Los desplumados palomos hacían esfuerzos desesperados para volver a volar, pero en seguida se cansaban y casi de inmediato caían. Se removían apenas durante unos instantes y, sin protestar, se dejaban atar las alas con cintas de seda amarilla, roja, verde o azul, suministradas generosamente por la municipalidad. Después, les enseñaban a arreglárselas con las cintas; volvían a sus nidos imbuidos de una nueva dignidad y sus pasos, por naturaleza nobles, se hacían hieráticos. A Angel empezaba a fatigarle aquel espectáculo. Pensó que Ana ya no vendría, que habría llevado a Rochelle a otro sitio, y se puso en pie de nuevo.
Atravesó el jardín, dejando atrás grupos de niños, que jugaban a matar hormigas a martillazos, a tres en raya, a aparear chinches salvajes y a otros entretenimientos propios de su edad. Las mujeres cosían esas cebaderas de hule, que se atan al cuello de los bebés para hacerles tragar la papilla, o se ocupaban de su progenitura. Algunas hacían punto y otras fingían hacerlo, para darse aires de aplomo, pero se veía en seguida que no tenían lana.
Angel empujó la puertecilla enrejada, que crujió a sus espaldas, y se encontró en la acera. Pasaba gente, y coches por la calzada, pero y ¿Ana? Permaneció allí algunos minutos. No se decidía a marcharse. Se le ocurrió que no recordaba el color de los ojos de Rochelle, en el momento de ir a cruzar, y se detuvo; un taxi, que frenó en seco al ver el taxista a Angel detenerse en medio de la calzada, pegó una espantosa vuelta de campana. El coche de Ana venía detrás. Paró junto al bordillo y Angel subió.
Rochelle iba sentada junto a Ana y Angel se encontró solo en el asiento trasero, relleno de muelles atados con cordeles y de capas de miraguano. Se inclinó para estrecharles las manos. Ana se disculpaba por el retraso. El coche se puso en marcha. Ana enfiló prudentemente para evitar los restos del taxi volcado.
Siguieron la calle hasta donde los árboles empezaban a adornar las aceras y giraron a la izquierda de la estatua. Ana aceleró, al haber menos coches. El sol acababa, por fin, de encontrar el oeste y se dirigía presurosamente hacia ese punto, atragantándose por recuperar el tiempo perdido. Ana, que conducía hábilmente, se divertía rozándoles la oreja a los niños, que caminaban por la acera, con los indicadores automáticos de giro, lo que le obligaba a ir rasando el bordillo y a arriesgarse a que, en cualquier momento, se arañase la pintura de los neumáticos, pero lograba salir sin un solo rasguño. Por desgracia, se le ocurrió pasar por allí a una niña de nueve o diez años, con unos orejones extraordinariamente separados, y el indicador, golpeando en pleno lóbulo, se partió de cuajo. La electricidad se puso a gotear, perlificando densamente el extremo del cable arrancado, mientras el amperímetro bajaba de forma inquietante. Rochelle le dio unos golpecitos, sin ningún resultado. La temperatura del encendido disminuía y el motor se paraba. A los pocos metros, Ana frenó.
– ¿Qué pasa? -dijo Angel.
No entendía nada y se percató de que desde mucho antes se hallaba absorto contemplando los cabellos de Rochelle.
– ¡Qué mala suerte…! -gruñó Ana-. ¡Niñata gorrina…!
– Se ha partido un indicador -explicó Rochelle, volviendo la cabeza hacia Angel.
Ana bajó a tratar de arreglar la avería y se puso a trajinar en la frágil mecánica. Intentó una ligadura con catgut.
Rochelle se volvió completamente, arrodillándose en el asiento delantero.
– ¿Has tenido que esperarnos mucho?
– Oh, no importa… -murmuró Angel.
Le resultaba dificilísimo mirarla a la cara. Resplandecía demasiado. Sin embargo, sus ojos…, necesitaba aprender el color de aquellos ojos…
– Claro que importa -dijo Rochelle-. Pero este bobalicón de Ana siempre llega tarde. Yo estaba dispuesta a mi hora. Y mírele, nada más salir ya está otra vez con sus bromas.
– Le gusta mucho divertirse. Hace bien.
– Sí. Es tan alegre…
Mientras tanto, Ana juraba como un carretero y pegaba un salto en el aire, cada vez que una gota de electricidad le caía en las manos.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Angel.
– Ana quiere ir a bailar -dijo Rochelle-. Yo prefiero el cine.
– A Ana le gusta ver lo que hace.
– ¡Oh, no diga usted esas cosas!
– Perdóneme -Rochelle se había ruborizado ligeramente y Angel se arrepintió de su pérfido comentario-. Es un tipo estupendo -añadió-. Mi mejor compinche.
– ¿Lo conoce bien? -preguntó Rochelle.
– Desde hace cinco años.
– Usted no se le parece en nada.
– No, pero nos entendemos -aseguró Angel.
– ¿Tiene…? -calló y se ruborizó de nuevo.
– ¿Por qué no se atreve a decirlo? Acaso ¿no es correcto?
– Sí -dijo Rochelle-, pero es una idiotez. Que no me importa nada.
– Ah, ¿es eso lo que quería usted saber? -dijo Angel-. Pues, sí; siempre ha tenido mucho éxito con las chicas.
– Es un muchacho muy guapo -murmuró Rochelle.
Rochelle dejó de hablar y se dio la vuelta, porque Ana, rodeando el coche por detrás, venía a instalarse frente al volante. Abrió la portezuela.
– Espero que resista -dijo Ana-. Derrama poco, pero tiene una presión rara. Hace poco he recargado los acumuladores.
– A esto le llamo yo mala suerte -dijo Angel.
– ¡¿Por qué había de tener semejantes orejas esa cría imbécil…?! -se quejó Ana.
– Tú no debías haber tonteado con el indicador -dijo Angel.
– Es cierto -aprobó Rochelle, riendo.
– Pero resultaba tan divertido…
Ana rió también. Ya no estaba enfadado. El coche volvió a ponerse en marcha, pero en seguida se pararon otra vez, porque la calle se negaba a continuar adelante. Era allí donde iban.
Se trata de un club de baile, en que los aficionados a la música auténtica se encontraban entre puros profesionales, para practicar descoyuntamientos. Ana bailaba muy mal. Angel sufría siempre que le veía perder el paso. Nunca le había visto bailar con Rochelle.
La cosa pasaba en el sótano, al que conducía, enroscándose, una corta escalera blanca. Un grueso cordón de hiedra, que podaban una vez al mes, permitía el descenso sin matarse. Tenía también en algunas partes adornos de cobre rojo y tragaluces.
Rochelle entró la primera, detrás Ana, y Angel cerraba la marcha, a fin de que se sirviesen a su vez de ella los que llegasen después. En ocasiones algunos descuidados se dejaban la marcha abierta y el camarero, a quien la bandeja no le dejaba ver, se rompía la cara.
A la mitad de la escalera, se sintieron embargados por los latidos cardíacos de la sección rítmica. Un poco más abajo, acometían los oídos las combinaciones sonoras del clarinete y de la trompineta, que progresaban, apoyándose el uno en la otra, y en muy poco tiempo adquirían una velocidad considerable. Y, al llegar al pie de la escalera, percibieron el indeterminado runrún de pies arrastrados, de pechos magreados, de risas confidenciales y de otras menos discretas, de solemnes eructos y de conversaciones nerviosas, entre el cabrilleo de vasos y agua burbujeante, que compone la atmósfera adecuada de un bar de medio lujo. Ana oteó en busca de una mesa libre y se la señaló a Rochelle, que se apresuró a ocuparla. Pidieron oportos rizados.
La música apenas paraba, debido a la perseverancia de las impresiones audimétricas. Ana aprovechó un blues considerablemente lánguido para invitar a Rochelle. No pocas parejas se retiraban a las mesas, asqueados por la lentitud de la pieza, mientras todos los retorcidos se levantaban, porque aquello les recordaba un tango; aprovechaban para intercalar cortes y pasos dubitativos en medio de las clásicas descoyunturas de los ortodoxos, entre los cuales Ana se creía incluido. Angel los observó durante dos segundos y apartó los ojos, dispuesto a vomitar. Ana ya había perdido el paso. Y Rochelle le seguía, imperturbable.
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