Boris Vian - El otoño en Pekín

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El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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Amadís no insistió y se esforzó por cambiar de conversación.

– ¿Tiene usted idea de por qué la llaman a esta carretera la Nacional de Embarque?

Dudó antes de decir el nombre de la carretera y volver sobre lo mismo, temiendo que al cobrador le entrase un nuevo ataque de cólera, pero el cobrador contempló sus propios pies, con un aire muy triste, y sus dos brazos cayeron a lo largo del cuerpo. Allí los dejó.

– ¿No tiene usted idea? -insistió Amadís.

– Si contesto a su pregunta, se va a enfadar usted -murmuró el cobrador.

– De ninguna manera -dijo Amadís, alentándole.

– Pues bien, no tengo ni idea. Ni la más mínima. Porque no hay quien pueda decir que existe una posibilidad de embarcarse, tomando por esta carretera.

– ¿Por dónde pasa?

– Mire.

Amadís vio aproximarse un alto poste, que sostenía una señal de chapa esmaltada, en la que, gracias a unas letras blancas, podía leerse el nombre de Exopotamia, con una flecha y un determinado número de medidas.

– ¿Es allí donde vamos? -preguntó Amadís-. O sea, ¿que se puede llegar por tierra?

– Indudablemente -dijo el cobrador-. Basta con dar un rodeo y no echar a rodar el malhumor.

– ¿Por qué?

– Porque, a la vuelta, siempre hay algún gracioso que le pone a uno a parir. Como no es usted el que paga la gasolina…

– Según usted -dijo Amadís-, ¿a qué velocidad vamos?

– Oh -dijo el cobrador-, llegaremos mañana por la mañana.

3

Aproximadamente hacia las cinco de la madrugada, a Amadís Dudu se le ocurrió la idea de despertarse y por fortuna la idea arraigó, pues así pudo comprobar que se hallaba horriblemente mal instalado y que la espalda le dolía enormemente. Sentía consistente la boca, como cuando uno se ha lavado los dientes. Se enderezó, hizo algunos movimientos para volverse a colocar los miembros en su lugar natural y procedió a su higiene íntima, tratando de no caer en el campo de mira del cobrador. Este, acostado entre dos asientos, emitía desvaríos mientras dormía y, al tiempo, hacía sonar su caja de música. Era ya pleno día. Las esculpidas superficies de los neumáticos cantaban sobre el asfalto como trompos zumbadores en los aparatos de radio. El motor zumbaba regularmente, seguro de tener su ración de pescado cuando le hiciese falta. Amadís se dedicó a dar saltos de longitud por no permanecer ocioso y un último impulso le condujo a un aterrizaje directo sobre el vientre del cobrador; rebotó con tanta fuerza que su cabeza abolló el techo del autobús y blandamente vino a caer a caballo sobre el brazo de uno de los asientos, postura que le obligaba a mantener levantada muy en alto la pierna del lado del asiento, mientras que la otra podía estirarse en el pasillo. En ese momento, precisamente, vio fuera una nueva señal: «Exopotamia – Dos medidas.» Adamís se lanzó al timbre, que apretó una sola vez, pero prolongadamente; el autobús fue perdiendo velocidad y se detuvo al borde de la carretera, El cobrador, que se había ya enderezado, ocupaba despreocupadamente el lugar reservado al cobrador, parte trasera a la izquierda del cordón, pero su vientre dolorido le impedía mantener la dignidad. Amadís, lleno de desenvoltura, recorrió el pasillo y dio un saltito para bajar del autobús. Se encontró cara a cara con el conductor, que acababa de abandonar su asiento y se había acercado a ver lo que sucedía.

– ¡Por fin alguien se ha decidido a tocar el timbre! -increpó a Amadís-. ¡No se han dado mucha prisa!

– Sí -dijo Amadís-, hemos hecho una buena tirada.

– Uf, menos mal, coño -dijo el conductor-. Cada vez que cojo un 975 nadie se decide a tocar el timbre y habitualmente regreso sin haberme parado una sola vez. ¿A usted esto le parece un oficio?

A espaldas del conductor, el cobrador guiñó un ojo y se barrenó la sien con el índice, para indicar a Amadís que toda discusión sería inútil.

– Quizá los viajeros se olvidan -dijo Amadís, ya que el otro esperaba una respuesta.

El conductor rió irónicamente.

– Usted mismo puede comprobar que no, puesto que usted mismo ha tocado el timbre. Lo malo es…

Se inclinó hacía Amadís. El cobrador comprendió que estaba de más y, sin afectación, se alejó.

– …el cobrador ese -explicó el conductor.

– ¡Ah! -dijo Amadís.

– No le gustan los viajeros y se las arregla para que salgamos de vacío y, por lo tanto, nunca toca el timbre. Lo sé muy bien.

– Claro -dijo Amadís.

– Está loco, ¿comprende usted? -dijo el conductor.

– Tiene que ser eso… -murmuró Amadís-. Yo le encontraba raro.

– En la Compañía todos están locos.

– No me sorprende nada.

– Yo -dijo el conductor-, los tengo dominados. En el país de los ciegos el tuerto es el rey. ¿Tiene usted un cuchillo?

– Tengo un cortaplumas.

– Préstemelo.

Amadís accedió y el conductor, después de sacar la hoja entera del cortaplumas, se la clavó en un ojo, con energía. A continuación, empezó a dar vueltas. Sufría mucho y gritaba estentóreamente. Amadís tuvo miedo y huyó, los brazos pegados a los costados y levantando las rodillas cuanto podía; era el momento para no desaprovechar la ocasión de practicar cultura física. Dejó atrás algunas espesuras de maleza espinífera, se volvió y miró. El conductor cerraba el cortaplumas y se lo guardaba en un bolsillo. Desde donde se encontraba, Amadís pudo observar que ya no manaba la sangre. El conductor había realizado una intervención muy aseada y llevaba ya un parche negro sobre el ojo. En el autobús, el cobrador paseaba el pasillo de un extremo a otro y Amadís le vio, a través de las ventanillas, consultar el reloj. El conductor ocupó de nuevo su asiento. El cobrador esperó algunos instantes, consultó por segunda vez el reloj y dio varios tirones seguidos del cordón; su colega comprendió la señal de completo y el pesado vehículo volvió a partir, con un ruido progresivamente creciente; Amadís percibió las chispas y el ruido disminuyó, se fue atenuando, desapareció; Amadís dejó de ver el autobús y, simultáneamente, se encontró en Exopotamia sin haber gastado un solo ticket.

Amadís reanudó su marcha. Quería ir de prisa, porque deseaba ahorrarse el dinero y no fuese a ser que el cobrador cambiase de opinión.

B

"Un capitán de la gendarmería se desliza dentro del aposento, pálido como un muerto (temía recibir una bala)."

(Maurice Laporte, Historia de la Okrana, Payot, 1935, página 105.)

1

Claude Léon oyó a babor el trompeteo del despertador y se despertó para escucharlo con mayor atención. Una vez hecho, volvió a dormirse maquinalmente y, sin intención alguna, reabrió los ojos cinco minutos después. Miró la esfera fosforescente, comprobó que era la hora y rechazó la manta; afectuosa, al instante la manta trepó a lo largo de sus piernas y lo envolvió. Estaba oscuro y todavía no se distinguía el triángulo luminoso de la ventana. Claude acarició la manta, que dejó de moverse y consintió en permitir que se levantase. Se sentó, pues, en el borde de la cama, extendió el brazo izquierdo para encender la lámpara de la cabecera, se percató, una vez más de que la lámpara se encontraba a su derecha, extendió el brazo derecho y se golpeó, como todas las mañanas, contra la madera de la cama.

– Acabaré serrándola -murmuró entre dientes.

Los cuales se separaron de improviso y la voz de Claude resonó bruscamente en el aposento.

«¡Vaya, hombre! -pensó-. Voy a despertar a toda la casa.»

Pero, aguzando el oído, percibió la cadencia uniforme, la suave y pausada respiración de los suelos y de las paredes, y se tranquilizó. Las líneas grises del día se comenzaban a entrever alrededor de las cortinas.

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