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Boris Vian: El otoño en Pekín

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Boris Vian El otoño en Pekín

El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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Efectivamente, cabe sospechar que Boris Vian no será un clásico, a menos que lo llegue a ser. Esa tendencia al clasicismo que se advierte en la obra de algunos clásicos (de los menos simpáticos) no aparece ni en cierne en las novelas de Vian, quien detestaba desaforadamente las consolaciones de la eternidad, los plazos largos. Hay clásicos jóvenes, naturalmente, y hay clásicos abuelos, goethianamente. Boris Vian -como Byron, como Shakespeare, como Rosalía de Castro- no encaja en el pedestal de la respetabilidad marmórea; al haber muerto joven, no le queda ya ninguna posibilidad de envejecer. Por otra parte, Vian no transmite esa ingenuidad del pretérito que exhalan tantas lágrimas inmortales.

– ¡Alto, que se le va a usted la mano mitificadora…! Reconozco que Vian era muy mítico y muy apropiado para las mitificaciones póstumas. Vaya usted a saber por qué sus novelas se popularizan a partir de 1964 o 1965… Y, encima, sin ampararse en un estricto análisis literario. Temo que, con una frivolidad bastante común a ciertos vianeros, ha medio encubierto usted una sencilla realidad: las novelas de Vian son muy divertidas. Y de Escupiré sobre vuestras tumbas llegaron a venderse muchos miles de ejemplares.

Nadie ha dicho aquí que Vian hubiese sido Kafka, aunque el destino de la obra de Vian, que tuvo un destino de novela como ya se dijo, podría cómodamente servir para un relato kafkiano. Los miles de ejemplares de ese modéli copastiche que es Escupiré sobre vuestras tumbas podían haber servido de detonante para la lectura de las otras novelas de Vian. Pero comenzó el proceso, un proceso instado por unos defensores de la moral, la novela fue prohibida por el juez, el éxito de venta se esfumó y sólo sirvió para que hiciesen años más tarde aquella infiel adaptación cinematográfica, de la que Vian no pudo zafarse y cuyo visionado, siempre según la leyenda y no el certificado médico, le puso al borde de su propia fosa. Para ciertas personas un éxito puede ser mortal.

Hacia 1947 los personajes de El otoño en Pekín eran va personajes para ser comprendidos después del fracaso político de mayo del 68. Las novelas de Vian habrían seguido empolvándose en las mazmorras editoriales, si el triunfo hubiese caído del lado de acá de las barricadas, porque no son novelas para las horas del triunfo. Pero como tampoco fueron horas triunfales las de la última década las novelas de Vian surgieron de las mazmorras y fueron entendidas. Es más, aun resonando en ellas ecos de un pasado remotísimo a pesar de la cronología, se creería que fueron escritas para esos años de la derrota, cuando el hombre necesita el aliento de la alegría, la lucidez de su mortalidad y alguna inteligencia para distinguirse de sus prójimos bienpensantes.

– Resumiendo y si no le he entendido mal, el asunto está en un problema de falta de sincronización, que la Historia resuelve favorablemente para el gusto literario y desfavorablemente para la gente que piensa (que siente, mejor dicho) como usted. De esta manera, Boris Vian sería uno de los más actuales escritores de los que podemos disfrutar y su obra, un prólogo, interrumpido por la muerte del autor, a una nueva sensibilidad, que se impone a partir de mayo de 1968.

Que se harta y explota en mayo del 68. Prólogo interrumpido o epílogo profético, nunca fue, desde luego, un prólogo con interrupciones como éste. Al que sólo le queda proponer, como todo prólogo que se precie, tres formas de leer El otoño en Pekín:

Con perspectiva temporal, atenta al inquietante

nudo de significaciones de la novela.

Por puro gusto.

Como al lector se le ocurra.

Las tres son compatibles, recomendables y muy vianescas.

Porque maldita la falta que hacen un guía y la impedimenta para atravesar el desierto de Exopotamia, a cuyo final nos encontraremos, con toda certeza, en Pekín y durante el otoño. Siempre que el desierto tenga final.

Juan García Hortelano

A

"Las personas que no han estudiado la cuestión se exponen a dejarse inducir en error…"

(Lord Raglan. El tabú del incesto. Payot. 1935. página 145.)

1

Amadís Dudu seguía sin convicción la estrecha callejuela, que constituía el más largo de los atajos para llegar a la parada del autobús 975. Al tener que entregar cada día tres tickets y medio, ya que se apeaba en marcha antes de su parada, se palpó uno de los bolsillos del chaleco para comprobar si le quedaban. Sí. Vio un pájaro, posado en un montón de basuras, el cual, picoteando tres latas de conserva vacías, conseguía interpretar el comienzo de Los Bateleros del Volga. Dudu se detuvo, pero el pájaro marró una nota y salió volando, furioso, gruñendo, entre picos, palabrotas en ornitofonía. Amadís Dudu reanudó su camino, cantando la continuación, pero marró también una nota y se puso a renegar.

Había sol, no mucho, pero justo delante de él, y el final de la callejuela brillaba suavemente, porque el pavimento estaba pringoso, aunque no podía verlo, ya que la calleja doblaba dos veces, primero a la derecha y, después, a la izquierda. Algunas mujeres de opulentos deseos pastosos aparecían en el umbral de las puertas, con la bata abierta sobre una total carencia de virtud, y vaciaban la basura a espuertas allí mismo. Luego, golpearon al unísono el fondo de los cubos, produciendo redobles de tambor, y, como de costumbre, Amadís se puso a marcar el paso. Por eso precisamente prefería aquella callejuela. Aquello le recordaba la época de su servicio militar con los americanoides, cuando se zampaba latas de manteca de picahuete como las del pájaro, pero mayores. Al caer, las basuras levantaban nubes de polvo, que Amadís apreciaba porque tornaban visible el sol. De acuerdo con la sombra de la linterna roja del número seis, donde vivían unos agentes de policía camuflados (se trataba en realidad de una comisaría y, para disimular, el burdel vecino exhibía una linterna azul), Amadís se aproximaba, aproximadamente, a las ocho veintinueve. Le quedaba un minuto para llegar a la parada, lo cual representaba exactamente sesenta pasos de un segundo, pero Amadís daba cinco pasos cada cuatro segundos y el cálculo, demasiado complicado, se esfumaba en su cabeza; en consecuencia y como era normal, el cálculo fue expulsado con la orina, haciendo toc contra la loza. Pero mucho tiempo después.

En la parada del 975 había ya cinco personas, las cuales subieron al primer 975 que llegó, pero el revisor no se lo permitió a Dudu. Aunque éste le mostró un trozo de papel, que, mediante una simple observación, probaba que él era el sexto, el autobús sólo tenía libres cinco plazas y así se lo hizo ver pediéndose cuatro veces antes de arrancar. Se largó suavemente, arrastrando su parte trasera, que sacaba haces de chispas a las redondas jorobas de los adoquines; en dicha parte, algunos conductores encajaban piedras de mechero para que hiciese más bonito (se trataba siempre del conductor del autobús que venía detrás).

Un segundo 975 se detuvo delante de las narices de Amadís. Estaba muy lleno y jadeaba crudamente. Descendieron una mujer gorda y una criatura ahíta de dulces, con la que cargaba un señor bajito, casi muerto. Amadís Dudu se agarró a la barra vertical de la plataforma y enseñó su ticket, pero el cobrador le golpeó en los dedos con su picadora de bonos.

– ¡Suéltese!

– Pero ¡si se han bajado tres personas! -protestó Amadís.

– Iban de más -dijo el empleado en tono confidencial y guiñó el ojo con una mímica repugnante.

– ¡No es verdad!

– Sí lo es -dijo el empleado y saltó muy alto hasta alcanzar el cordón, al cual se asió, para, elevándose a pulso, mostrarle su trasero a Amadís.

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