensa el profesor Mascamangas, que ha quemado el modelo reducido.

– ¡Coño! -dijo el abad-. Yo quería haberlo visto volar.

– Resulta bastante horrible de ver -dijo Angel-. O, al menos, su apariencia…

– ¿Cómo su apariencia?

– Quiero decir, que no se ve nada. Vuela demasiado rápido. Apenas da tiempo a oír el ruido.

– ¿Dónde está el profesor? -preguntó Atanágoras.

– Arriba. Esperando que vengan a detenerlo.

– ¿Por qué?

– Su contabilidad de pacientes está igualada -explicó Angel-. Teme que el interno no salga de ésta. Debe de estar a punto de cortarle la mano.

– ¿También por culpa del modelo a escala reducida? -inquirió Petitjean.

– El motor le mordió una mano al interno -dijo Angel-. Inmediatamente se manifestó la infección. Total, que hay que amputarle la mano.

– Nada marcha bien aquí, absolutamente nada -dijo el abad-. Apuesto a que ninguno de ustedes ha ido a ver al ermitaño.

– No, ninguno -confesó Angel.

– ¿Cómo pueden vivir de semejante manera? Tienen la oportunidad de asistir a una acción santificadora de lo más selecto que hay, auténticamente reconfortante, y nadie asiste…

– No somos creyentes -dijo Angel-. Y, personalmente, yo me dedico a pensar en Rochelle.

– Esa tía es asqueante -dijo el abad-. ¡Y pensar que podría usted liarse con la compinche de Atanágoras…! ¡Le pone a usted disparatado esa mujer lacia!

El arqueólogo miraba por la ventana, sin tomar parte en la conversión.

– ¡Ansío tanto acostarme con Rochelle! -dijo Angel-. La amo con intensidad, perseverancia y desesperación. Quizá se ría usted de mí, pero así es.

– A ésa le importa usted un carajo -dijo el abad-. ¡Coño, qué leches! Si yo estuviese en su lugar…

– Me gustaría mucho besar a Cobre y estrecharla contra mí, pero estoy seguro de que no me sentiría menos desgraciado entre sus brazos.

– ¡Me pone usted enfermo! Vaya a ver al ermitaño, ¡releche!, y verá cómo cambia de opinión.

– Quiero a Rochelle y ya es hora de que sea mía. Está cada vez más estropeada. Sus brazos han adquirido la forma del cuerpo de Ana y sus ojos ya no dicen nada y su barbilla desaparece y sus cabellos están grasientos. Está lacia, es verdad, está fofa como una fruta un poco podrida y atrae tanto como una fruta podrida.

– No haga literatura. Una fruta podrida es una cosa vomitiva, pegajosa, algo que se espachurra…

– Es, simplemente, algo que ha madurado mucho. Algo más que maduro. En cierto modo, es preferible.

– Usted aún no tiene edad para eso.

– Para eso no hay edad. Preferiría que Rochelle no hubiese cambiado, pero ha cambiado.

– ¡Abra los ojos! -dijo el abad.

– Abro los ojos y la veo salir todas las mañanas de la habitación de Ana. Completamente abierta todavía, completa y totalmente mojada, completamente caliente y pegajosa. Y así es como la deseo. Deseo tumbármela encima, que se vuelva masilla entre mis manos.

– Nauseabundo -dictaminó el abad-. Como Sodoma y Gomorra, pero en menos normal. Es usted un gran pecador.

– Que huela como el alga que ha ido descomponiéndose al sol en un charco de agua de mar y ya empieza a pudrirse. Y que hacerlo con ella sea como hacerlo con una yegua, dentro de una amplitud llena de repliegues, y oliendo a sudor y a suciedad. Quisiera que no se lavase durante un mes y que se acostase con Ana todos los días y sin parar, para que él se hastiase y yo la pudiese coger nada más tirarse de la cama. Todavía repleta.

– Basta ya de una vez -dijo el abad-. Es usted un guarro.

– No comprende -dijo Angel, mirando a Petitjean-. No ha comprendido usted nada. Rochelle está jodida.

– ¡Y tanto que lo está! -dijo el abad.

– Sí -dijo Angel-, también en ese sentido. Todo ha terminado para mí.

– Si yo pudiese darle a usted una patada en el culo -dijo Petitjean-, las cosas serían muy distintas.

El arqueólogo se volvió hacia ellos y dijo:

– Venga con nosotros, Angel. Venga a ver al ermitaño. Recogeremos a Cobre e iremos todos juntos. Tiene usted que airear sus ideas y no quedarse aquí con. Pippo. Aquí todo ha terminado, pero no para usted.

Angel se pasó una mano por la frente y pareció tranquilizarse un poco.

– De acuerdo -dijo-. Que nos acompañe el doctor.

– Vamos a buscarlo -dijo el abad-. Por cierto, ¿cuántos escalones hay hasta el desván?

– Dieciséis -dijo Angel.

– Es demasiado -dijo Petitjean-. Bastará con tres. Pongamos cuatro -sacó su rosario del bolsillo-. Me quedo aquí royendo. Perdónenme, que en seguida les sigo.

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"Sería ridículo que, para hacer juegos de manos caseros, utilizase usted los sombreros más grandes."

(Bruce Elliot, Compendio de prestidigitación , Payot editor, página 223.)

Angel entró el primero. En la enfermería sólo se encontraban el interno, completamente tumbado sobre la mesa de operaciones, y el doctor Mascamangas, vestido con blanca bata de cirujano veterinario, que desinfectaba un escalpelo en la llama azul de una lámpara de alcohol antes de introducirlo en un frasco de ácido nítrico. Una caja cuadrada y niquelada, llena hasta la mitad de agua y de refulgentes instrumentos, estaba puesta a hervir sobre un hornillo eléctrico y de una matraz de vidrio, lleno de un líquido rojo, escapaba una turbulenta columna de vapor. El interno, totalmente desnudo y con los ojos cerrados temblaba y callaba, sujeto a la mesa por sólidas correas, que penetraban profundamente en sus carnes, ablandadas por la ociosidad y las prácticas vergonzantes. El profesor Mascamangas silbaba unos compases de Black Brown and Beige, siempre los mismos, porque no lograba recordar lo que seguía. Al oír los pasos de Angel, se volvió y en ese instante aparecieron también Atanágoras y el abad Petitjean.

– Buenos días, doctor -dijo Angel.

– ¡Hola! -dijo Mascamangas-. ¿Qué hay?

– Tirando.

El profesor saludó al arqueólogo y al abad.

– ¿Le podemos ayudar en algo? -preguntó Angel.

– No -dijo el profesor-. Esto lo acabo yo ahora mismo.

– ¿Lo ha dormido usted?

– ¡A quién se le ocurre…! -dijo Mascamangas-. Total, para una cosa de nada… -tenía un aire inquieto y lanzaba, volviendo la cabeza, furtivas miradas-. Lo he insensibilizado pegándole unos cuantos golpes en la cabeza con una silla. Al venir hacia aquí, ¿han encontrado ustedes a un inspector de policía?

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