Boris Vian - El otoño en Pekín

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El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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a la izquierda y detrás, una rueda,

detrás y a la derecha, una rueda,

en el centro,

y en un plano inclinado, de 45°, sobre el determinado por la unión de tres de los centros de esas ruedas (en el cual sucedía que se encontraba también la cuarta), una quinta rueda, a la que Mascamangas denominaba el volante. Bajo la influencia de esta última rueda, el conjunto se movía conjuntamente. Lo cual es muy natural.

En el interior, entre paredes de chapa y de hierro fundido, se habrían podido enumerar muchas y diferentes ruedas, pero poniéndose las manos perdidas de grasa.

También hay que citar: hierros, tapicería, faros, aceite, gasolina provinciana, un radiador, un eje llamado trasero, émbolos volubles, bielas, cigüeñal, magnetos y al interno, que, sentado al lado de Mascamangas, leía un buen libro: La Vida de Jules Gouffé, por Jacques Loustalot y Nicolás. Un extraño e ingenioso sistema, inspirado en el cortarraíces, registraba instantáneamente la velocidad directa de la totalidad, cuya aguja aferrente vigilaba Mascamangas.

– Esto va que echa chispas -dijo el interno, levantando los ojos y dejando el libro, al tiempo que se sacaba otro del bolsillo.

– Sí -dijo Mascamangas, cuya camisa amarilla resplandecía de gozo frente a aquel sol que les daba la cara.

– Llegaremos esta tarde -dijo el interno, que hojeaba rápidamente su nuevo libraco.

– Hasta que no lleguemos las asechanzas pueden multiplicarse.

– ¿Multiplicarse por cuánto? -preguntó el interno.

– Por nada -contestó Mascamangas.

– Entonces no se producirán asechanzas, porque cualquier cosa que se multiplique por nada da siempre nada.

– Me deja usted de una pieza. ¿Dónde ha aprendido eso?

– En este libro -dijo el interno.

Se trataba del Curso de Aritmética, de Brachet y Dumarqué. Mascamangas se lo arrancó al interno de las manos y lo lanzó por encima de la borda. El libro fue engullido por la cuneta, en medio de brillante chisporroteo.

– ¡Menuda la ha hecho…! Brachet y Dumarqué morirán irremisiblemente -y el interno rompió a llorar, con amargura.

– En peores se han visto -dijo Mascamangas.

– Eso es lo que usted cree. Todo el mundo quiere a Brachet y Dumarqué. Acaba usted de cometer un sortilegio a contrapelo. Está castigado por la ley.

– Y ¿poner una inyección de estricnina a sillas que no le han hecho a usted nada? -arguyó severamente el profesor-. Eso no está castigado por la ley, ¡eh!

– No era estricnina -sollozó el interno-. Era azul de metileno.

– Es parecido. Y deje de jorobarme o ya me encargaré yo de que lleve usted siempre sobre su conciencia esa muerte. Yo soy muy malvado -y Mascamangas rió.

– Verdaderamente -dijo el interno, sorbiéndose los mocos y pasándose una manga por la nariz-. Es usted un viejo inmundo.

– Lo hago adrede -replicó Mascamangas-. Para vengarme. Me sucede desde que Chloé murió.

– ¡Oh!, no piense más en ello.

– No puedo dejar de pensar en ello.

– Entonces, ¿por qué sigue usted llevando camisas amarillas?

– Eso a usted no le importa. Pero, aunque se lo repita quince veces al día, sigue usted metiéndose en lo que no le importa.

– Aborrezco sus camisas amarillas. Estar viéndolas constantemente le estraga a uno el amor al prójimo.

– Yo no las veo -dijo Mascamangas.

– Por supuesto -dijo el interno-. Pero yo, sí.

– A usted que le den… Ha firmado usted un contrato, ¿no?

– ¿Me está usted haciendo chantaje?

– De ninguna manera. La verdad es que le necesitaba a usted.

– ¡Pero si yo soy nulo en medicina!

– De acuerdo -ratificó el profesor-. Es un hecho. Usted es una nulidad en medicina. Más bien, diría yo, una nulidad nociva. Pero necesito a un muchacho robusto para dar vueltas a la hélice de mis modelos a escala reducida.

– Eso no cuesta nada. Podría haber contratado a cualquiera. Con un cuarto de vuelta, arrancan.

– Eso es lo que usted opina… Con un motor de explosión, me lo creo; pero los fabricaré también de caucho. ¿Sabe usted lo que es arrancar un motor de caucho de tres mil revoluciones?

– Hay sistemas para todo -el interno se removió en su asiento-. Con una devanadera, tampoco es cosa del otro mundo.

– Nada de devanaderas -dijo el profesor-. Descuajaringan las hélices.

El interno se puso ceñudo. Ya no lloraba. Gruñó algo.

– ¿Qué?

– Nada.

– Nada por nada -dijo Mascamangas- da siempre nada.

Continuó riendo, mientras el interno medio se volvía hacia la portezuela fingiendo dormir, y apretó el acelerador cantando alegremente.

El sol había girado y sus rayos alcanzaban ahora oblicuamente al coche, que, a un observador situado en condiciones adecuadas, se le habría aparecido como un objeto refulgente sobre fondo negro, ya que Mascamangas aplicaba así los principios de la ultramicroscopia.

V

El barco costeaba el espigón, para tomar impulso y salvar la barra. A punto de estallar de tan repleto que iba con material y gente para Exopotamia, casi tocaba fondo cada vez que tenía la desgracia de navegar entre dos olas. Ana, Rochelle y Angel ocupaban a bordo tres camarotes incomodísimos. El director comercial, Robert Gougnan du Peslot, no formaba parte del pasaje, ya que debía llegar una vez finalizada la construcción del ferrocarril. Mientras tanto, percibiría sus emolumentos, sin abandonar su antiguo puesto.

El capitán recorría el entrepuente a lo largo y a lo ancho, buscando su bocina de órdenes; no conseguía echarle la zarpa encima y, si el navío continuaba en aquella dirección falto de nuevas órdenes, se estrellaría contra La Peonza, un arrecife célebre por su ferocidad. Por fin descubrió, agazapado detrás de un rollo de maroma, el chisme, que acechaba el paso de una gaviota para lanzarse sobre ella. El capitán empuñó la bocina, galopó pesadamente a lo largo de la crujía, subió la escalera que conducía al puente, primero, y siguió ascendiendo hasta la pasarela. Ya era hora, porque precisamente acababa de avistarse La Peonza.

Hinchadas olas espumeantes corrían unas tras otras y por poco que el barco rolase, aunque nunca en el sentido de su rumbo, tampoco le ayudaban a avanzar más de prisa. Un viento fresco, saturado de diversas especies de icneumónidos y de iodo, se abismaba en los repliegues auriculares del timonel, produciendo una nota fina, como el canto del chorlito, próxima al re sostenido.

La tripulación digería lentamente la sopa de galleta podrida -o mazamorra- de mar interior, que el capitán conseguía del gobierno por un favor especial. Peces imprudentes se lanzaban, cabizbajos, contra el casco y los pasajeros que realizaban su primer viaje por mar y, principalmente, a Didiche y a Oliva. Oliva era hija de Marin y Didiche, hijo de Carlo. Marin y Carlo eran los dos agentes ejecutivos contratados por la Compañía. Tenían otros hijos, pero, por el momento, iban bien ocultos en los recovecos del barco, ya que les quedaba mucho por descubrir, tanto sobre el propio barco como sobre ellos mismos. El capataz Arland formaba parte del pasaje. Un cerdo asqueroso.

El estrave -o remate a proa de la quilla- aplastaba las olas como un pasapurés, ya que las formas comerciales del navío no propiciaban la velocidad pura. No obstante, el efecto causado en el alma de los espectadores resultaba elegante, a causa de que el agua de mar es salada y la sal lo purifica todo. Como es de ley, las gaviotas gritaban sin parar y jugaban a dar vueltas a palo seco alrededor del palo mayor; después, se colocaron todas en hilera sobre la cuarta verga, arriba, a la izquierda, para ver pasar a un cormorán que ensayaba un vuelo invertido.

En ese momento, Didiche, para aprendizaje de Oliva, caminaba cabeza abajo sobre las manos y el cormorán, viendo aquello, se desconcertó; quiso remontar el vuelo y se lanzó en la dirección equivocada. Su cabeza golpeó fuerte contra las tablas de la pasarela, lo que provocó un ruido áspero. Cerró los ojos, porque el dolor le obligaba a guiñarlos, y comenzó a sangrar por el pico. El capitán se volvió y, encogiéndose de hombros, le ofreció un pañuelo mugriento.

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