Boris Vian - El otoño en Pekín

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El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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– Me da lo mismo. Peor para Dupont.

– Va usted a entristecerlo y no querrá cocinar.

– Puesto que hay un restaurante…

– ¿Está usted seguro?

– Venga conmigo -dijo Amadís-. Yo le llevaré -se levantó y acercó la silla a la mesa, aunque en aquella arena amarilla resultaba fácil que se mantuviese sobre sus cuatro patas-. Está limpia la arena. Me gusta mucho este sitio. ¿Nunca hace viento?

– Jamás -aseguró Atanágoras.

– Si bajamos esa duna, encontraremos el restaurante.

Altas hierbas verdes, tiesas y lustrosas, tachonaban el suelo con sus sombras filiformes. Los pies de ambos caminantes no producían ruido alguno y dejaban cónicas huellas de contornos suavemente redondeados.

– Aquí me siento otro hombre -dijo Amadís-. El aire es muy sano.

– No hay aire.

– Lo cual simplifica todo. Antes de llegar a este lugar, sufría algunos ataques de timidez.

– Parece que ya se le ha pasado -dijo Atanágoras-. ¿Qué edad tiene usted?

– No puedo darle ninguna cifra. He olvidado el principio. Lo único que podría hacer es repetir algo que me han dicho y de lo que no estoy seguro. Prefiero callar. En todo caso, soy todavía joven.

– Yo le daría veintiocho años.

– Se lo agradezco -dijo Amadís-, pero no sabría qué hacer con ellos. Seguramente encontrará usted alguien a quien hacerle ese favor.

– ¡Ah!, ya -dijo Atanágoras, un tanto contrariado.

La duna descendía ahora en pronunciada pendiente, mientras otra de igual altura ocultaba el horizonte ocre. Unas dunas imprevistas, más pequeñas, formaban ondulaciones, dibujando cañadas y pasos a través de los cuales Amadís se encaminaba sin la menor vacilación.

– Está bastante lejos de mi tienda de campaña -dijo Ata.

– No importa -dijo Amadís-. Siga usted nuestras propias huellas, cuando regrese.

– Pero ¿y si nos estamos equivocando de camino ahora?

– Bueno…, sé perderá usted al volver; eso es todo.

– Me fastidia.

– No tema. Sé con toda seguridad adónde nos dirigimos. Mire, mire usted.

Detrás de la gran duna, Atanágoras vio el restaurante italiano, rotulado José Barrizone, propietario; por otro nombre, Pippo. Las translúcidas cortinas, de color rojo, destacaban alegremente sobre la pintura lacada de las paredes de madera. Lacada en blanco. Para precisar. Ante los zócalos de ladrillos claros, hepotriopos silvestres florecían sin parar en macetas barnizadas. También crecían en las ventanas.

– Ahí estaremos muy bien -dijo Amadís-. Deben de tener habitaciones libres. Haré que me traigan mi mesa de oficina.

– ¿Se quedará usted en Exopotamia? -dijo Ata.

– Se va a construir un ferrocarril -dijo Amadís-. He escrito a mi Empresa proponiéndoselo. Esta mañana se me ocurrió la idea.

– Pero aquí no hay viajeros.

– ¿Cree usted que a los ferrocarriles les convienen los viajeros?

– No. Evidentemente, no.

– Entonces… No se desgastará y de esa manera no habrá que cargar la amortización del material en la cuenta de gastos de explotación. ¿Se da usted cuenta?

– Esa cuenta es sólo una parte del presupuesto -dijo Atanágoras.

– Pero, vamos a ver, usted, ¿qué sabe de negocios? -replicó brutalmente Amadís.

– Nada. Exactamente, yo soy arqueólogo.

– Entonces, vamos a almorzar.

– Ya he almorzado.

– A su edad -dijo Amadís- debería usted poder almorzar dos veces.

Llegaron ante la puerta vidriera. Toda la fachada de la planta baja estaba encristalada y se veían, dentro, las hileras de pulcras mesitas con sus sillas de cuero blanco.

Amadís empujó la puerta batiente y una campanilla febril sonó. Detrás de un gran mostrador, a la derecha, José Barrizone, por otro nombre Pippo, leía lenguaje mayúsculo en un periódico. Vestido con una preciosa chaqueta blanca, completamente nueva, y un pantalón negro, llevaba abierta la camisa, porque, a pesar de todo, hacía relativamente calor.

– ¿Se faccé la barba questto mañino a las seis horarias? -preguntó a Amadís.

– Sí -respondió Amadís, ya que, si bien ignoraba la ortografía, comprendía la jerga de Niza.

– ¡Perfecto! -respondió Pippo-. ¿Será para almorzar?

– Sí. ¿Qué tiene?

– Todo lo que hay en este restaurante terrestre y diplomático -contestó Pippo, con marcado acento italiano.

– ¿Minestrone?

– Minestrone también, y spaghetti a la boloñesa.

– Avanti! -dijo Atanágoras, para conservar el tono.

Pippo desapareció en dirección a la cocina. Amadís eligió una mesa junto a una ventana y se sentó.

– Me gustaría conocer a su factótum. O a su cocinero. Como usted guste.

– Tiene tiempo.

– Lo dudo -dijo Amadís-. Estoy cargado de trabajo. Esto se llenará pronto de gente, como comprenderá.

– ¡Qué delicia…! -dijo Atanágoras-. Nos vamos a dar la gran vida. ¿Se celebrarán saraos?

– ¿A qué llama usted sarao?

– A una reunión mundana -explicó el arqueólogo.

– Pero ¡qué cosas dice usted…! -dijo Amadís-. ¡Como que nos sobrará tiempo para saraos…!

– Pues sí que va a ser buena… -dijo Atanágoras, quien repentinamente se sintió decepcionado, se quitó las gafas y escupió en los cristales, para limpiarlos.

II

REUNIÓN

"Asimismo pueden añadirse a esta lista el sulfato de amoniaco, la sangre seca y los abonos procedentes de materias fecales."

( Yves Henry, Plantas y fibras , Colin, 1924.)

1)

El ujier, como de costumbre, llegó el primero. La reunión del Consejo de Administración estaba fijada para las diez y media. Tenía que abrir la sala, colocar ante cada carpeta al alcance de los Consejeros ceniceros y postales obscenas, vaporizar por los rincones desinfectante, ya que algunos de aquellos señores padecían contagiosas enfermedades esquilmadoras, y alinear los respaldos de las sillas en paralelas ideales en torno a la mesa ovalada. Apenas había amanecido puesto que el ujier cojeaba y se veía obligado a tomárselo con tiempo. Iba vestido con un viejo terno elegantón, de sarga riostrada en color verde oscuro y llevaba pendiente del cuello una cadena dorada, con una placa grabada en la que, si a uno le daba la gana, se podía leer el nombre del ujier. Se desplazaba a sacudidas y su extremidad baldada batía el aire en espirales durante cada una de sus progresiones fragmentarias.

Cogió una llave en espiral y fue ganando terreno hacia la esquina de la habitación contigua a la sala de reuniones, en la que se encontraba el armario de los accesorios, que almacenaba todos esos chismes tan indispensables. Se apresuraba con jadeantes esfuerzos. Tras la puerta aparecieron los estantes, coquetamente forrados de un papel rosa con festones pintado por Leonardo de Vinci en época remota. Los ceniceros estaban apilados en un orden discreto, sugerido más que impuesto, pero riguroso en cuanto a su inspiración. Las postales obscenas, en sus diversos modelos, algunas en colores, estaban clasificadas dentro de sus correspondientes carpetitas. El ujier conocía, más o menos, las preferencias de los señores Consejeros. Sonrió con el rabillo del ojo, al ver, apartado, un paquetito inocente, que había formado con todas aquellas postales que personalmente le gustaban, y esbozó el gesto de desabrocharse la bragueta, pero al primer contacto con su desolado instrumento se oscureció su arrugado rostro. Recordó la fecha y comprendió que allí no encontraría nada serio antes de los dos próximos días. Para su edad, no estaba mal, pero volvió a su memoria aquel tiempo en que podía hacerlo hasta dos veces por semana. Esta reminiscencia le proporcionó algún consuelo y las sucias comisuras de su boca, que tenían la forma de esfínter de gallina, dibujaron una mueca de sonrisa, mientras un brillo mezquino parpadeó en sus ojos empañados.

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