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Boris Vian: El otoño en Pekín

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Boris Vian El otoño en Pekín

El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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Entonces, atravesó la calle y, por la acera opuesta, emprendió camino en dirección contraria, para cogerlo en un lugar desde donde mereciese la pena.

2

Llegó bastante pronto al sitio desde el que todas las mañanas partía y decidió continuar, porque no conocía bien aquel trozo del trayecto. Pensó que en aquella parte de la ciudad debía de haber materia para observaciones pertinentes. Sin perder de vista su objetivo inmediato, que era coger el autobús, quería sacar provecho de los enojosos contratiempos de los que era presa desde el principio de la jornada. El recorrido del 975 se estiraba por una calle muy larga y cosas más que interesantes se ofrecían cada tanto a las miradas de Amadís. Pero su ira no se apaciguaba. Contaba árboles, equivocándose regularmente, para intentar bajar su tensión arterial, que notaba acercarse al punto crítico, y, con la finalidad de acordar rítmicamente sus pasos, tamborileaba sobre su muslo izquierdo algunas marchas militares de moda. Y, de pronto, descubrió una gran plaza formada por edificios construidos en la Edad Media, pero que habían envejecido desde entonces; se encontraba en la terminal del 975. Se sintió rejuvenecido y, con una agilidad de péndulo, se lanzó sobre el escalón del embarcadero; un empleado cortó la cuerda que retenía la máquina y Amadís percibió que se ponía en marcha.

Al darse la vuelta, vio cómo el empleado recibía en plena cara el extremo de la cuerda y cómo salió volando, hecho un pingajo, un pedazo de su nariz, en medio de un surtidor de pétalos de ácaros.

El motor ronroneaba con regularidad, ya que acababan de darle una buena ración de raspas de siluro. Amadís, sentado en la parte trasera derecha, gozaba de todo el coche para él solo. En la plataforma, el cobrador giraba maquinalmente su chisme para estropear los billetes, que acababa de conectar a la caja de música del interior, y la melopea arrullaba a Amadís. Sentía retemblar la carrocería, cada vez que la parte trasera rozaba los adoquines, y el chisporroteo acompañaba a la musiquilla monótona. Las tiendas se sucedían en un tornasol de colores brillantes y Amadís disfrutaba vislumbrando su propio reflejo en las grandes lunas de los escaparates, pero se ruborizó, cuando descubrió que su reflejo se aprovechaba de aquella ventajosa posición para sustraer los objetos expuestos, y se volvió hacia el otro lado.

No le extrañó que el conductor no hubiese parado todavía ni una sola vez, puesto que a aquellas horas de la mañana nadie iba ya a la oficina. El cobrador se durmió y resbaló sobre la plataforma, buscando, en sueños, una postura más cómoda. Amadís se sentía poseído por una somnolencia intrépida, que se infiltraba en él como un veneno devastador. Recobró sus piernas, extendidas delante de su cuerpo, y las colocó sobre el asiento de enfrente. Los árboles, igual que las tiendas, brillaban al sol; sus frescas hojas frotaban el techo del autobús y producían el mismo rumor que las plantas marinas sobre el casco de un barquito. El balanceo del autobús, que seguía sin detenerse, acunaba a Amadís; descubrió que habían sobrepasado su oficina, justo en el instante en que perdió conciencia, pero esta postrera comprobación apenas le inquietó.

Cuando Amadís despertó, seguían rodando sin parar. Fuera había oscurecido. Observó la carretera. Gracias a los dos canales de aguas grisáceas que la bordeaban, reconoció la Nacional de Embarque y, durante algún tiempo, estuvo contemplando aquel espectáculo. Se preguntó si los tickets que le quedaban serían suficientes para pagar el viaje. Volvió la cabeza y miró al cobrador. Trastornado por un sueño erótico en pantalla gigante, el hombre se agitaba en todas las direcciones y acabó por enroscarse en espiral a la ligera columna niquelada que sostenía el techo. Sin embargo, no interrumpió su sueño. Amadís pensó que la vida de cobrador debía de resultar muy fatigosa y se levantó para desentumecer las piernas. Supuso que el autobús no se había detenido ni una sola vez, ya que no vio a ningún otro viajero. Disponía de espacio holgado para deambular a su gusto. Fue desde la parte trasera a la delantera y retornó; el ruido que hizo, al bajar el escalón de la plataforma, despertó al cobrador, quien bruscamente se arrodilló y empezó a girar con furia la manivela del chisme, al tiempo que apuntaba y hacía pan-pan-pan con la boca.

Amadís le dio una palmada en el hombro y el cobrador le ametralló a quemarropa; Amadís se hizo el muerto; afortunadamente se trataba de un juego. Frotándose los ojos, el hombre se puso en pie.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Amadís.

El cobrador, que se llamaba Dionisio, hizo un gesto de ignorancia.

– Es imposible saberlo. Se trata del maquinista 21.239, que está loco.

– ¿En tal caso…?

– En tal caso, con él nunca se sabe cómo acabará la cosa. Habitualmente nadie sube a este coche. Por cierto, ¿cómo ha subido usted?

– Como todo el mundo -dijo Amadís.

– Ya sé -descubrió el cobrador-. Esta mañana estaba yo medio dormido.

– ¿No me vio usted?

– Con este conductor todo es un engorro -prosiguió el cobrador-, porque, como no comprende nada, no se le puede decir nada. Y, encima, no hay más remedio que reconocerlo, es idiota.

– Lo compadezco -dijo Amadís-. Vaya catástrofe…

– No le quepa la menor duda -dijo el cobrador-. Ya ve usted, un hombre que podría estar pescando con su caña y ¿a qué se dedica?

– A conducir un autobús -atestiguó Amadís.

– ¡Exactamente! Tampoco usted es tonto.

– ¿Qué es lo que le ha vuelto loco?

– No lo sé. A mí siempre me tocan conductores locos. ¿Lo encuentra usted divertido?

– ¡Leñe!, no.

– Se trata de esta Compañía. Por lo demás, todos los de esta Compañía están locos.

– Usted lo lleva bien -dijo Amadís.

– ¡Hombre! -explicó el cobrador-, no hay comparación. Yo no estoy loco, como usted ve.

Se carcajeó con tanta fuerza que perdió el aliento. Amadís se inquietó un poco viéndole rodar por el suelo, ponerse violeta y, al momento, completamente blanco, estirarse rígido, pero se tranquilizó pronto, al ver que se trataba de una broma, porque el otro le guiñó un ojo, lo cual con un ojo revirado siempre queda bonito. Al cabo de algunos minutos, el cobrador se levantó de nuevo.

– Yo soy un cachondo -dijo.

– No me extraña -respondió Amadís.

– Hay por ahí mucho triste, pero yo no. Si no fuese por eso, ya me dirá cómo se puede aguantar a un tipo como ese maquinista…

– ¿Qué carretera es ésta?

El cobrador le miró con aire suspicaz.

– ¿No la ha reconocido usted perfectamente? Es la Nacional de Embarque. Cada tres veces, la coge una ese de ahí delante.

– ¿Adónde conduce?

– ¡Ah, muy bien! -dijo el cobrador-. Yo no paro de charlar, soy amable, hago el cabrito, y va usted e intenta quedarse conmigo.

– Yo no intento quedarme con usted de ninguna manera.

– En primer lugar, si usted no hubiese reconocido la carretera, me habría preguntado dónde estábamos de inmediato. Ipso facto -Amadís permaneció en silencio y el cobrador continuó-: Segundo: puesto que la ha reconocido, sabe usted adónde conduce. Y tercero: usted no lleva billete.

Con patente aplicación, se echó a reír. Amadís se encontró incómodo. Efectivamente, no tenía billete.

– Usted los vende.

– Perdón -dijo el cobrador-. Los vendo, sí, pero, ¡despacito!, sólo para el trayecto normal.

– Entonces, ¿qué puedo hacer?

– Pues, nada.

– Pero necesito llevar billete.

– Ya me lo pagará después -dijo el cobrador-. Es posible que ese de ahí delante nos tire al canal, ¿no? Por lo tanto, lo mismo da que se ahorre usted su dinero.

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