Lo sentía a lo largo del muslo, pesado y gélido como un animal muerto. Su peso le tiraba del bolsillo y del cinturón; en el lado derecho la camisa se inflaba sobre el pantalón. El impermeable lo mantenía oculto, pero cada vez que adelantaba esa pierna se marcaba un gran pliegue en la tela, que todo el mundo tendría que notar. Lo sensato parecía cambiar de itinerario. Giró, pues, deliberadamente a la izquierda, nada más salir del portal. Se dirigía hacia la estación y decidió aventurarse únicamente por calles apartadas. Hacía un día triste, tan frío como el anterior. Conocía mal aquel barrio y, tomando por la primera a la derecha, terminó por pensar que iba a volver demasiado rápidamente a su itinerario habitual, por lo que, a los diez pasos, se lanzó por la primera a la izquierda. Aquella calle formaba un ángulo de casi noventa grados con la anterior, extendiéndose oblicuamente, y estaba llena de tiendas muy distintas a aquellas frente a las que pasaba todas las mañanas, tiendas neutras, sin ninguna particularidad.
Caminaba de prisa y la cosa continuaba pesando sobre su muslo. Se cruzó con un hombre, que, según le pareció, dirigió la mirada hacia su bolsillo; Claude se estremeció; a los dos metros se volvió y el hombre le observaba también. Con la cabeza gacha, reanudó la marcha y tiró por la primera esquina a la izquierda. Chocó contra una niña tan brutalmente que la niña resbaló y se quedó sentada en la nieve sucia, amontonada junto al bordillo de la acera. Sin atreverse a levantar a la niña, apresuró el paso, las manos hundidas en los bolsillos, lanzando hacia atrás furtivas miradas. Pasó rozando la nariz de una matrona, que salía de una casa armada con su escoba y que le saludó con una injuria rotunda. Volvió la cabeza. La matrona le seguía con la mirada. Claude aceleró. Y estuvo a punto de chocar contra una reja cuadrada, que unos obreros municipales acababan de descargar con destino a la órbita ocular de una alcantarilla. A pesar de un violento movimiento subjetivo para evitarla, se enganchó en la reja, al pasar, un bolsillo del impermeable, que se desgarró. Los obreros le llamaron cabrito y cagueta. Rojo de vergüenza, fue resbalando, a velocidad creciente, sobre los charcos helados. Empezaba a sudar, cuando chocó contra un ciclista, que apareció por la esquina sin avisar. Un pedal le arrancó el bajo del pantalón y le rajó un tobillo. Claude, lanzando un grito de espanto, extendió las manos hacia adelante para no caer, y el conjunto -bicicleta, ciclista y Claude- se desplomó sobre el barro de la calzada. Cerca de allí se encontraba un guardia. Claude Léon consiguió desprenderse de la bicicleta. El tobillo le dolía horriblemente. El ciclista tenía una muñeca estrujada, por su nariz manaba sangre e insultaba a Claude. La ira se iba apoderando de Claude, cuyo corazón latía mientras algo caliente le bajaba por las manos y, dado que su sangre circulaba muy fluidamente, la sentía también latir en el tobillo y en el muslo, sobre el que se levantaba el igualizador a cada palpitación. Bruscamente, el ciclista le lanzó un izquierdazo a la cara y Claude palideció aún más. Hundiendo la mano en el bolsillo, sacó el igualizador y se echó a reír, porque el ciclista farfullaba y retrocedía; luego, Claude sintió un golpe terrible en la mano y la porra del guardia quedó otra vez colgando. El guardia recogía el igualizador y asía a Claude por el cuello de la chaqueta. Claude tenía la mano insensibilizada. Giró bruscamente y, de golpe, su pierna derecha se levantó; la había dirigido contra el bajo vientre del guardia, quien, dejando caer el igualizador, se dobló sobre sí mismo. Con un gruñido de placer, Claude se precipitó a coger el igualizador y, después, lo descargó, con esmero, sobre el ciclista, que se llevó las dos manos al estómago y muy suavemente se quedó sentado, mientras le salía un aaah… del fondo de la garganta. Olía bien el humo de los cartuchos y Claude sopló el cañón, como había visto hacer en las películas; volvió a guardarse el igualizador en un bolsillo y se derrumbó sobre el guardia. Deseaba dormir.
– En conclusión -dijo el abogado, levantándose para irse-, realmente, ¿por qué llevaba usted ese revólver encima?
– Ya se lo he dicho -dijo Claude y lo dijo una vez más-. Era para mi jefe, el señor Saknussem, Arne Saknussem…
– Él lo niega, como usted sabe.
– Pues es verdad.
– Ni lo dudo -dijo el abogado-, pero invéntese otra cosa. Al fin y al cabo, tiempo ha tenido… -se dirigió a la puerta, irritado-. Le dejo. Ya sólo podemos esperar. Intentaré defenderle lo mejor que sepa, a pesar de lo poco que usted me ayuda.
– No es mi oficio -dijo Claude Léon.
Lo aborrecía casi tanto como al ciclista o al agente que le había partido un dedo en la comisaría. De nuevo, sentía algo caliente en las manos y en las piernas.
– Hasta luego -dijo el abogado y salió.
Claude no contestó y se sentó en la cama. El guardián cerró la puerta.
Claude medio dormía, cuando el guardián colocó una carta sobre la cama. Reconoció la gorra y se incorporó.
– Quisiera… -dijo Claude.
– ¿Qué? -respondió el guardián.
– Bramante. Un ovillo -Claude se rascó la cabeza.
– Está prohibido.
– No es para colgarme. Si me hubiese querido ahorcar, tengo mis tirantes.
El guardián consideró la argumentación.
– Por doscientos francos le puedo conseguir diez o doce metros. Ni uno más. Y ¡bien que me arriesgo…!
– De acuerdo. Pídaselos a mi abogado. Y tráigame el bramante.
El guardián rebuscó en sus bolsillos.
– Aquí lo tengo -dijo y le entregó un pequeño ovillo de bramante, bastante sólido.
– Gracias.
– ¿Qué va a hacer con eso? -preguntó el guardián-. Espero que ninguna tontería.
– Me voy a colgar -contestó Claude, riendo.
– ¡Ah…! ¡Ah…! -dijo el guardián, desplegando como una bandera la garganta-, ¡qué idiotez…!, si tiene usted unos tirantes…
– Están muy nuevos y los estropearía.
El guardián le miró con admiración.
– Temperamento no le falta. Usted debe ser periodista.
– No -dijo Claude-. Gracias -el guardián se encaminó hacia la puerta-. Para lo del dinero, diríjase a mi abogado.
– Bueno -dijo el guardián-. Pero es seguro, ¿no?
Claude sacudió la cabeza afirmativamente y la cerradura chascó con suavidad.
Puesto doble y trenzado, tenía cerca de dos metros. Lo justo. Subiéndose a la cama, conseguiría atarlo a un barrote. Calcular la longitud sería lo más arduo, ya que sus pies no debían ni rozar el suelo.
Hizo una prueba de tracción. Resistía. Se subió a la cama, se agarró a un saliente del muro y alcanzó el barrote. Penosamente ató la cuerda. Luego, pasó la cabeza por el lazo y se lanzó al vacío. Recibió un golpe en la nuca y la cuerda se rompió. Cayó de pie, enfurecido.
– ¡Maldito cerdo!, el guardián -gritó Claude Léon.
El guardián abrió la puerta en ese preciso momento.
– Este bramante que me ha vendido usted es una porquería.
– Me da lo mismo. Su abogado me lo ha pagado ya. Hoy tengo azúcar, a diez francos el terrón, por si le interesa.
– No, nunca volveré a pedirle nada.
– Cambiará de idea. Veremos dentro de dos o tres meses; y exagero, en ocho días se le habrá olvidado.
– Probablemente -dijo Claude Léon-. Pero su bramante sigue siendo una porquería.
Esperó a que saliese el guardián y, después, se decidió a quitarse los tirantes. Estaban completamente nuevos y eran de cuero y caucho trenzados. Representaban los ahorros de dos semanas. Un metro sesenta, aproximadamente; volvió a subirse encima de la cama y sujetó fuerte un extremo en la base del barrote. Se lanzó por segunda vez; los tirantes se estiraron al máximo y aterrizó blandamente bajo la ventana. En ese momento el barrote se desempotró y le alcanzó la cabeza como un rayo. Vio tres estrellas y exclamó:
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